A George Franklin
Intento levantarme de madrugada y apartar las sábanas con ira ante un acto de voluntad indispensable para vivir este lunes. Me quito las legañas en los bordes de mis ojos. Voy al gimnasio. Y casi de una manera disciplinada, contabilizo los likes que mis amigos han depositado en el alféizar de tu historial de Facebook.
Sí…, la egolatría digital se despereza a partir de las seis de la mañana, pero disminuye al momento. Una vez tu figura de sesentón se ha ejercitado en la cinta del gimnasio bajo un 8 % de desnivel y 275 calorías de pérdida. Sí…, cuando el jamón de paletilla extremeña descansa en mi boca en forma de sándwich en el desayuno y te sientes más cerca de tu prójimo.
Tomándote un café bien negro; el día se inicia, mientras miras tus mensajes.
Conclusión: ¿Qué fotografía sitúo hoy en la red que me identifique como sujeto? ¿Qué imagen me remueve más el hígado o me une a mi comunidad?
La historia en este oficio surge, cuando yo me siento un viajero más en el transporte público. Mientras observo a la gente atenta a su teléfono, descubro por error que, en la app de mi cámara fotográfica del Huawei, aparecen las imágenes de los que transitan conmigo. Pulso el interruptor en modo silencioso. Cambio el punto de vista en el vagón, para captar aquel rostro que incita mi pupila hacia lo humano. Y desde el disimulo, lo detono tres veces para usurpar el estado emocional de quien allí se hospeda. El transporte en metro, se convierte entonces: en una tramoya sin telón de fondo. Los viandantes están ahí. La arquitectura de sus gestos la paralizo en blanco y negro y el color de sus emociones desaparece para dar paso a su verdad.
Historias
Los niños son el objetivo propio de su cámara interior mientras viajan. Abren o cierran el diafragma interno según su fin. Y no hay pudor en ver a nadie desde la nobleza de sus iris, ni ser examinados como alguien distinto a un adulto. Los hay quienes evocan su perfil para ocultar los sentimientos. Hasta los que, desde la pregunta inoportuna, son capaces de decir a su progenitora: Mira mamá… este señor se huele las uñas
El sueño o la inquietud. La atención ante el smart phone mientras el vaivén del trayecto tambalea tu figura. Las compras por hacer o el nerviosismo por el pago de la renta, transpiran a través de cualquier rostro allí reunido. A veces salta un cling en la entrada de un wasap. Otras, se dispara la música de Maluma junto a una joven dominicana en Instagram. Los paquetes se acumulan debajo el asiento de los pasajeros. Y en este instante, un señor se levanta para dejar su sitio a una señora marroquí que mientras cierra sus ojos, se encomienda a Alá para que la proteja de su desdicha mientras un anuncio de camisas de hombre, la protege a sus espaldas.
Hay individuos en el trayecto que se unen; y solitarios descansando en un asiento. Parejas que se atraen por su condición de género. E individuos que llevan su religión bajo una túnica mientras sostienen el lujo de su barba sagrada. Seres que aman Barcelona por la liberalización de sus costumbres. Y otros, por los brazos abiertos de quienes los reciben. Ahora se oye en la lengua materna de Juan Manuel Serrat una consigna por el altavoz que dice así: “Mantingue-vos atents a les vostres pertinences. Els lladres aprofiten qualsevol ocasió per prendre-us la cartera”. En resumen, nos dice que tengamos cuidado. Hay ladrones en el vagón; y nos pueden robar la cartera en cualquier despiste. La ciudad ideal no existe.
El vaivén del metro permite comprender las características de los que aquí cohabitan desde la buena fe. Bucear por los subterráneos de Barcino —nombre de la ciudad en tiempo de los romanos— para ir al trabajo o regresar a tu hogar, conlleva saber en tu trayecto que, aquí, no todos somos iguales. Y, por tanto, la diferencia merece un reconocimiento.
Mi recorrido sigue. El metropolitano aproxima el físico entre sus ocupantes. Acerca el hálito de tu boca a tu contiguo y da sentido a esta casa abierta a todo emigrante o refugiado que quiera acogerse desde la buena intención. Todxs somos uno, desde la pluralidad y el respeto: el oriundo y el recién llegado. En la estación de Sants, me apeo.
© All rights reserved Eduard Reboll