Llegué a una sala de juegos en Bombay, al fondo de un cine, en una calle estrecha y mal iluminada como suelen ser las calles de las novelas baratas. La clientela era escasa y aparentaba no jugar a nada. De algún lugar salía una música disco que anunciaba que ya Bombay no se llamaba así, sino Mumbai, y que así éramos de felices en Mumbai. Haciendo equilibrios sobre un almohadón, una mujer custodiaba una segunda entrada, protegida por una cortina de lágrimas de colores. Es mejor que pases a la sala de apuestas, me aconsejó guiñando del tercer ojo, y abrió la cortina.
En la sala minúscula encontré una mesa con tres jugadores. Hubiera preferido ignorar la invitación a ocupar el cuarto puesto, pero me incluyeron con entusiasmo en la siguiente partida. La llegada de un jugador desconocido es el origen de un juego con nuevas reglas.
Como la mesa cojeaba, uno se inclinó a dejar un calzo hecho con una hoja del menú, arrugada en forma de esfera. El de su izquierda se aprovechó para mirarle las cartas y esperó a que el otro se incorporara para proponer su jugada:
—Samuel Hope vivió hasta la repentina e inercial edad de dieciséis años en un pueblo tranquilo, próximo a los Montes Azules de Australia —dijo abriendo lentamente por arriba el abanico de sus cartas, como si todas debieran terminar mostrando una porción exacta—. Durante un viaje de negocios a Melbourne, luego de la muerte de su padre, pasó la noche con una mujer que le doblaba la edad. A los pocos días se mudó con ella y comenzó a trabajar en un periódico. Unos meses después fundó un suplemento literario que hizo subir las ventas de la publicación hasta convertirla en uno de los diarios más leídos por la comunidad cultural. Al año había lanzado su revista propia. Luego de cuatro bien recibidos números, publicó un libro de poemas: Las estancias felices. El poemario cautivó a toda la crítica austral, de tal forma que se podía contar con los dedos del pie aquellos que no sabían de memoria los versos del poema que daba título al volumen. En abril apareció su novela autobiográfica 18 años y tres horas. Los lectores no habían acabado de digerir el engrosado ejemplar cuando entregó en el segundo piso de la misma editorial un sobre manila con un libro de relatos: Casi verano. El libro desbordó las expectativas de los editores, quienes vieron en él una obra maestra. Por aquellos días la mujer dos veces mayor lo abandonó por un hombre dos veces mayor que ella y voló a Los Ángeles a una luna de miel de la que no volvió. Hope canceló súbitamente el contrato con los editores. Nunca se pudo sacar en claro si la causa fue el abismo sentimental adonde lo arrojó su pasión cosmopolita o la perfección del volumen acabado. Destinó todo su capital a la demanda para detener la edición del libro. El resto lo invirtió en una cabaña costera. Vivió toda su vida, que fue bien larga, de un modesto negocio de pesca. El atardecer, tan intenso en las costas azules, no logró sacarle nunca la menor melancolía. El autor de un cuaderno de poemas y una autobiografía, murió una mañana, cayó en la arena y estuvo allí varias horas confundido con un bañista.
Cerró el abanico de cartas y miró intrigado a los demás jugadores, presumiendo de su partida. El que puso el calzo murmuró:
—Paso.
Y el de su derecha bajó la cabeza y dijo:
—Paso.
Yo volví a mirar mis cartas y estuve obligado a jugar.
—En las márgenes de Tokio —dije—, creció el escritor Higuchi Ichigo. Vivía de matar por encargo con la mejor precisión. Conservaba las seis gavetas de un mueble de madera repletas de papeles, dibujados o escritos, que llenaba en las mañanas al despertar y deleitarse observando los bloques de edificios abandonados. Una vez que al mueble no le cupo una hoja más se deshizo de él tirándolo a un basurero. El artefacto llamó la atención de una mujer que regresaba de un largo viaje con su familia, obligó a su esposo a detenerse, y éste penosamente logró subir el hallazgo a la camioneta. El hijo lloró todo el trayecto de vuelta a casa. Al reparar en el mueble, Nagi Aya había obedecido a una intuición más fuerte, luego de colocarlo en su estudio lo encontró irremediablemente desvencijado y fuera de moda. Aya trabajaba como editora para la casa Shueisha, y no perdió oportunidad en componer una primera novela con el contenido de una gaveta y pocos folios de otra. Ichigo no era un buen lector, nunca supo que la célebre Adiós y gracias era una obra de su autoría. Fue tan exitosa que en pocos meses Aya vendió los derechos a Madhouse.Inc, la cual no tardó en producir el filme y entrar en arreglos sobre una versión en videojuego para la consola Wii. Ichigo se desplazaba detrás del cuello de uno de sus encargos, cierto hombre de negocios que descansaba en su casa viendo un anime, cuando reconoció un diálogo escrito por él mismo. Detuvo el sable en el aire a punto de rozar la piel de la víctima y permaneció así un rato, contemplando la escena. El hombre rió ante una situación. Su cabeza rodó por el suelo levantando una orla de sangre. Fue fácil encontrar a Nagi Aya, en la madrugada, corrigiendo otra de las gavetas bajo la luz geométrica de una lámpara de papel. Su hijo lloró en el dormitorio y ella dejó los dibujos para atenderlo. Tardó en reconocer que el niño lloraba tirando del pelo de la cabeza mutilada del padre. El cuerpo del esposo descansaba ladeado en la cama, como si soñara estar desorientado en un jardín francés. Ichigo se descolgó del techo y le alzó el mentón a la editora con la punta de su sable. La basura de otros debe respetarse con la misma solemnidad que las cenizas de los seres queridos, dijo. Aya hubiera podido responder que había actuado por un trazo modoso del destino, que nunca había negado públicamente la existencia de un autor desconocido, que la nueva mansión y todos los ahorros le pertenecían por entero, que podían casarse y vivir juntos con su hijo pequeño, ella continuaría editando sus novelas y él, si así lo prefería, si no lograba desprenderse de esa manía para seguir adelante con sus historias, podía seguir matando por encargo. Pero no dijo nada porque lo que escuchó en una ráfaga sobre alguna basura y algunas cenizas le recordó un veredicto ininteligible. Algo como que su esposo era una basura y debía esparcir sus cenizas. Por otra parte, el asesino que le obligaba a sostener su cuerpo en la punta del sable no le recordó ni por un segundo al autor de todos aquellos papeles memorables que editaba, sino a la auténtica anunciación de un shinigami. Antes de morir vislumbró a su esposo perdido en el jardín francés y se vio a ella misma convertida en un espectro que lo atemorizaba, cruzando los pasillos entre tupidas hojas verdes. Después, Ichigo prendió fuego al mueble de madera. El niño nunca fue encontrado. Durante mucho tiempo se extendió el rumor de un bebé que se paseaba riendo por delante de aquellos que iban a morir decapitados.
La mujer del tercer ojo había empujado su almohadón hacia adentro, al parecer sin que nadie de nosotros reparara en ello, por la sorpresa que causó. Acariciando las lágrimas de una cuerda de la cortina, se sumó a las apuestas:
—Elijah tenía nueve años cuando viajó como motín en un barco pirata. Sus padres habían muerto en un accidente en Marruecos y el chico bordeaba el Atlántico en el navío que lo llevaba a Bristol, donde lo recibiría un tío no del todo enterado de los desastres cuando fue interceptado a mitad de camino por una famosa nave de bandera negra. En el barco pirata, Elijah fue tratado como reliquia por su corta edad y las suposiciones de lo que podía recaudarse en el secuestro cuando se localizara al pariente. Una prostituta consumó el arreglo. Sorprendió al tío en su despacho, antes de dormir, evaluando unos estudios topográficos. El hombre parecía no entender mucho los dibujos. Comprar tierras no siempre es buen negocio, dijo Miss Sunset. El tío se explayó en cuestionamientos innecesarios que tenían como tema la profanación de su casa, la pinta de la mujer, la hora de la noche y demás acobardamientos que hicieron soltar a la intermediaria una risa burlona, como de loro muy emplumado. Esta casa es más transitable que un prostíbulo de provincia, si una mujer espera cierta hora de la noche para entrar subrepticiamente a tu habitación más oficial, ¿no crees que tiene algo importante que decir? Se volvió hacia el ventanal que abarcaba toda la pared del fondo y se concentró en el paisaje nocturno, como si buscara un punto en el estuario del Avon donde se refugiara el navío pirata. Todos los que viajaban en el… ¿cómo se llamaba ese magnífico barco? Lo que sea, el barco de Marruecos en que venía tu sobrino huérfano. Están muertos. Unos amigos que pusieron su firma en el proceso de inmersión, quienes por demás se refieren al hecho como una maravilla de esa técnica tan complicada que dan en llamar hundimiento premeditado, tuvieron la delicadeza de rescatar al chico. El que nace para la horca nunca se ahoga, masculló el tío y volvió sobre sus cuestionamientos gastados. Miss Sunset lo calló con un chillido de loro fantasma: El muchacho vale su peso en oro. Va a ser escritor. Desde ahora se le ve por el modo en que recorre la proa y mira con desconfianza la inmensidad del mar. Y va a ser de los buenos. Ve pasar por su lado a un hombre arrastrando un tonel y no se le ocurre echarle una mano, lo mira como si lo estudiara. Por Dios, dijo el tío, eres la primera pirata que veo que hable tan bien de una enfermedad mental. Eso sin contar que eres además la primera pirata que veo en toda mi vida. No soy pirata, dijo Miss Sunset, soy una prostituta que visita las embarcaciones de ciertos amigos, quienes retribuyen mi presencia con pesadas monedas. Vienen a buscarme en un bote que lleva mi nombre tatuado en la cola y así subo a los barcos, como nunca se ha sentido ninguna mujer que conocerás. Y tu muchacho es escritor. Él no lo sabe, claro, por ahora se satisface en desafiar la náusea procurada por los zarandeos del océano. Cuando me vio me sostuvo la mirada quince segundos, cosa que tú no has podido hacer aún. El peso de las monedas de tus amigos te trae muy confundida, dijo el tío. Mi sobrino será una carga pero envíalo hasta aquí mismo cualquier noche. Miss Sunset se paseó por la habitación para que el loro fuera estudiando otros puntos vulnerables, se asomó a los planos topográficos con indiscreción. Tampoco entendió nada. Luego pronunció el precio de Elijah. Ni más ni menos. No pienso soltar una sola moneda por un sobrino escritor. Quienes me envían no agradecerán que vuelva con esa respuesta, piensa que no lo dejaron morir en el hundimiento premeditado, lo han alimentado bien durante este tiempo, ha aprendido a hacer nudos… Di a tus amigos que estoy en negocios de tierras, no me interesa nada que venga flotando del mar, y si el muchacho desaparece me hacen un favor. Entonces, ¿no nos entendemos?, dijo Miss Sunset. No nos entendemos, dijo el tío. Elijah fue lanzado al mar. Su calavera cumple en humildes arenas el sueño de los que pasan por el mundo sin dejar huella. La intermediaria, luego de dar la noticia hostil pidió que la llevaran a tierra firme antes de que se consumara el hundimiento personal. Hizo todo el viaje de pie, de espaldas al barco y de frente al sol. Miss Sunset podía leerse en la cola del bote que la llevaba hasta las rocas de la costa.
Los tres jugadores se levantaron y comenzaron a salir en fila. Yo los acompañé sin entender quién había ganado las apuestas. Así somos de felices en Mumbai.
—Todo se va, pero también se queda —le dije al pasar por su lado a la mujer del tercer ojo, que protegía la entrada de la Quinta Biblioteca.
—Y el centro es inmóvil, y todo lo demás—me susurró al oído—. Quédate. A la salida no olvides dejar un libro nuevo.
Osdany Morales (Nueva Paz, Cuba, 1981) es autor de Minuciosas puertas estrechas (2007) y Papyrus (2012). Sus textos han sido merecedores del Premio David 2006, Premio Casa de Teatro 2008 y Premio Alejo Carpentier 2012. Tiene una Maestría en Escritura Creativa por New York University.