Después de mucho tiempo de querer cumplir con la promesa que le hice su autor, por fin encuentro un hueco para dedicarme a la lectura de El Asturiano, la novela de José Luis Fernández Ortega. La sensación predominante, una vez finalizada la lectura, es una suerte de emociones encontradas, como las que tiene el protagonista de Volver a empezar, la película que supuso para José Luis Garci (Madrid, 1944) el premio Óscar a la mejor película extranjera del año 1983. Aquella historia del asturiano que volvía a su tierra con la triste mirada violácea de los astures tras un largo exilio, como consecuencia de la Guerra Civil española, tiene paralelismos con la novela de Fernández Ortega. En ambas se saborea el regusto melancólico del retorno a esos paisajes de olas cantábricas, riscos agrestes y cielos nublados. La novela contiene carencias que la película atacaba sabiamente. Pero superadas esas limitaciones, que aquí se matizarán, a partir de un cierto momento, el libro se lee bien, ha envuelto a este lector y, sobre todo, consigue su objetivo, que es el de levantar acta de una vida, la de Calixto: El Asturiano.
Para empezar, cabe decir que, aunque el texto esté bien escrito, el lector se topa con erratas y expresiones confusas, como la confusión ortográfica que existe en torno al sonido s, que aparece más de una vez (“Haz hecho bien” en p. 16), la enumeración de sustantivos anglosajonizada (“sobre su hombro y brazo”, p. 19), que elimina el artículo propio del español que acompaña a los nombres por razones de género, o los simples fallos tipográficos (“regresar si mayor dilación”, p. 20), además de algunas cacofonías, entre otras cosas. Errores subsanables con una corrección de estilo final y una atención más continua en el estilo de un autor que en otros pasajes es capaz de esta guisa: “el cielo es prístino” (p. 53). Pero el mayor defecto de la primera parte del libro es la ausencia de tensión. Inspirarse en el entorno familiar, en personas de carne y hueso que se han conocido, y en historias orales, encierra el peligro de la condescendencia. Creo que en ciertos momentos el autor peca de eso. Es difícil ver a la estructura básica de la sociedad, como lo ha sido la familia en los últimos 2000 años, como un grupúsculo carente de conflicto con las luchas de poder que se dirimen en su seno. Si a ello se añade el poco tiempo del que disfrutamos hoy en día, de forma que las novelas deben enganchar al lector desde el primer minuto si no quieren caer en el olvido, esos dos argumentos lastran el inicio de El Asturiano. El autor trata de subsanarlo con el recuerdo reiterado de una pelea del protagonista, que vuelve a su memoria en sueños y es la escena que cataliza los dos viajes del Asturiano a Cuba desde su tierra natal. Pero se me antoja insuficiente, a veces por repetitivo y otras por previsible.
Curiosamente, a partir de un punto de la narración si se observa ese conflicto (concretamente, a partir de la parte V, en la página 118), y el interés por el escrito es creciente a partir de ahí hasta el final. Se trata del pasaje en el que se cuentan las vicisitudes de esa pelea, el enamoramiento de Calixto y María Elena, el subsiguiente viaje de polizón de Calixto y la primera llegada a Cuba, en paralelo con el inicio de la Guerra Civil española, que afectará años más tarde y de forma dramática a los hijos del protagonista. A partir de ahí la historia de Calixto y su familia enganchó a este lector con la tensión que se genera entre Eulalia, la segunda mujer del protagonista, y los hijos del primer matrimonio recién llegados a Cuba, con la angustia de los damnificados en el conflicto civil español que desconocen la suerte final de algunos de los suyos, con la progresión de José Danilo en el trabajo, con las descripciones del trabajo del pailero en aquella Cuba prerrevolucionaria…
Me sorprende que el autor no haya iniciado la narración ahí, pudiendo incluir los pasajes adecuados de la primera parte de la novela, a modo de flashback, más adelante, técnica que no es ajena a Fernández Ortega en la segunda parte, y que maneja con soltura. Esa estrategia estructural, a mi entender, haría ganar muchos enteros a un libro que se lee con gusto y despierta el interés por el motivo principal del libro: la recuperación de una de las tantas vidas anónimas que han sustentado la historia de la humanidad.
Este último punto me lleva a una reflexión más general. Recientemente se ha revelado un éxito el tratamiento literario de lo autobiográfico, en especial, con autores como Karl Ove Knausgard, Elena Ferrante o Sergio del Molino. Mi muy admirado Rodrigo Fresán lo critica en una entrevista que aparece en la versión impresa de la revista Jot Down. Pero con la acumulación de relatos biográficos se abre una puerta a la autoría colectiva y a relegar por fin al autor a otro tipo de función creativa ajena al estrellato cultural. Bien es cierto que, con la excepción de Ferrante, que ha tratado de mantener su anonimato, los otros autores están muy lejos de cualquier tipo de autoría colectiva. Al contrario, hacen profesión de autoría y de su construcción mediática en sus relatos autobiográficos y en sus opiniones. Sin embargo, a mi parecer ese cambio es solo cuestión de tiempo. La ficción que defiende Fresán estuvo sacralizada en la literatura desde el inicio de la modernidad. El gran autor elaboraba buenas ficciones y el relato popular, que también contenía elementos ficticios, resultaba inferior y mediocre. Creo que es hora de reconsiderar ese juicio. Recientemente leí Brooklyn Follies, de Paul Auster. Aunque es un novelista irregular, ese escrito, que se construye desde una estructura oral que recuerda al David Copperfield de Dickens, es muy sugerente en su apuesta por narrar las vidas de los otros. El libro finaliza, precisamente, con esa propuesta, la de recopilar las vidas de las personas anónimas para familiares y amigos. Es lo que ha logrado Fernández Ortega con sumo interés, obviando ahora esas matizaciones subsanables que aquí se mencionaron.
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Carlos Gámez Pérez nació en 1969, en Barcelona, España. Estudió Ciencias Físicas, Historia de la Ciencia y Creación Literaria. Colabora con revistas como Sub-Urbano, La bolsa de pipas y Nagari. Es autor de un diario sobre sus vivencias en las cárceles de Nicaragua titulado Managua seis (2002). Ganó el IX Premio Cafè Món con la novela Artefactos (2012) y ha sido seleccionado para las antologías Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (2013) y Llegamos en avión (en prensa), así como para el primer número de la revista Presencia Humana (2013), dedicada a nueva literatura española extraña. En la actualidad trabaja en la University of Miami. En su bitácora personal, El blog de Carlos Gámez, estudia las relaciones entre ciencia y literatura.
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