En mi carro encontré tirado un lápiz desvencijado, como torturado por el tiempo. Ya sin punta, en su lugar lucía un muñón que escondía en su apriete los vestigios del carboncillo que lo hacía útil.
Lo lleve a casa y me dio, sin saber exactamente por qué, un placer tremendo el renovarle su filo con mi viejo sacapuntas de engranajes que conservo desde el bachillerato. A diferencia de otros lápices sin punta, este me llevo rato renovarle su propósito. ¿Qué fue lo que me causo tanto placer de aquel acto? Recordé que me gusta subrayar los libros que leo con lápiz y no con resaltador o pluma. El trazo del lápiz se puede borrar. En caso de relectura, el trazo estaría presto para resaltar las frases que quedasen dormidas en una primera lectura, quizás solo voltearlo y borrar aquellas que en lo actual no cobran importancia.
Más de una vez regreso a libros subrayados y me pregunto por qué esa frase y no esa otra. ¿Qué impacto cobro en mi esta sentencia y no la que le sigue? A fin de cuentas, uno lee desde lo que le es actual, lo que implica que la lectura obedece al tiempo aún cuando lo escrito permanezca. Sin embargo, no puede haber “lo escrito” sin aquello que se lee, ¿o acaso sí?
La obra del ilustrador italiano Luigi Serafini –Codex Seraphinianus– contradeciría esta premisa: una enciclopedia ilustrada de todas las cosas, escrita en grafitos que posiblemente ni él pudiese leer, produce en quien los ve el impulso de arrancar a leer. Sin embargo, no damos con el sentido. Algo está escrito sin sentido. Aún ilegible, a la escritura le seguimos otorgando sentido. Algo que no ocurriría con una imagen, donde todo está visto y nada tendría por qué leerse -al menos no en principio.
Ocurre algo parecido, sin embargo, cuando volvemos a los libros que hemos subrayado: siempre brilla una frase que paso desapercibida en el primer escaneo. Ahora esta y no aquella, cobra el sentido que todo un párrafo resaltado ya no tiene. ¿Puede, entonces, ser que el sentido le pertenezca al lector y no a lo escrito?
Los animales son iletrados no tanto por no saber leer, sino por no otorgarle sentido a lo escrito. Un animal puede aprender -aprenden- a hablar, pero nunca a leer. El hombre, en cambio, una vez alfabetizado, no para de leer incluso en trazos arbitrarios: el firmamento, las estrellas, las constelaciones, la borra del café, las hendiduras de las manos. Todos psíquicos, leen todo, leen incluso donde no hay escritura. Pero me he adelantado, porque una cosa es otorgar sentido y otra leer.
Por ejemplo, la suposición de sentido debe ser anterior a la escritura: si al mirar las raspaduras de una pared suponemos un sentido, bastará someterla a una codificación para poderlos leer de corrido. No podemos leer, en este caso, los rasguños en la pelambre de una animal muerto, podemos inferirlo presa de un predador específico, pero esos rasguños deben ser susceptibles de ser codificados para hacerlos legibles. Antes de leer hay que escribir, antes de escribir hay un código, quizás por esto el verbo sí puede que este al comienzo.
Cuando William Legrand explica en “El escarabajo de oro” cómo ha dado con el paradero del tesoro del Capitán Kidd, también relata cómo se codifica y descifra un lenguaje. Ya ante los caracteres, en principio arbitrarios, que él llama “la cifra” nos precisa: “These characters, as any one might readily guess, form a cipher –that is to say, they convey a meaning” -esta aseveración viene acompañada de dos suposiciones: 1- esto fue escrito por alguien, alguien como el Capitán Kidd a fin de disuadir a piratas más obtusos en la búsqueda de su tesoro; 2- la lengua en que está escrita esta cifra es el inglés, es decir, el otro de esa lengua es un angloparlante. Los pormenores de cómo llega Legrand a tales conclusiones se derivan de suponer en esa cifra un sentido, y por tanto un otro como él que le ha dado tal sentido. Pero el gran Otro a esos dos -tanto el que escribe como el que lee- es el lenguaje como tal: luego, estos no son caracteres arbitrarios, esto está escrito, y por tanto puede leerse.
Pero el mundo traducido en un lenguaje -en palabras de Ramos Sucre- no hace más descifrable el mundo, hace más arbitraria la lengua. A fin de cuantas, a este punto, Legrand advierte que puestos a ver todo es riddles, es decir, juegos en los que se divierten las facultades humanas para darle algún destino al verdadero tesoro: ese que precisa que la especie humana, al final, goza sola con su lengua. El que ve en esos agrupados garabatos una cifra supone principalmente que otro como él goza de los mismos acertijos, rompiéndose así una misma cabeza -en el caso de Poe tenía que ser algo más macabro: una calavera. El desciframiento comienza -y acaba- con una firma, o ese garabato que solo uno entiende y que el otro solo autentifica: “with the cipher now before us, all difficulty is removed by the signature” -esta firma le da a Legrand un nombre, y con él, un otro, y con un otro, su lengua, y con esta, el lenguaje. Un, Su y El; particular, posesivo y universal -si tan solo nos percatáramos que la lengua que damos por universal es solo de algunos antes de ser nuestra, daríamos con el acertijo. ¿Quién dice que no balbuceamos cuando hablamos? ¿Qué leemos cuando sólo podemos ver?
Al escribir este pequeño ensayo me propuse un ejercicio que parecía simple: ver lo escrito sin leerlo, es decir, ver letras como si fueran imágenes. Pera ello, fue de mucha ayuda intentarlo con escritos de lengua en las que no soy letrado. Al rato, siempre ocurría lo mismo: aún sin entender, tenía el impulso de querer leer, empezar a poner vocales con consonantes, arrancar con una palabra que medio entiendo y empezar a armar series. Me fue imposible solo ver, dejar de leer. Hubo sí una excepcionalidad: la hallé en aquel poema de Stephane Mallarmé, “Un golpe de dados…” -este poema hace la tarea contraria: uno arranca a leer para luego rendirse. En esas frases se ven en principio constelaciones -otro de los nombres del sentido supuesto-, pero no tardan en aparecer con la osada arbitrariedad del cielo abierto. Lo que dicen esas palabras ayudó a tal propósito: they convey no meaning -quise jugar a Legrand con este, y me tope con un infranqueable al sentido, pero a los sentidos abierto.
Se dice de los locos que hablan sinsentidos, pero los locos, cuando se trata de suponer sentido, son políglotas incluso en lenguas que aún desconocemos -y a la luz de los códigos genéticos, puede que estén mejor letrados que el resto. Los locos, en la mirada de cualquier transeúnte, pueden leer la trama de la que son protagonistas. Los niños, cuando aprende a leer, leen incluso lo que no comprenden, y piden que se les lea lo que no está escrito: leer números como si fuesen historias y señales como si fuesen sentencias. Más recientemente, la genética se apresura a leer el código de lo vivo que una inteligencia incógnita suponemos ha escrito. Sentido, código y lectura, para luego escritura, lectura y desciframiento. Llegado aquí, ¿puede ser el sentido inmemorial e increado? En general, las aporías de origen son anuladas por un acto, el acto, Él que actuó.
En este sentido, la escritura genética no puede algo que otras escrituras -como la sagrada o la constitucional, por ejemplo- sí pueden: no puede hablar, o mejor dicho, ser hablada. De hecho, esta prescinde de una vez por todas del habla. Pero sí puede escribir más allá del sentido: donde muchas de nuestras escrituras parecen desvariar. La genética solo está escrita, puede ser leída, pero difícilmente podrá ser pronunciada. La genética puede por ejemplo escribir lo que es un macho o lo que es una hembra, pero no puede declararos marido y mujer, para eso habría que dar el “sí” en el marco de una constitución siempre interpretable, y eso la genética no lo puede. Sin embargo, la genética se inaugura como una escritura radicalmente distinta de cualquier otra anterior. A distintos niveles, la genética anula el sentido, y por tanto puede ser manipulada ya sin miramientos a interpretaciones de sentido supuesto. Mientras las escrituras sagradas y las constitucionales pueden ser precisas en definir la institución del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer, son más ambiguas en definir qué es un hombre, y sobre todo, qué es una mujer -ya que si estas categorías son meras sexualidades, esto habilitaría las vías para el casamiento entre bestias; y si fuesen solos roles, estos serían más históricos que universales. La genética en cambio escribe con letra de molde lo que es un hombre y lo que es una mujer: XX o XY, pero al hacerlo, los deja sin habla. Esto presenta una diatriba, ya que son los seres hablantes lo que son susceptibles de declarar su voluntad de casamiento. Cuando lo escrito en nuestro genoma pasa ya por el habla, entra en juego los second thoughts, que pueden decir Sí como también No.
La escritura sagrada, por otro lado, esta toda cruzada por el habla. Es, de hecho, y en mucho de sus episodios: un pronunciamiento, una vocalización, una voz. Es esto al menos lo que, en modo y melodía, transmiten los llamados “Cantos Gregorianos” -que con precisión, deberían ser denominados “Cantos Llanos” por la técnica que extraen del texto ejecutado, y porque, con toda honestidad, se extienden más allá de la era Gregoriana hasta el advenimiento de la polifonía coral. Es incluso debatible si estos son “cantos” en el sentido estricto, ya que su intención se alinea resolutamente en la disciplina de la “Lectio Divina”, cubriendo todos sus ejes: Lectio, Meditatio, Oratio et Contemplatio. Fundamentalmente, los cantos llanos aciertan en ser el modo por antonomasia de leer textos sagrados. Eran la autoridad en viva voz de la lectura de los versículos durante la liturgia: “debemos insistir en que el canto gregoriano no es una música concebida para ilustrar un texto, sino una plegaria cantada (…) intentan subrayar únicamente la estrecha relación entre sonido y palabra” -en palabras de Paolo Rossini, musicólogo quien escribiría un artículo dedicado a este canto.
Pero por cubrir tan pronunciada parábola, he desviado mi curso: lo que más ocupa a este ensayo no es tanto lo que está escrito, más bien lo que esta leído, y en ello, lo subrayado -en tanto testimonio de lo leído. Y si lo subrayado permanece como aquello que adquiere -o adquirió- sentido en lo leído, resulta más extraordinario encontrarse con lo que ocurre cuando se nos acaba la punta. Cuando se acaba la punta, no se acaba por nada la lectura, pero sí el sentido (¿otra razón quizás para convertir nuestros hábitos al formato digital?). Cuando se nos acaba la punta, adviene la angustia de no haber resaltado lo leído, de no haber aplicado lectura a lo leído y por tanto, de no haber leído. Y sobre todo, queda aquellos lapsos que habrá que volver a leer ya sin el recurso de lo resaltante, porque cada palabra valdrá por la que le sigue. Agotado el lápiz, leemos por lo genético en la escritura, esto es, algo más que interpretaciones, y resta sólo la musitación en voz alta
Un lápiz puede recorrer infinitamente una página en busca de esa frase, pero mientras más frases encuentre menos lápiz será. Lo que el lápiz sabe -y no el lector- es que ese grafito pudo comenzar en su punta pero más temprano que tarde acabará muñón, así continúe la lectura. En la jauría del sentido, todo lo puede un lápiz, pero también todo encuentra su filo ya sin punta ni grafito. Aún cuando algunos locos releven donde los cuerdos se agoten, al testigo lo desgasta tanto manoseo. Leemos antes de tiempo, cosas que pueden que no permanezcan escritas, y aún cuando se perpetúen -sólo en ilusión- serán como el estruendo del tronco caído que nunca ocurrió por comparecer ante ningún testigo. Al todo no lo aguanta el papel.
© All rights reserved José Armando García
José Armando García (Abril, 1976) Originario de Venezuela. Vive en Miami, Florida desde el 2004. Sociólogo de profesión y psicoanalista de oficio, con un posgrado de Trabajo Social Clínico. Asociado activo en la Nueva Escuela Lacaniana. Más interesado en el barroco de Baltasar Gracián que en cualquier tendencia contemporánea. También las épocas son injustas con aquellos que nacen a destiempo.