Aficionada desde siempre a las rosas, eran mis favoritas aquellas nombradas “príncipe negro”. Ellas reflejaban la misteriosa esencia del corazón del hombre, florecido. La tersura de sus pétalos color borgoña, ejercieron siempre, sobre mí, su mágico atractivo.
Viví, en una ocasión, en un paraje bien cálido, casi inhóspito, donde apenas llovía. Era allá por el estado de Guerrero, en Hermosillo, Sonora. Un clima ardiente y seco regía, la mayor parte del año, las horas del bochorno.
Tenía, no obstante, una casita blanca, casi primaveral, donde una finas cortinillas de hilo claro dábanme al menos la ilusión del frescor que no gozaba.
Estaba en las labores de mi casa un día, cuando escuché un pregón por demás increíble en una voz quebrada e imprecisa.
-“Rooosas…roooosas… mérqueme asté las rosas marchantitaaa…”- Antes de repetirse la última vocal, y aún con la cadencia vibrando en el aire, Salí a mi puerta hurgando con mis ojos asombrados el sendero que despedía un vaho pegajoso y polvoriento.
Muy cerca de mí se allegaba una mujer sin edad, casi una esfinge de absurda estampa lastimera, que se cubría con un rebozo raído, de donde los colores habían emigrado como pájaros asustados.
Sus cabellos y su rostro estaban velados por todos los surcos del abandono, y las costras tejían guías por donde las secreciones se deslizaban de sus impávidos ojos.
Iba descalza, llena de sabañones y miseria. Llevaba una cesta de brazo, que más que cesta lucía como un monumento a las regaderas. ¡Tan vieja y llena de huecos como el cerebro de aquella infeliz!
En el cesto había ella colocado el más insólito y mustio haz de junquillos esmirriados y prietos.
Había, no obstante, algo de grandeza en su estampa polvorienta. Era como la ósmosis de los desiertos, algo que tenía que ver con el polvo del tiempo, con el mito, con la locura.
Muda ante su presencia, esperé por el gajo de secos junquillos que me alcanzaba su terrosa mano.
-Rosas, marchantita, mérqueme las rosas… vea asté qué bonitas. ¿no?
Siendo más fuerte mi misericordia que mi asombro, respondí:
-¡Oh, qué bellas!… ¿Dónde cultiva usted tan hermosas rosas?-
Y aunque la separaba de la cordura un abismo, me tendió la cuerda de su mirada para responderme:
-¿Ondi?, !En toas partes!; ¡las hay en todas partes… no más las riego… y salen!
-¿Ah, sí! …pues deme usted dos docenas –
Y contaba y recontaba la gavilla de su mano, sin pasar nunca de seis –Pos mire asté, güerita… no tengo más que seis… -dijo con un desolado gesto de desamparo.
-¡Véndamelas, no importa!- Y le urgí la compra de sus junquillos secos.
Quizás había perdido hace mucho la esperanza de que alguien creyera su fantástico sueño. Quién sabe desde cuándo hollaba los caminos desérticos recogiendo rosas “Ondi quiera”.
Quién sabe cuánto tiempo la arena y la resolana del inclemente sol despertaban de asombro al golpe sonoro de aquel eco quimérico. No sé, pero empezó a venir cada semana… y yo a comprar sus rosas inexistentes.
¡Cada semana seis rosas de la loca! A veces llegaba con una vaga y feliz mirada. – Mire asté, marchantita, éstas sí están chulas, las corté pa`asté… -Y se regocijaba la infeliz, abrazando cuidadosamente su gavilla de juncos.
Llegó un día en que esperaba a la loca como a una verdadera florista, que me acarreara los mejores capullos.
Un día llegó con sus gavillas bajo el rebozo. -¡Ah, conque viniste!, ¿eh?; ya me andaba yo quejando por no tener rosas que poner en mi búcaro.
-¡Ay, mi siñora!, están tan esmirrias… mire asté nada más…
Y sacó de bajo del embozo las seis rosas más bellas que nunca antes hubiera visto.
Me quedé anonadada, y ya que me hube recobrado, balbuceé:
-¿pe…pero de dónde las has sacado?
Se tiró el hilacho de paño que cubría a duras penas sus hombros y se fue sin esperar la paga, musitando; -¡De toas partes… las hay ondi quiera… no más regarlas… y salen!-.
Con mis rosas favoritas aún en mis manos, miré el contorno desértico, el alma caliza y soleada del pueblo donde sólo los cactus alzaban sus índices acusando a un sol inclemente.
Cuando a la noche las contemplé en mi búcaro, me pregunté seriamente: -¿Estarán allí esas rosas… o me ha vendido la loca su sueño?-.
¡Quién sabe…! ¡tantas veces ve uno rosas donde sólo hubo juncos!, ¡o juncos donde sólo hay rosas! ¡Por fin que las hay en toas partes…! ¡No más regarlas… y salen!-.
“Las rosas de la loca” forma parte de su libro de cuentos “Marejada”, publicado en febrero de 2010.
© All rights reserved Aleyda Cruz Espineta
Aleyda Cruz Espineta nació en Ciego de Ávila, Municipio de la Provincia de Camagüey el 22 de septiembre de 1930. Como escritora se inicia en Cuba con un poemario juvenil titulado: “Arabescos” (1952). Esa publicación novel la lleva a continuar estudios superiores en el Instituto Nacional de Bellas Artes, México, becada por el gobierno de su país. Allí se gradúa como profesora de Arte Escénico y es allí en la capital azteca que florece su genio artístico.
Declamadora profesional, actriz, escritora y destacada poetisa.
Reconocen sus méritos las personalidades literarias más competentes de Hispanoamérica, entre quienes se encuentran Nicolás Guillén, Cintio Vitier, Ángel Lázaro, Andrés Eloy Blanco, Guadalupe Amor, Margarita Paz Paredes, etc, etc..
Galardones obtenidos: Premio de Honor Hernández Catá, por su cuento costumbrista: “La Yegua Capona”; el Golden Poet Award de la Academia World of Poetry de Sacramento, California.
Actualmente reside en Miami. Tiene un libro de cuentos publicado: “Marejada” y tiene listos para la imprenta dos obras más: Antología Poética: “Diario de una viajera” y sus memorias: “La caja de zapatos”.