Desembarqué en Texas y así traicioné la última voluntad de mi familia comunista a la que prometí jamás pisar el imperio. La verdad es que tampoco fui nunca a Moscú. Al entrar me escanearon hasta el pelo y el corazón antes de ponerme el sellito en el pasaporte. Los escáners buscan algo que no está a la vista. Yo lo que escondo es que vine a ver a mi prima. Hace veinte años que no la veo, que nadie la ve o si la ven hacen la vista gorda. En todo este tiempo no ha podido moverse, ni viajar, ni volver, porque si se va ya no puede volver. Las migraciones de las personas no son estacionales como las de las aves y pueden durar toda la vida. Antes de llegar aprendí a decir “situación administrativa irregular”, que es mejor que “indocumentada”, “sin papeles” y mucho mejor que “ilegal”. Un día mi prima se cansó de todo y metió a su hijo de ocho años en una caravana para cruzar o saltar el muro. Sé que trabaja limpiando casas. Sé que tiene dos coches. Sé que tiene jardín. Sé que tiene pareja. Sé que acaba de ser abuela. Sé que llora todos los días por no poder volver a Perú. Y sé que habla inglés hasta cierto punto.
Estoy aquí porque una gran escritora que es, además, activista del español en Estados Unidos, me invitó a disfrutar de dos semanas de residencia artística en su casa. Cuando me lo ofreció fue la mejor noticia del año, iba a dedicarme por completo a la escritura y a cambio debía enseñar apenas un borrador de algo. Solo había un escollo: yo no hablo inglés. Por fortuna resultó que mi ignorancia sólo abonaba al trabajo de activismo por el español que hace la escritora en la universidad. Su departamento sufre la amenaza permanente de cierre y yo soy parte de esta lucha. No quieren ver que el español es la otra lengua de este país. Al menos en sus clases sus alumnos gringos lo hablan.
Debo ser la única escritora del mundo que no sabe inglés, me da mucha vergüenza no haberlo aprendido y por eso lo oculté durante años. Hace un tiempo decidí salir del clóset, dejé de usar el traductor de google y empecé a contestar en castellano los correos que me escriben en inglés para invitarme a cosas. Ah sí, me invitan porque un par de libros míos se tradujeron al inglés, me dicen que están bien traducidos aunque no puedo comprobarlo.
Llegar a la casa de una escritora célebre es como llegar a un país lejano. Lo primero que hago es robar un libro, supongo que para darme un poco de poder o encajar en el estereotipo, un libro suyo, escrito por ella, ningún otro libro. Este tipo de robo es un homenaje. Lo he metido en mi maleta por si acaso no me lo regala el día que me vaya de su casa. En la habitación que me ha dejado hay cientos, una torre de libros del suelo al techo porque este es el almacén de su obra y se supone que aquí debo escribir. No es como una biblioteca, a no ser que existan bibliotecas de un solo autor. Es más bien como un almacén donde se acumula lo que sobra.
Sus libros forman una especie de muro fronterizo alrededor de la cama donde duermo. Para cruzar la frontera y llegar a algún lugar debo pasar por ahí, cruzar los títulos, alojarlos un rato en mi cabeza y luego dejarlos ir, aunque algunos se queden grabados machacándome el cerebro como una cancioncita pop de la radio. Los repito como oraciones en medio de cualquier cosa, mientras me pongo un calzón o me limpio las orejas. Leo sus títulos hasta cuando respiro o me giro en medio del sueño. Es, digamos, un territorio literario ya conquistado, donde debo hacer mi nueva casa.
Solo hay sitio para mí y sus libros en este cuarto, formamos una extraña amalgama de páginas y carne y silencio, porque no hay nada más callado que un libro cerrado y una escritora muda, tengo algunos de esos en mi casa, perpetuamente embolsados. Su silencio es abrumador. Un libro embolsado sí que es peor que un churro en una bandeja cubierta con papel filmin o un queso, o una sola cebolla o una manzana cortada y embolsada en el supermercado. Cuarenta años después encontrarán ese plástico intacto en la garganta de un pez payaso. Algunos de sus libros también están embolsados, así que comienzo a soltarlos, araño el plástico con una uña y lo arranco con esfuerzo, como se arranca la piel de un pescado, lo hago con una decena de ellos, los dejo respirar junto a los otros como si los soltara de vuelta al mar y me miraran por última vez con sus ojos helados. Así los hago míos, liberándolos.
Ahora que lo pienso, eso de ser víctima del síndrome de la impostora es un recochineo comparado con esto. Dormir en este cuarto para alguien con bloqueo creativo es como si te pusieran pinzas en los ojos para forzarte a ver. Mi desasosiego aquí es, en realidad, de clase. De la clase de escritora que soy. Yo soy de la clase de escritora que come y no escribe. No tanto como debería. O no lo que debería. O no lo mejor que podría.
No sé por qué en esta casa el verde fosforito del aguacate es más verde y sigue verde aunque pasen las horas y ella me dice es el limón antioxidante, pero yo sé que no es el limón porque yo también le exprimo un limón al aguacate e igual se pone negro. Hay algo que no veo, algo que se oculta de mí. Algún día seré una escritora profesional y tendré una casa así, donde el blanco es blanco y el verde del aguacate es tan insultantemente verde y las palabras nazcan de las paredes y cosas más áridas. Me entrego al arte de la comparación. Cómo evitarlo si estoy dentro de la casa de otra escritora como una matrioshka defectuosa y mediana dentro de otra en buena forma. Pero dentro de mí, ¿quién vive?
He desarrollado en poco tiempo fobia a estar fuera de la habitación cuando ella está ahí, en la barra de la cocina abierta escribiendo en su portátil. Ya sé que es absurdo encerrarme para no ver a la escritora que me está dando casa y trabajo durante estas semanas, pero me hago invisible, me convierto en su hija adolescente encerrada en su habitación a todas horas. En dos días ya puedo distinguir de donde vienen ciertos ruidos sin cuerpo. Por la mañana creo que alguien ha puesto una lavadora. Por la noche abro uno de sus libros y leo: “¿Cómo es posible que alguien como yo dejara entrar en su casa a una mujer desconocida en una noche de tormenta?”. Me da un escalofrío. No sé quién es la mujer desconocida pero los cuentos borgeanos no funcionan en Texas, en ningún lugar cerca a la frontera. ¿A qué hora aparecen los vaqueros a atraparnos con sus lazos voladores? ¿A qué hora un huracán nos levanta por los aires, a qué hora se inunda el cuarto lleno de libros?
Debería salir a la calle y escribir de lo que hay afuera. Esta ciudad es como si hubieran construido una metrópolis galáctica en medio del Amazonas. Es tan verde y húmeda que no puedo creer que se eleven los rascacielos entre las moscas o crezcan clínicas carísimas para el tratamiento del cáncer entre los pantanos. O que Žižek viniera a visitar la NASA. Así es Texas.
Una vez viví varios años en la casa toda montada de una pareja de amigos y otra vez alquilamos una casa también con todos los muebles dentro. Y se siente muy raro, hasta escribí un poema sobre sentir que una vive la vida de otra gente en la casa de otra gente. ¿Será esto migrar? Una intrusión, una estancia incómoda en el espacio ajeno, una experiencia agorafóbica, pero con el miedo real a ser descubierta sin escapatoria. Por eso solo salgo cuando ella cierra la puerta. Entonces soy libre, cojo mi computadora y me voy al porche, porque imagino que lo mejor de vivir al sur de este país que no es mío, en esta casa que no es mía, en esta vida que no es mía, es tener un porche y sentarse a escribir rodeada de árboles enormes a los que se abrazaban los esclavos, pero no escribo ni una línea. Me distraigo con la nevera y la alacena, husmeo en las marcas desconocidas de los productos que consume, está todo en inglés y no sé qué es cada cosa pero picoteo de todo un poco como el pájaro de la fruta. Haga lo que haga limpio mis huellas como una criminal. Está todo tan pulcro que da miedo. No la he visto limpiar ni ha venido nadie a hacerlo. ¿Será esto el sueño americano, que las cosas se ensucien y se limpien solas?
Pero mi prima limpia.
Recuerdo que mi prima era la persona más limpia de mi familia. Fue la que me recomendó comprar siempre toallitas húmedas para limpiar todas las superficies cuando no hay tiempo para limpiar, o sea que ella ya era un poco gringa antes de estar entre gringos. Le hablaré de esta casa inmaculada cuando vaya a verla. La verdad no está muy lejos de aquí, son unas cuantas horas en coche. La escritora me ha presentado a un tipo que podría llevarme, Michael. Es un gringo afable, con el pelo revuelto y que habla español. Conduce una camioneta muy vieja, sucia y llena de idioteces y juguetitos, parece feliz o quizá es muy joven, pero no lo sé porque tiene demasiada barba. Es uno de los alumnos dela escritora y le gusta mucho la poesía. La verdad, es entrañable. El otro día fuimos a cenar una hamburguesa y la pasé bien. Tiene muchas ganas de enseñarme los pantanos y el golfo y los entornos de Bayou City un día de estos.
Salimos una mañana soleada, a su lado va uno de sus mejores amigos, Rob, un poeta negro muy grande, yo voy detrás, apenas puedo comunicarme con Rob porque no habla español. Así que me invitan marihuana mientras el gringo pincha música country. Me pone una canción y me dice que escuche la dulce fiddle de la canción de Lucinda de Lafayette. Ey, escucha cuando dice way down the bayou, la manera en que articula esa palabra, dice. Ey, este es el dúo más lindo de country que ha existido en este país, Gram y Emmylou son divina country music, dice. Dice que me llevará a los pantanos, que aquí son fantasmales, como de cuento, ciénegas rodeadas de bosques de cipreses, porque el mundo es más bonito cubierto de musgo, dice, porque es poeta y ve las cosas así.
Hacemos una parada en la gasolinera y veo que en la tienda venden un centenar de cabezas de cocodrilos con la boca abierta. El gringo me regala una bala con mi nombre porque dice que tener una es una tradición tejana. También nos comemos otra hamburguesa con el coche en marcha y siento que ya llegué a América y que algo de aquí me pertenece. Michael se da cuenta de que es nuestra segunda hamburguesa, que ya tenemos un pasado de hamburguesas y un presente de hamburguesas y que aún nos queda un futuro de hamburguesas.
La casa de mi prima está en Galveston. Aquí todas las casas parecen de muñecas, de madera pintada de colores intensos, con sus banderitas. Mis nuevos amigos me dejan en el portal y prometen que vendrán por mí al día siguiente.
Mi prima tuvo a su segunda hija en este país y a una nieta. Nunca las he visto en mi vida. La última vez que vi a mi sobrino dreamer era un niño pequeño, ahora es un hombre que trabaja como cocinero y que tiene una hija a la que mi prima, su abuela, cuida todas las horas en las que no limpia. Mi prima sale de la casa con la pequeña corriendo detrás de ella y nos abrazamos largos minutos. Abrazo por primera vez a mi sobrina adolescente y a mi sobrina nieta como si las conociera de algo.
Lo primero que hace mi prima, después de enseñarme su casa, es mostrarme las vistas al golfo de México, no muy lejos de ahí, y una zona rocosa en la que duermen un montón de focas como después de una enorme orgía. Pocos saben que las focas sueñan con medio cerebro mientras la otra mitad sigue en vigilia. Supongo que así ha vivido mi prima y su familia todo este tiempo. El sueño americano vivido a medias y sabiendo que en cualquier momento vendrán a despertarlos. Y lloramos por volver a vernos, justo cuando vuela una golondrina sobre nuestras cabezas, por todo lo que nos hemos perdido la una de la otra por culpa de los tarados que gobiernan el mundo.
En su casa empiezo a sentir muchísimo sueño, creo que es porque me siento de alguna manera en casa y no en la casa de alguien más, no le digo que estoy cansadísima, que apenas duermo. Intento dar lo mejor de mí, le hablo de la casa de la escritora, de la biblioteca de sí misma, de que sus libros han colonizado mi día a día, de que estoy paralizada. Ella me habla de las casas que limpia, de lo que paga de alquiler por ésta, de la familia en Perú que extrañamos. Anochece en su jardín, acuesta a la niña y vuelve con una botella de vino enorme, gordísima, nunca había visto una botella de vino igual, y me sirve y yo no puedo ni dar un trago, ella bebe varias copas, está borracha y melancólica, mi presencia le hace viajar a otro lugar, echar de menos, me cuenta que su marido tiene otra mujer, que va a dejarlo, por eso no está, la veo deshacerse entre mis ojos que empiezan a caer pesados y la dejo sola, sin darme cuenta.
Despierto al amanecer en el sofá, cubierta con una manta, no hay libros a varios metros a la redonda, respiro mucho mejor, y ella ya está levantada, la tele encendida en las noticias, Trump hablando imbecilidades que no entiendo porque no entiendo inglés; la veo lidiar con la nieta en medio de su resaca feroz, de pronto corre al baño a vomitar y sus arcadas se me meten al cuerpo, porque yo también siento el mismo asco por todo. Afortunadamente llega su hijo, mi sobrino, de su trabajo nocturno y se lleva a la niña. Pronto tendré que irme. La camioneta de Michael y Rob ya está afuera esperándome. Miro a mi prima tumbada en el sofá y me acuesto con ella completamente decidida a no moverme de ahí nunca más pero por la ventana vemos pasar a un grupo de gente haciendo ruido. Hoy se celebra el Columbus Day y por las calles de Galveston hay una pequeña manifestación en protesta formada por navajos, lakotas, quechuas, aymaras, taínos y shuars. Estoy en Estados Unidos viendo pasar a una turba de danzantes ecuatorianos, no lo puedo creer. Y quizá lo pienso como una señal y por eso tiro de la mano de mi prima como si fuéramos a unirnos a la comparsa indígena pero en realidad la arrastro hasta el coche, casi tengo que empujarla hacia adentro y cierro la puerta. Nos da un ataque de risa porque la camioneta es una cámara de gas de maría. El country suena fuerte y Michael acelera sobre territorio de huracanes. Durante el huracán Ike un tigre escapó de un complejo de animales salvajes y nunca lo encontraron. Rob me pasa el porro y bordeamos el golfo hasta la península que extrañamente lleva el nombre del libertador Bolívar, y Michael dice que no es un pantano pero al menos es una playa y lleva la camioneta casi hasta la orilla, abre la puerta, se quita la ropa y se mete al mar enloquecido. Las olas dan un poco de miedo pero mi prima entra hasta mojarse los muslos y grita en español que ha visto un delfín o un tiburón. Rob y yo lo buscamos inútilmente en el horizonte, miramos desde una loma de arena a Michael y a mi prima jugar como unos tontos entre las olas llenas de petróleo del Golfo de México.
Oscurece poco a poco en Bolívar Beach y los pescadores ocupan la bahía. Son mexicanos que llevan pequeñas lámparas en sus manos, casi no se ven sus cuerpos por la oscuridad y las cosas parece que se hicieran solas con hilos invisibles, las redes suben y bajan, se mueven por sí mismas sobre la noche que refleja el mar, se levantan y brotan del agua cargadas con peces rojos y robalos de gran tamaño como si las redes cazaran mágicamente animales voladores. Y ante esa imagen, por fin, entiendo cómo funciona todo.
Pronto estaremos lejos de aquí, pienso en ese instante, deslizándonos, también, invisibles, entre las gasolineras de las carreteras que parecen arder como naves luminosas, y juraremos que vimos cruzar al tigre del huracán en la líquida bruma del camino. Y solo Michael y Rob vendrán, con sus voces conmovidas, solemnes, recitando con el coche en marcha ese poema del negro Langston Hughes en una nube de humo espesa: I’ve known rivers / I’ve known rivers ancient as the world and older than the flow of human blood in human veins. / My soul has grown deep like the rivers. Y por algún extraño fenómeno mi prima y yo entenderemos a la perfección ese poema en inglés.
Al pasar por migraciones, la policía encontrará la bala con mi nombre y me la quitará violando mi derecho tejano y la segunda enmienda, pero por ahora aún estamos corriendo veloces hacia los pantanos de Texas. Porque algún día seremos parte de ellos y sobre el fondo turbio de nuestras almas crecerá el musgo dorado.
Del libro TURBAR LA QUIETUD editado por Gisella Heffes y Cristina Rivera Garza, publicado por katakana editores 2023 disponible en amazon
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Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana residente en Madrid. Ha publicado los libros Sexografías, Nueve Lunas, Llamada perdida, Dicen de mí y el libro de poemas Ejercicios para el endurecimiento del espíritu. Sus textos han aparecido en antologías nacionales e internacionales y han sido traducidos al inglés, portugués, polaco, francés e italiano. Es una de las cronistas referentes de su generación. Sus primeras historias se publicaron en la revista peruana de periodismo narrativo Etiqueta Negra. Fue redactora jefe de la revista Marie Claire en España y hoy publica regularmente columnas de opinión para Eldiario.es, así como una videocolumna en lamula.pe. Ganó el Premio Nacional de periodismo de su país por un reportaje de investigación sobre un caso de violencia de género. Es creadora de varias performances que ha puesto en escena junto a su familia. Recientemente escribió y protagonizó la obra de teatro Qué locura enamorarme yo de ti, dirigida por Mariana de Althaus. Acaba de publicar la novela Huaco retrato. @gabrielawiener