Hoy no voy a analizar una serie. No voy a escribir sobre un producto audiovisual de éxito para después conectarlo con un problema político de actualidad. No. Hoy voy a hablarles del argumento de una serie que he imaginado, como si estuviera introduciéndome dentro de Los muertos, la primera novela de la tetralogía de Jorge Carrión (Barcelona,1976), para narrar el argumento de un producto audiovisual, como hace el escritor catalán en ese libro.
Esta serie que imagino se inicia con un viejo que vive en un asilo, un anciano enfermo y solitario que un día descubre que no van a suministrarle la medicina que requiere para su tratamiento. No, al menos, en las fechas que le habían prometido. Los sanitarios que lo cuidan, asalariados, no pueden hacer nada. Así se lo explican. Pero él no lo entiende y entra en cólera. Gruñe, grita, refunfuña, no comprende ya el mundo que lo rodea. Sobre todo, amenaza a esos trabajadores de origen inmigrante, cuyos padres llegaron a la antigua metrópolis huyendo de la corrupción de sus países de origen. Pero son advertencias que se pierden por los pasillos del asilo sin que nadie las escuche mientras él se desgañita, en un plano largo que coincide con el final del primer episodio. Esa ira va a dar lugar a partir del segundo capítulo a una historia: la de la vida de ese anciano, la del joven de éxito que fue, un ambicioso estudiante de ciencias que, a partir de sus patentes, construye un imperio económico, una gran empresa de procesos bioquímicos que produce plásticos, explosivos, alimentos manufacturados y toda suerte de fármacos. Ese emporio se expande allende los mares a partir de las prácticas interesadas de su fundador, las tres misiones, como él las llama: extorsión, corrupción, explotación (de los trabajadores), y que detalla en la escena en la que se reúne con su mecenas, un viejo aristócrata europeo.
En los capítulos subsiguientes, el argumento narra al detalle sus viajes a África, Asia y los países del sur de América, donde consigue contratos suculentos para suministrar de materias primas a sus factorías y sus laboratorios a costes muy bajos, costes en los que se incluyen los sobres blancos que reparte entre diversos líderes de la zona. La serie entra entonces a presentar a los más diversos personajes: esos políticos comprados con el papel verde timbrado por el país del joven ambicioso, que disfrazan esa extorsión de discursos de independencia nacional; militares sin escrúpulos deseosos de acumular un buen arsenal, tanto en su tierra como en las naciones de sus socios comerciales; ideólogos, supuestos pensadores que se convierten en los voceros de la empresa del protagonista, cubriendo de hermosas palabras y buenas intenciones sus intereses económicos y geopolíticos, a las que él corresponde con suculentos premios y sociedades filantrópicas.
Es la hija de uno de esos supuestos intelectuales la que se enamora del protagonista, y en los siguientes capítulos de la primera temporada contemplamos cómo crece esa relación, al principio ilusionante, pero después teñida por el despotismo del protagonista y sus múltiples aventuras con otras mujeres, aunque a todas las trate con el mismo autoritarismo y la misma superioridad que a la primera. Para él solo sirven de attrezzo en su particular modus vivendi, además de proyectar el glamour del espectáculo en que se ha convertido su vida vista a través de los medios de la época, en su mayoría diarios y revistas.
Pero la primera temporada requiere de una trama fuerte, y esta se desarrolla en torno a la patente del medicamento que el protagonista sintetizó en el primer capítulo y que pretende convertir en el buque insignia de su imperio económico. Pese a que se trate de una invención que debería convertirse en un bien universal, producto de una investigación sufragada en parte por un Estado y sus impuestos, el protagonista pretende sacar una tajada suculenta, y la patente le permite que la explotación de su remedio médico se convierta en el motor. Solo al final de la primera temporada logra el protagonista la exclusividad de esa patente. Y ese modelo se convertirá a partir de ese instante en la forma en que se manejará la investigación científica. Sin embargo, es al final de esa temporada cuando descubrimos que el medicamento que tan insistentemente reclamara el protagonista en el primer capítulo no llega a Europa por culpa de las patentes. ¿Les suena? A mí también. Es lo que pensé cuando vi por pantalla a la presidenta de la Comisión pataleando porque a Europa no llegan las vacunas que se patentan y fabrican ahora en otros lares. ¿Pero quién inventó el modelo de funcionamiento de los laboratorios farmacéuticos? Parece que no lo recuerda.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.