La causa subyacente fue la ambición empresarial, extraña pero bien financiada, de Ted. Su herencia, para nada insignificante y depositada por giro bancario según lo ordenara su padre (que contaba con una salud de hierro y que no tenía el menor interés en el suspenso mórbido de los testamentos y en los hijos impacientes), se la podría haber despilfarrado hace mucho si hubiera tenido una visión un poco más ambiciosa. Más o menos cada ocho meses, desde que cumplió los dieciocho años, a Ted lo cautivaba alguna visión más bien menor, aunque en ese momento se sintiera monumental: una visión que ubicaba y cultivaba en la cabeza junto al ascenso capitalista de su propio padre (relacionado al equipaje). Nunca, ninguna, pero ni siquiera una, jamás llegó a concretarse, aunque algunas, increíblemente, tomaron vida propia gracias a los constantes anuncios en las páginas amarillas y demás. De todas formas, se le seguían apareciendo. La cuarta visión es la que nos interesa aquí. A Ted se le ocurría una idea, para un invento, un servicio, una especie de operación intermediaria, o para lo que fuera, y primero hacía dos cosas: (1) darle un nombre, al invento, servicio, u operación intermediaria, y completado el paso 1, (2) pagarle a un buen amigo con experiencia en diseño gráfico muchísimo dinero para diseñar el logo, la tipografía, las tarjetas de presentación, los anuncios, y cualquier otra cosa relacionada con eso. El dinero no era problema, para nada.
La cuarta visión, la relevante en este caso, se le apareció a este emprendedor destinado a la riqueza muy a su pesar en el tercer año de su ridículamente cara y casi prestigiosa universidad privada. Una de las clases que tomó ese año (por error, ni siquiera estaba en el edificio correcto) se llamaba “Transnacionalismo y Fronteras” o algo así. Ted leyó sólo cuatro páginas (menos del uno por ciento) de todas las lecturas asignadas, pero asistió con esmero a todas las clases, en las que se sentó en silencio, enganchado con el mismo interés constante pero medio estéril con el que uno sigue el partido en la televisión al otro lado de un bar ruidoso. No sacó nada en limpio de la clase, pero la palabra “transnacionalismo” le empezó a gustar. El profesor, por supuesto, usaba mucho el término y, aunque este estudiante en particular jamás entendió su significado más elemental ni menos que menos sus implicaciones más profundas, Ted se encariño con el prefijo “trans”. Empezó a aparecer en sus garabatos y, con el paso del tiempo, sus primos semánticos (transportación, traducción, trascendencia, Transilvania, trasplantar, transexual, transmisión), cuando aparecían, por alguna razón, le llamaban la atención. Y así es que se venía una visión, como se mencionó antes, en este caso la cuarta de una serie larga y aún prolífica. Ted concluyó que todas estas cosas “trans” tenían grandes implicaciones para el futuro. Al menos eso había entendido de su profesor, a quien le apasionaba bastante todo este asunto: el transnacionalismo era el futuro, o algo así. Y un negocio, convertido algún día en una gran corporación, estaba por surgir de este momento “trans” en la historia del mundo. Ted miró su lista de términos, cuál llevaría a cabo: transportación ya estaba básicamente tomada, trasplante era demasiado técnico, con transexual no ganaría mucho dinero, etc. Hasta que llegó a traducción, del latín trans + ducere. Crearía un instituto de traducción, o compañía o servicio, que traduciría cuando la gente lo necesitara y, según su profesor, habría mucha necesidad.
Así que lo primero que había que hacer, obviamente después de gastar siete mil dólares en toda la cuestión gráfica, era contratar a algunos traductores. Los de francés y alemán fueron fáciles de encontrar, pero al joven CEO se le había metido en la cabeza que cuanto más larga fuera la lista de idiomas de los que su empresa pudiera traducir, mejor. Ted no era diseñador gráfico, pero tenía la imagen mental de una publicidad que fuera enumerando el largo listado de idiomas en alguna fuente tipográfica imponente, bien espaciados, y que cuanto más largo, pues…
Y esto es lo que más le molesta a Ben. Él también asistió a ese centro de educación superior que, de nuevo, cuesta tanto que, si sus padres hubieran invertido el dinero de la cuota, el alojamiento, los libros, el teléfono, la medicación recreativa, los pasajes de nuevo a casa (en cuatro años eso suma un poco más de ciento cuarenta mil dólares) en un CD, mercado monetario, plazo fijo, cuenta de jubilación, o cualquier fondo de inversión que pague poco impuesto, y se hubieran encargado de simplemente mantenerlo con vida y alimentarlo, consiguiéndole trabajos como repartidor de diarios o pizza o como procesador de datos o cualquier otra cosa hasta que tuviera treinta y cinco años para evitar entrar en deudas, él se podría haber jubilado, casi casi, gracias al mercado en alza, que, básicamente, lo hubiera convertido en millonario. Pero sus padres no hicieron eso, así que compartió el piso de la residencia estudiantil con Ted el emprendedor en su primer año.
Ben, nuestro héroe, tomó para poder completar el requisito de lengua extranjera un idioma oscuro. Se trata de un idioma europeo, pero muy europeo del este, completamente marginal en casi todas las genealogías lingüísticas, apenas relacionado con la familia indoeuropea. A duras penas. Báltico quizás, eslavo probablemente. El idioma que antagoniza al francés y al italiano en el espectro no oficial de idiomas para una noche romántica. Este idioma casi no recibe mención por fuera de su hábitat natural, aunque es el idioma hablado por aquellos desafortunados que cada quince años, más o menos, ya sea gracias al fascismo, el comunismo, o alguna desinformación geopolítica, se vuelven el centro de la atención internacional mientras ellos y sus vecinos lingüísticos se hacen cosas horribles en el nombre de la nación, la religión, la etnicidad, etc. Al ser un idioma tan poco apreciado, rara vez asoma, incluso en universidades estatales gigantes, lugares donde hasta se aprende y se enseña, digamos, el flamenco, cosa de poder juntar algunas mesas en algún barcito cerca del campus al final del semestre y poder celebrar esta cosa flamenca que han sabido construir. Pero gracias a un soñador profesor en parte eslavo (que probablemente haya escrito una de las mejores tres solicitudes de becas de la década) se juntaron suficientes fondos para crear un programa en la instrucción de este idioma. Este profesor, que no entendía de razones, creía que una vez que el programa se lanzara y se superara la inercia inicial en su contra, los estudiantes comenzarían a inscribirse en su curso, y a apreciar la simple belleza del idioma, y a querer aprenderlo para poder entender mejor la agitación social que habla esta lengua, una agitación que, el profesor sabía, no estaba por acabarse. Muy al comienzo del semestre, Ben, ni un poco eslavo ni mucho menos báltico, perseguía en vano a su interés romántico (para quien era un halago, pero no gracias), quien sí era eslava y quien se había anotado en este curso. Ben, entonces, también. Al principio pensó “estaré con ella en clase y veremos qué pasa”, pero esperando en realidad dejar la clase y a ella, o que ella los dejara a ambos, o sólo a él, pero es que…este profesor, caramba. La suya no era una clase normal de idioma. No fue que hizo que Ben se enamorara del idioma, sino que lo forzó a darse cuenta de que era su responsabilidad global aprenderlo, y de que dejar el curso tras haberlo conocido, aunque sea en su nivel más superficial, era una especie de acto inexcusable de negligencia sociohistórica. Esto previno que Ben dejara el curso en un principio, pero más entrado el semestre, cuando el juicio histórico inculcado en Ben comenzaba a decaer, el idioma se le volvió a vender desde otro ángulo. El profesor no podía permitirse perder ningún estudiante. La financiación futura dependía de las inscripciones. No sólo era importante mantenerlos inscriptos, sino que además necesitaba que se inscribieran en el segundo semestre y luego en el segundo año y así sucesivamente. Pronto, Ben se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer para sacarse una nota menor a una A-. Era directamente imposible. Así que se quedó durante tres semestres, incluso después de que la muchacha eslava se trasfiriera a otra universidad en Indiana. ¿Cuánto aprendió? No mucho. Algunos saludos básicos y un poco de conversación, unos cuantos cientos de palabras, un puñado de refranes extraños. Un poema escrito por un sobreviviente, o una víctima o testigo. Lo suficiente como para que Ted incluyera este idioma, y a Ben como su traductor, al final de la impresionante lista de diecinueve idiomas en la publicidad de su compañía.
“No. No. Ni loco, Ted”, protestó Ben al principio. Ted le retrucó, en una supuesta cena de negocios en un restaurante caro, que nunca nadie iba a pedir el servicio de traducción en este idioma. Hacia el final de la cena Ben estaba borracho, pero seguía intransigente. Su reticencia finalmente se quebró en el momento en el que aceptó escuchar a Ted darle los mismos argumentos mientras bebían una botella y media del mismo vino seco pero con cuerpo en el mismo bistró la misma noche, pero una semana más tarde, otra vez como gasto de la compañía. Porque, realmente, ¿qué es lo peor que podía pasar?
***
La carta llegó cuatro años después de la creación del instituto de traducción, dos años y tres cuartos después de impartir sus últimos servicios (en italiano). Decía:
Queridos damas y caballeros que correspondan:
Escribiendo esta carta por ayuda. Yo viajaré pronto al suyo país para una reunión con mi familia grande en los tres meses. Muchos años atrás pasó un difícil evento que sucedió y que yo no me comuniqué y no estoy comunicando con esta familia grande. Sufrir mucho yo para esto. Con la suerte puedo viajo al suyo país para encontrar con esta familia grande para perdonar a yo. Español pero yo no hablar. Por favor, entonces, por favor, yo pagar para la traducción. Octubre 19 este año. Querer encontrar con hombre traducción semana antes que la reunión familia grande.
Gracias muchas,
Goran Vansalivich
Ted el emprendedor, que hace mucho ya había pasado a otras cosas no sólo mas grandes sino mejores, se dirigió rápidamente en su nuevo deportivo japonés al departamento de Ben, carta (y un memo absurdo del instituto) en mano, a demandar sus servicios. Una hora más tarde, Ben regresó de jugar al béisbol vestido (irónicamente, ahora parecía) con el pantalón de su alma mater, y se encontró a Ted negociando por celular la compra de una empresa pequeña de cajeros automáticos que, finalmente, no que importara, lo volvería todavía más rico.
“¿Te volviste loco?”, preguntó retóricamente Ben, ya en su cocina unos momentos más tarde. Ted, no tan tonto como habíamos pensado, le respondió:
“Este es tu adelanto. Te llamo en unos días con más detalles”. Y como quien no quiere la cosa dejó un cheque sobre la mesada de la cocina. Ben, a pesar de los ciento cuarenta y pico de dólares que sus padres habían gastado, realmente necesitaba el dinero en serio, pues se había abusado a lo loco de su línea de crédito en todo, desde la adquisición metódica de todos y cada uno de los discos importados de Hendrix hasta la celebración y observación estricta de la Noche Internacional del Sushi (que cae en cada martes impar). Los pantalones, de hecho, eran lo único que daban cuenta de sus ocho semestres de educación en las humanidades. Eran unos buenos pantalones, pero ni modo.
Así que ahora Ben tenía un poco más de dos meses para (¿re?)aprender el oscuro idioma en cuestión. De milagro encontró unos materiales viejos (un libro de texto y una pila de tarjetas ayudamemoria) y con el adelanto de casi cuatro dígitos de su amigo se propuso alcanzar un nivel con el que no habría podido ni soñar en ese carísimo campus arbolado. Dos días después, Ben ya manejaba el material del segundo semestre y estaba cómodo con el uso del tiempo presente y palabras como “perro”, “lavabo”, y “primer ministro”. Tratando de encontrar más material, Ben buscó frenéticamente en internet, aunque sin éxito, a su viejo profesor, que a esta altura debía estar ganando una fortuna en el Departamento de Estado. Después contactó a varias escuelas, institutos y librerías en busca de más material, hasta que finalmente no le quedó otra que conformarse con hojear un diccionario viejo en la biblioteca del centro de la ciudad. Se dedicó a eso durante tres días enteros y aprendió palabras como “orquesta”, “leyenda”, y “diamante”. A mitad del tercer día, se le ocurrió, como una especie de ejercicio espontáneo, describir el burrito de su almuerzo en este idioma (“grande”, “sabroso”, “marrón”, “poderoso”, “sincero”), pero se dio por vencido y, practicando el discurso de renuncia (en español) que le daría a Ted, se fue aliviado a la casa, donde más tarde encontraría en el buzón la primera parte de sus exorbitantes honorarios.
En la reunión preliminar, para la cual Ben se había preparado memorizando una serie de diálogos introductorios, direcciones a estaciones de tren, y preguntas sobre orígenes geográficos, el hombre ocupó la mayor parte de la conversación. Era bajo y delgado, vestía zapatos excelentes, y portaba un mentón notable. Tenía los ojos verde oscuro. Ben oyó con atención y escuchó:
Mi nombre es Goran Vansalivich y yo bla usted bla. Bla años atrás mis hermanos (¿pasiva?) bla por bla. Traté bla de bla (¿reivindicarme?) pero no pude. Sus hijos pequeños (¿pasiva?) bla de mi país y bla a su país, bla bla bla bla. Traté de explicar por qué yo bla ni bla bla, pero ellos bla bla bla en fín bla bla bla bla.
Sudando, Ben asentía con ganas moviendo con la cabeza. Mientras bebía el café, que Goran habría de invitarle, como si fuera un aperitivo, finalmente pudo balbucear (mascullando la diferencia entre el presente y el pasado, que de repente había olvidado) lo que pudo haber sido “entiendo” o “entendí”. El hombre continuó:
Ahora treinta y cinco bla yo bla a bla con mi familia, con mis sobrinos y bla. Trato de bla pero ellos bla hasta que yo bla y ahora que finalmente puedo bla bla bla, pero bla. En una semana en la bla bla bla junto a la bla orquesta, trataremos bla de bla bla con mi familia y yo, espero, bla bla (¿cocina?) bla.
Y cuidadosamente apoyó la mano en la mesa junto a una taza vacía y miró a Ben, que tenía hasta los dedos de los pies tensionados. Sin error alguno (dejando de lado el acento, la entonación y la acentuación) Ben emitió la frase “Espero poder ayudarlo la semana próxima”, que se había aprendido de memoria para la ocasión, y le extendió la mano a Goran, esperando poder despedirse y dar la reunión por terminada.
Pero Goran continuó, más rápido y molesto:
Pero ellos bla bla no entienden por qué bla bla bla (¿amenaza?) bla bla bla mi hermano bla bla bla arma del otro hombre bla bla bla bla bla bla. Si yo bla elijo bla bla yo bla bla entonces quizás bla bla puerta bla bla bla tumba. Pero si yo bla elijo bla bla, yo bla bla mudo bla bla (¿tiempo futuro?) no bla juntos, no bla o bla bla bla, pero solo, sí, solo bla bla bla bla bla bla bla. Usted debe bla, usted no debe bla, sí, yo, no, bla bla bla [las manos de Goran aprietan una garganta imaginaria, alza demasiado la voz, como nos lo hacen notar todos a nuestro alrededor, volteando sus cabezas para nada disimuladamente para ver qué pasa] bla bla, y luego, ¡bum!, mis hermanos, mis hermanos, bla y yo bla, pero no, bla, no, no bla, ellos creen que yo bla, pero yo no, no, no y no, jamás, no, no, no, bla, oh, bla, bla bla bla (expresión que significa “nada termina nunca”).
Y antes de que Ben y su incomprensión quedaran expuestos, Goran se disculpó pasándose la mano por la frente y salió del café, tras dejar en la mesa un billete reluciente de cincuenta dólares por dos cafés y el bizcocho de arándanos que Ben había dejado desfigurado.
Después de la reunión, Ben se pasó la mayor parte de los dos días siguientes borracho y/o en la cama. El período del “y” había sido un período particularmente desagradable y gris entre el sábado a la noche y el domingo en el que Ben se la pasó negociando sin éxito con sus ariscas e intransigentes sábanas. La primera actividad que Ben pudo llevar a cabo fue ir al videoclub. Implicaba ponerse de pie, moverse por el departamento, cambiarse, salir de la casa medio presentable (con los dientes cepillados, el pelo peinado, y los zapatos puestos), manejar durante cinco minutos, estacionar, estar con otras personas, pasearse por la tienda, decidir, pagar, conducir de vuelta otros cinco minutos. No era una tarea menor, pero sí la apuesta más segura en su misión, desganada pero inevitable, de reinserción social.
La tienda era enorme con unos cuarenta mil títulos. A veces sólo le hacía falta eso: cuarenta mil películas. Horas y horas de aventuras cinemáticas transferidas a video. A veces necesitaba saber que podía elegir entre más de cuarenta mil títulos todos y cada uno de los vehículos de John Candy y seis documentales distintos sobre los Hell’s Angels, para poder convencerse de lograr alquilar exactamente una película. Ese día añoraba el videoclub familiar de barrio de los años ‘80 y su somero inventario: entre cincuenta y cien opciones, algunas películas nuevas (el término “estreno” todavía no había nacido), algunos extraños musicales viejos o películas de Cary Grant, una o dos películas con mujeres desnudas, una obra temprana de Steve Martin, y La guerra de las galaxias. Y ya. Pero esta tienda nueva, esta tienda “mejor”, bueno…
Así que se paseó por la tienda un rato largo hasta que empezó a sentirse como en un museo malo. Hizo una nota mental de unos veinte títulos que “tal vez” pero ninguno terminó por llamarle la atención. Siguió deambulando pensando en sus calcetines. Bostezó.
Por último, llegó a la sección de cine extranjero. No siempre había sido así. Había habido una época en la que sus aspiraciones intelectuales, un leve sentido de la cultura, lo atraían a esta agresiva y respetable sección burguesa, “cine extranjero”. Allí, los pronombres franceses y las coloridas imágenes del subcontinente indio adornaban las pequeñas cajas con promesas diferentes. Allí, supuestamente reside el arte. Tonteras. Hoy, ver una película no significaba leer una película. Pero por lo menos su deambular ya se había tornado cómodo y predecible, y no tan doloroso.
La primera pista no fue realmente el idioma sino el mentón del protagonista. No era que era más grande de lo normal, sino más puntiagudo y prominente. Un mentón angular y casi amenazador que era igual al de su profesor, al de la muchacha, al de Goran, y al de las fotos en blanco y negro en los artículos periodísticos. Un curioso gen dominante. Subtitulada, no doblada. El idioma original intacto. Mejor aún, acompañado por su equivalente en español. Resucitado e inquieto, Ben tomó la película y se dirigió con una delicadeza urgente hasta el mostrador de la tienda con el tan esperado libro de texto bajo el brazo.
Ben volvió a casa a toda velocidad, pasando en rojo el único semáforo del camino y sin siquiera encender la radio. Ya en su departamento, se horrorizó con el tiempo que le tomó a la señal ir del control remoto a su televisión y videocasetera. Con una combinación de manía y miedo, metió el casete cuidadosamente en la máquina. Se sentó sobre un banquito tapizado hecho de cajones de leche. Ben miró la película entera encorvado sobre dicho banquito, inmóvil, con las llaves de casa todavía en la mano.
Durante los siguientes cinco días, Ben vio el video veintiséis veces. La película duraba ciento dieciocho minutos. Si le sumamos el tiempo que Ben se pasada rebobinando, pausando, repitiendo, transcribiendo e imitando, llegamos a unas más de diez horas diarias de instrucción. El segundo visionado, separado del primero por una apresurada gotita de pis en los calzoncillos y la toma de lápiz y papel, dio inicio al proyecto de transcripción de Ben. El hombre más menudo (inteligente, pero débil y apologético) hablaba bajito y rápido, lo que enfurecía a Ben. Su compañero de celda era más animado y petulante y hablaba, por suerte, más lento, por partes, como si todo fuera un discurso importante o un sermón:
“No puedo evitar lo que hice, pero lo, lo, lo, siento, siento, siento, mucho, mucho, mucho. Ja, Ja”.
“Disculpas y tonterías. Tonterías y disculpas. Las mejores amigas del canalla, cuando lo atrapan”.
Ben odiaba al hombrecito ese y se alegraba de que él también finalmente hubiera sido capturado y encarcelado junto al líder al que había traicionado. Era como si hubieran adaptado sin mucha imaginación una obra de teatro a la pantalla: escena tras escena de conversaciones en la celda. Había un guardia sádico que aparecía cada tanto.
Ben miró el primer tercio de la película cuatro veces seguidas, determinado a aprendérsela de memoria y seguir adelante. Al tercer día, forzado a tener que salir a comprar pilas para el pobre control remoto, Ben recitó, casi cantando:
“Cometí un error, una equivocación. Soy un hombre. Eso es lo que mejor nos sale”.
“¡No! Eso es lo que más nos sale. Lo que mejor nos sale es pelear por la perfección, la justicia, la verdad. No vas a estar aquí por siempre, Petre… ¿cómo quieres vivir cuando salgas? ¿En la prisión de la falsa libertad, o como un guerrero de la verdadera liberación?”
A mitad de la cuarta ronda de memorización del segundo tercio, mientras la cinta se rebobinaba según la indicación del valiente control remoto, a Ben le entró la urgencia de saber cómo iba a terminar esto. Era como si la primera vez que había visto la película se le hubiera evaporado de la memoria. Así que se sentó, dejó reposar el lápiz, y hasta le dio un descanso al control remoto.
Una mujer, unas cartas leídas en voz alta, una golpiza, y luego otra. Un segundo guardia que era en realidad un infiltrado. Una recompensa, o la promesa de una recompensa. Dos hombres despachándose con monólogos larguísimos, llorando salvaje y descontroladamente, plano secuencia de unos quince minutos o más, desesperación y colapso, sin refinar, sin coreografiar, y sin editar.
El departamento de Ben había estado prácticamente a oscuras por unos días ya. Su vivienda y su cuerpo emanaban unos olores hostiles. Las cosas, en todos los sentidos, se habían vuelto un poco desordenadas, también en todo sentido.
El final parecía un poco inconcluso o al menos abierto. Convencen al hombrecito, pero ¿quién? ¿Quién es realmente el líder? Se revela que el líder había estado quebrado y ahora se lo ve con el dinero prometido. ¿Acaso una trampa? ¿Habían engañado al hombrecito para que denunciara de nuevo (esta vez sin saberlo) a su mentor y héroe, aunque no lo fuera para nada en realidad? Demonios. El final. ¿Qué pasaba?
A Ben no le gustaba esto. Bueno, un poco sí, pero en realidad no. Estaba más cautivado que satisfecho. Ya se había olvidado de todo el asunto del idioma extranjero y había visto toda la película de principio a fin para poder llegar a la verdad. Incluso había llegado al extremo de poner un espejo de cuerpo entero en el lugar exacto para poder ir al baño sin tener que frenar la película. A esta altura ya casi ni comía. Sólo lo que tuviera a mano. Una banana, una lata de frijoles, un pan de molde, rodaja por rodaja, con la bolsa rectangular de plástico hecha un bollo a su lado como si fuera una mascota aletargada.
¿Y si se trataba de un documental? ¿Podía ser? ¿Acaso eran cámaras ocultas? Había tan pocos cortes, tan pocos cambios en los ángulos de las cámaras, casi ningún primer plano. ¿Podía ser?
Ben busca la caja de la película, quiere ver los halagos de los críticos para ver si hay alguna información sobre el estudio o la compañía de video o lo que sea. Una pista sobre esto, sobre esto que lo tiene devastado. Pero no es el caso, la caja es una caja genérica de plástico transparente. Si hubiera alquilado Con Air: Riesgo en el aire era lo mismo.
Ben se duerme un rato. Puede que no haya decidido quedarse dormido. Es o muy temprano en la mañana o muy tarde en la noche. La luz en su departamento ya es bastante mala y además todas las cortinas están bajas y fueron pegadas con torpeza a la pared, acaso por Ben. Instintivamente, Ben enciende la televisión y la videocasetera desde su posición higiénica (para nada envidiable) en el sillón. El casete no responde. Ben entra en pánico y maldice. La cinta, parece, fue eyectada. Ben se acuerda de que la casetera está diseñada para rebobinar el video si la cinta fue vista hasta el final y luego eyectarla. La mirada de Ben se pierde en el casete que sale del aparato. En el título original y su traducción, Cautivos, que Ben piensa seguro sea impreciso.
Ben se queda quieto un rato y evalúa la situación. La película lo intriga, pero no tiene nada más que lo reconforte. Está exhausto y hambriento, bajo la luz tenue de su debilidad psicológica. Se tiene que relajar. Es decir, no le queda otra que relajarse. Lo suficiente como para ver la desagradable trayectoria de su vida en un simple primer plano triste. En la posición actual, está en una pendiente descendiente menor, en un año entero de descenso leve, que le siguió a un periodo corto de un descenso sin dudas mucho más dramático dentro de ese periodo más temprano que, incluso ahora desde ese asqueroso sillón, sólo puede figurárselo como “la separación”. Todo el resto, el pasado propiamente dicho de su vida, que ha quedado escondido en el horizonte lejano de su miseria, es tan sólo un recuerdo y, por eso, no se lo puede ni poner en duda. Tenía que ver con algo sobre el potencial, la promesa. En líneas generales en ascenso, impávido ante algunas ligeras pendientes. Igual que la población mundial o una cuenta de jubilación. No hay otra palabra para describir su olor actual más que inaceptable.
Mira el video otra vez, gateando hasta el aparato, quizás en un gesto irónico. Se desploma (de nuevo, la ironía es una posibilidad) y mira la película recostado justo debajo de la televisión, viendo por sobre la frente, hacia atrás. La única certeza es que cualquiera puede ser comprado, pero no queda claro quién compra a quién ni por qué ni a cambio de qué ni quién sale ganando. Al final, el hombrecito es el único ganador obvio, y hasta él parece no tener idea de nada.
Después de aguantar unos veinte minutos del ruido lluvioso, enojado y caótico, que emitía la televisión que había quedado encendida, Ben se va al baño. Se ve al espejo y la imagen le produce asco y desilusión; esperaba algo incluso peor. Empieza a llenar la bañadera, cansado e inquieto. Al sacarse la ropa le sorprende el aroma maduro, dulce y rebosante, de su piel. Está orgulloso de su olor, como si producir ese hedor hubiera sido el verdadero proyecto de los últimos días, como si esa fuera su característica más valiosa. Levanta el brazo derecho doblado, baja la nariz y la lleva hasta su axila peluda, cierra los ojos, y respira profundo por las fosas nasales, disfrutando los últimos momentos de esa repugnancia. El olor es tan potente y extraño que tiene que mirarse al espejo una vez más para verificar que realmente se trata de él y no de un impostor rancio. Es él, aunque su pelo está haciendo unas acrobacias que no ha hecho nunca ni que jamás volverá a hacer tampoco.
El agua del baño emite una versión líquida de su olor tras un poco más de un minuto. Vacía la bañadera al mismo tiempo que deja correr la ducha para evitar tener frío. El drenaje lento y sistemático del agua del primer baño le recuerda a Ben a cálculos matemáticos, aunque no sabe si eso está bien. Sentado en la bañadera ya casi vacía, Ben se enjabona, poniéndole especial atención a la entrepierna que, pese a toda el agua, todavía genera sospecha. El segundo baño le permite sumergir la cabeza y el torso, y apoyar las plantas de los pies contra los azulejos de la pared. Se relaja y siente como el pelo flotante va olvidando su comportamiento reciente. El agua parece zumbar y canturrear en silencio. Ben empieza a fantasear con una bañadera divina de temperatura regulada y se imagina a asistentes sueltas de ropa con jarras de agua humeante, pero está demasiado cansado como para seguir desarrollando la idea. Vacía la bañadera y se enjuaga con el agua de la ducha. Se enjabona y se lava el pelo dos veces más. Se afeita dos veces también. Mientras tanto, no puede evitar pensar en el evento que se aproxima, aunque trata.
Gracias a la boda de su hermano, hace nueve meses, Ben sólo tiene asociaciones positivas con respecto a su traje, aunque no hay mucho más que pueda consolarlo de camino al evento. Toma un camino poco común para llegar, casi hacia el Este, conduciendo desde una vetusta punta suburbana hasta la otra. Ben ha estado en Londres, Roma, Costa Rica e incluso en el Cairo, pero jamás ha tomado esta parte de la calle, que a otra altura pasa justo por la casa de su infancia. El paisaje no le dice nada. En lo único en lo que puede pensar, mientras cada cierta cantidad de millas un cartel anuncia la población y la fecha de fundación de los pueblos, es en equipos de fútbol de escuelas secundarias, tiendas que venden amplificadores de guitarras, y lotes de autos usados.
El salón está frío y tiene forma cuadrada con un techo ridículamente alto. Goran enseguida lo saluda. Además de ellos dos, sólo han llegado los proveedores del catering. El traje y los zapatos de Goran están impecables. Tiene en la mano un vaso con un líquido transparente y mucho hielo.
“Buenas noches”.
“Buenas noches”.
“¿Pudo encontrar el bla fácilmente? Estoy muy bla por el bla de esta noche”.
Ben se arma de valor y trata de mantener la calma. Las fantasías de haber aprendido el idioma milagrosamente mirando la película ya están hechas trizas, pero Ben se siente un poco más confiado. Recita un parlamento de la película. Increíblemente no se acuerda quién lo había dicho.
“Por favor, esto es importante, hable despacio, por favor. Me siento un poco raro esta noche”.
Goran responde con la sonrisa justa, mirando las piernas y los pies de Ben como constatando la veracidad de sus palabras.
“¿Algo para comer o beber, tal vez?” responde Goran, hablando más lento, gracias a dios. “Por aquí”, dice tomando con cuidado a Ben bajo el brazo y llevándolo hacia los meseros. Bajo las luces tenues del salón, las cicatrices en la sien de Goran, esas ruinas dermatológicas de algo entre acné y una quemadura, brillan espantosamente.
A Ben le sirve un trago una mujer gorda negra quien, en contraste con su chaleco y su moño negros, resulta ser en realidad morena. Emborracharse surge como una opción, pero pronto la suprime. Ben ya está nauseabundo.
“¿Dónde está el…?” pregunta señalando hacia donde piensa que debería estar, pero sin poder recordar la palabra, y se sabe condenado.
“¿El baño?” Ben reconoce el término y lo repite, con la esperanza de probarle algo al anfitrión. “Por ahí”, dice Goran señalando hacia el lado opuesto con un dedo cargado de anillos.
Ben se apura. Un estrépito urgente en los intestinos le hace sudar la frente. Goran le grita algo con entusiasmo, pero es completamente inentendible para Ben. La entonación sugiere algo irónico del tipo “no te pierdas” o “te voy a estar esperando”, pero la única palabra que Ben cree entender es “diente”.
El desafortunado espectáculo de un estreñimiento a causa de una dieta a base de pan, derrocado de repente y sin piedad por un cuadro nervioso, sería mejor evitarlo. Basta decir que, con los pantalones bajos hasta los tobillos, el saco colgado a las apuradas del gancho de la puerta, la corbata acomodada por encima del hombro izquierdo, y el trasero bien plantado en el inodoro, Ben está convencido de que con algo, de alguna forma, va a mancharse. El asiento, incluso para Ben que es bastante alto, está demasiado elevado, lo que lo fuerza a ponerse en una posición incómoda, lo opuesto a estar en cuclillas. Un grafiti adorna el baño, un símbolo o una especie de logotipo, casi todo tapado por una capa de pintura que se aproxima, pero no logra ser igual, al color del resto del baño.
Quince minutos más tarde, Ben sale del baño, camina por un pasillo por el que no recuerda haber pasado antes, y entra al salón principal. Ya llegaron todos. Deben haber llegado en un convoy o caravana porque ahora están todos aquí. Están parados lejos de Ben y de Goran y del bar y de la comida que Goran compró para ellos. A Ben le impresiona una vez más el mentón. Ese gen dominante de proporciones maquiavélicas. Vuelve las relaciones sanguíneas obvias, incluso desde lejos. Gracias a este mentón y al cabello rubio de un hombre que se casó con alguien de la familia, Ben puede reconstruir todo el árbol genealógico, que ahora se tuerce desmañado por la brisa implacable de esta reunión reacia. Los hombres están de pie, sospechosamente cerca los unos de los otros, incómodos en sus trajes, las manos en los bolsillos, sin ningún trago. Las madres pelean y baratean con los niños más chicos, demasiado jóvenes para entender el boicot colectivo a los tentempiés. Dos madres negocian sin éxito con niños haciendo berrinche. La otra mujer logra atrapar entre las piernas a su pequeño demonio, que se retuerce. A cada minuto, más o menos, uno de los niños logra soltarse y sale corriendo hacia las golosinas. La madre, furiosa, acude al padre y consigue un poco de ayuda con su exasperación. El padre camina rápido, enojado; su andar es pura autoridad paternal. Cuando llega, le instruye al niño: “¡Ven aquí!” Lo toma con fuerza del antebrazo derecho. Lo da vuelta y le da una palmada en el trasero, no tanto para lastimarlo sino para mandarlo de vuelta con el grupo, donde corresponde que esté. Cada uno de los cuatro padres hace esto o algo parecido al menos una vez.
Goran está lejos del grupo hablando rápido con una mujer vieja. Juntos tienen todo el cabello canoso del salón. Los jóvenes padres detrás del boicot parecieran no tener sus propios padres. Entusiasmado, Goran le habla a la mujer tomándola del brazo, como lo había hecho con Ben antes, y manteniéndola cerca del pecho. Su cara redonda casi le esconde el mentón. Casi. Asiente hasta el hartazgo. Con la cabeza en una posición derecha primero, que luego se inclina hacia el hombro izquierdo. Cuando llega a unos sesenta grados, vuelve a saltar hacia arriba, con el espíritu de una máquina de escribir. Goran parece quererla tanto. Aunque la cabeza de ella se mueva mucho, su rostro permanece inmutable.
Ben, que está trabajando, regresa junto a Goran para poder ayudarlo a comunicarse con esta mujer. Goran le sonríe a Ben mientras cierra los ojos:
“Ella es mi hermana. Hacía treinta y cuatro años que no la veía. Ella no puede hablar. Muy triste. Ella bla bla bla el año pasado”.
Así pasan veinte minutos. Ben está parado al lado de Goran y de su hermana, que no para de mover la cabeza, escuchando el monólogo de Goran y agradeciendo a dios no tener que traducirlo. El resto de la familia sigue descomponiéndose. Las madres se han rendido y los niños se atracan con galletas, cubitos de queso blanco y naranja, y trozos de zanahoria. Toman bebidas expendidas de un tubo especial, que da acceso a seis tipos distintos de refrescos. Los niños obligan a la mujer negra a confirmar esto, probando cada uno de ellos. Las madres se sientan en sillas plegables, demasiado exhaustas como para mantener las posturas y las posiciones que les requieren sus rígidos vestidos. Los hombres se apiñan. Ben no tiene nada que hacer ahí y se escapa al baño.
De regreso a la antireunión por el pasillo, Ben se encuentra con una de las madres sin padres. Es un miembro biológico del clan del mentón. El pasillo es tan angosto (puede que no sea ni reglamentario) que Ben y la mujer deben sincronizar su pasaje, volteándose en paralelo a la pared. Ella empieza a darse vuelta antes que Ben, que se detiene y la mira, a la espera de una oportunidad. Tiene los ojos azules grisáceos. Son grandes y la piel a su alrededor está tirante; las líneas de expresión se extienden hacia fuera. Debe llorar con frecuencia. Además de esos ojos, magníficos y expresivos, su cara es en parte común y en parte fea. Ben es más alto, pero ella es más grandota. Su falda de poliéster hasta la rodilla le hace acordar a Ben a la bibliotecaria de su escuela. Ella le devuelve la mirada, impaciente, mientras Ben se da cuenta de que, por defecto, es el mas buenmozo de la sala esta noche.
“Permiso”, dice ella, entre amable y molesta.
Ben empieza: “No, ehm, mmm, qué…” Hace seis días que no habla en su propio idioma con otra persona. Confundida, los ojos de ella se agrandan. Además de que probablemente también tenga que hacer uso del baño.
“¿Pero qué…qué demonios…?” Él se toca la cara tratando de concentrarse, de buscar la forma más corta de preguntar lo que en realidad debería ser una larga pregunta: “¿Qué demonios es esto?” Ahí fue su mejor intento.
Ella sacude la cabeza. “¿Esto?”
“Esto”, tartamudea, “este maldito evento”, dice perplejo, con los brazos en alza gesticulando hacia todo el espacio a su izquierda y a su derecha, y al otro lado del pasillo, hasta que los brazos le chocan con la pared. La vergüenza y el dolor en la mano le devuelven sus facultades verbales: “¿Qué está pasando aquí? ¿Quiénes son todos ustedes?”
Ella hace una pausa y lo mira a los ojos como si él le hubiera estado preguntando qué hora es cada dos minutos durante la última hora.
“El tío Ben”, dice entre dientes con un tono burlón ácido, “es un asesino”. Ben vuelve a enfocarse y no hace nada. Se quedan los dos mirándose a los ojos sin entenderse. “Él mató a nuestros padres”, lanza como toda una chismosa. “Con permiso”, dice y pone el hombro derecho por sobre el izquierdo de Ben, lo que lo fuerza a quedarse contra la pared para que ella pueda pasar e ir a hacer pis.
Unos minutos después, Goran se acerca a Ben, que estaba tratando de comprender qué era lo que le había sentado mal en el estómago mientras intentaba llenar los enormes espacios vacíos en la narrativa dispersa de la mujer, repasando las frases “sentencia de prisión”, “estatus de refugiado”, y “agencia de adopción” en todo tipo de escenarios.
“Estamos por empezar”, dice Goran, todavía sonriendo.
“Necesitar, poder, deber, eh…” balbucea Ben tratando de encontrar el verbo correcto para construir su oración. “¿Podría decirme lo que va a decirles a todas estas personas?” Ben respira hondo, ahogado casi por su propia sintaxis.
“No lo sé”, responde Goran lento. “Me disculparé. No deberías bla. Hablaré lento bla”. Y luego levanta los brazos hacia dos decenas de sillas reunidas frente al podio y el micrófono. A todo volumen, Goran les dice a sus familiares: “Por favor, siéntense”.
Ben, imaginando ya distintos escenarios de humillación y fracaso, se da cuenta de que le ha llegado la hora. Un par de diálogos de la película todavía le dan vueltas por la cabeza: ‘No soy quien crees que soy’, ‘Exacto, eres quien pensaba’. “Siéntense, por favor, todos”, dice en voz alta, disfrutando casi de la autoridad de decir las palabras de otro.
La familia migra hacia las sillas, reacios y letárgicos. Los hombres están impávidos. Dos de ellos, familiares políticos del clan, se sientan en los extremos opuestos de la primera fila. Las madres reúnen a los pequeños. La mujer del pasillo reta a su hijo usando la palabra “demonios”.
Goran se posiciona detrás del podio. Le queda alto, pero le es indiferente. Hay conectados unos parlantes, así que sus palabras resuenan:
“Quiero agradecerles por bla aquí esa noche”.
Goran, todavía sonriendo, mira a Ben.
“Él, eh, quiere agradecerles por venir esta noche”. Ben le devuelve su propia sonrisa forzada.
“Hace muchos años bla, nuestra familia bla un muy malo bla”.
Goran pausa. Ben pausa.
“Hace muchos, muchos años, a nuestra familia le pasó algo muy malo. Eh, una cosa mala. Muy mala”. Ben mira a la familia, esperando a ver quién se animará a desenmascarar al charlatán primero, pero todos tienen la mirada fija en Goran.
“El bla bla entró a nuestro pueblo e hizo que todos eligieran entre la bla y la muerte”. Goran pausa.
Ben pausa. Pausa. Levanta el vaso, su vaso completamente vacío, y se lo lleva a la boca para hacer tiempo, sintiendo cómo se iba hundiendo en su lugar, alejándose del mundo a su alrededor, que pronto comienza a derrumbarse.
Justo en ese momento los dos hombres sentados en extremos opuestos se levantan. Uno es alto, el otro es ancho. El alto tiene un peinado horrible. Largo atrás y corto adelante. Lleva puestas botas de cowboy con el traje. El otro definitivamente levanta pesas. Se nota que su corbata es de mala calidad y no lleva una chaqueta encima de su camisa de manga corta. Bruscos, los dos se acercan al podio. El salón está en silencio, excepto por la estática que sale de los parlantes. Una de las niñas, contenta de ver a su padre, de pronto exclama “¡papi!”. La cabeza de la hermana de Goran asiente ahora mucho más rápido, como un metrónomo programado para la sección del allegro de la noche.
Antes de llegaran a él, Goran se da vuelta y le dice a Ben, enunciando tremendamente cada una de las palabras: “voy a necesitar tu ayuda ahora”.
“Hijo de puta”, le dice el que no lleva chaqueta, enunciándolo claramente también. Intenta agarrar a Goran, pero se choca con el podio. Furioso, muele el podio a pedazos. El otro se atraganta con el último paso, se tira hacia atrás, y le da un puñetazo a Goran en la cara. Goran se cae y el tipo de la corbata barata se le sienta encima para poder golpearlo sin tener ni que pensar en lo que está pasando. El traductor se apura a socorrer a su cliente, derriba al cowboy, que se cae encima de otros dos. Los siguientes tres o cuatro segundos son irreproducibles sin la ayuda de una fotografía cuadro por cuadro.
El problema principal es la bota. Habiendo golpeado primero en el muslo, ahora mismo surca el trasero del traductor en dos y se calza aferrada a un lugar de obvia inserción. Hay muchas cosas que están sucediendo ahora mismo también. El que levanta pesas está más o menos tirado encima del traductor. Hay sangre de otra persona, parece, en la manga del brazo que está agarrando. El llanto de los niños y los gritos de las mujeres increíblemente se logran oír, su alta frecuencia no se inmuta ante el ruido sordo de los golpes y los quejidos de la melé a su lado. Pero la bota de cuero de cowboy, adornada con punta de plata, metida, sí, metida en su trasero: éste es el problema principal. El objetivo inmediato de Ben es levantarse y desprenderse de la bota usando el ya mencionado brazo ensangrentado como palanca. No muy lejos, se escucha la voz de su cliente, algunas vocales y consonantes sueltas con su acento. Ben tira del brazo para poder levantarse, pero la bota lo sigue, con igual o mayor fuerza. El tipo de las botas pareciera estar montándole todo un numerito al cliente y está disfrutando de esta estabilidad. El trasero de Ben le ofrece la oportunidad de dañar rápida y eficientemente al cliente. El cuerpo que está encima de Ben (cuya cabeza se la pasa diciéndole cosas del tipo “hijo de puta” “malparido” y “maldito seas” en un acento marcado pero inespecífico de la costa Este) se movió un poco. El cliente tira del pelo del hombre (¿tal vez de Maine?) para lastimarle bien la cara.
A Ben se le ocurre que Goran no está emitiendo sonidos de sufrimiento y dolor nada más. Hay algo ahí también parecido a la risa. El tipo grandote se baja de encima de Ben, la bota ya casi lo deja en libertad. Dos mujeres (lo sabe por sus zapatos) se acercan a la pila y regañan a los combatientes, usando sus carteras para un propósito dudoso. Se le ocurre a Ben que Goran tal vez sea del tipo de hombre que no ven la relación entre un traje de tres mil dólares y una pelea como excluyentes. Muy a pesar de Ben, alguien intenta reanudar la pelea, aunque la bota por suerte ya ha logrado desprendérsele.
En ese momento, dos de las mujeres más grandotas de la familia y uno de los meseros logran desmantelar la pila, llevándose a los atacantes de los pies. El que había estado encima de Ben se mueve y patalea como un pez fuera del agua.
Goran se levanta, con mucha dignidad para alguien a quien le sale sangre de ambos agujeros de la nariz. Las esposas de los dos hombres les gritan a sus hoscos y agitados maridos en un unísono indistinguible. Las madres se apresuraron a llevarse a los niños. Los dos hombres que no participaron de la pelea están parados, en silencio y con cara de piedra, junto a la mujer que asiente con la cabeza. No da ninguna señal de que va a dejar de moverla, aunque ahora el punto de retorno se encuentra más cerca de los setenta y cinco grados.
Goran se sienta en una silla, lleva la cabeza hacia atrás, y comienza una serie de contorsiones faciales. Mientras tanto, sistemáticamente examina el flujo de sangre de cada una de sus fosas nasales, palpando la zona alrededor de la nariz con un dedo distinto con cada nueva expresión. No se decide por ninguno y en cambio toma una pila de servilletas gruesas de la mesa.
De todos los invitados, solo quedan los otros dos hombres y Ben. Las esposas, los maridos ensangrentados, y la señora de la cabeza han desaparecido. Los meseros se quedan lejos, a salvo detrás de una mesa, tomando algo y recogiendo lo que quedaba del queso. Los dos hombres se sientan. Tienen rostros oscuros y el cabello negro brilloso. Sus caras evidentemente provienen del mismo lugar, pero uno de ellos parece haberlo llevado más lejos. Su nariz, orejas, labios, e incluso su mentón son más grandes, anchos, gruesos, y filosos que los de su hermano. Ben, con el trasero dolorido, mira a Goran, que ya no sonríe mientras trata de arreglarse la cara con las servilletas.
Goran sostiene una servilleta ensangrentada de un rojo brillante frente a su cara, la mira como si estuviera reflejándose en un espejo de mano. Habla en un tono monótono: “No les dirán a sus hijos que yo maté a sus padres. Yo no lo hice”.
“No les dirán a sus hijos que él mató a sus padres. Él no lo hizo”. Ben mira a Goran mientras dice esto, el pecho se le infla a medida que las palabras le van saliendo con facilidad.
“Sí que lo hizo”, protesta uno de los hermanos. “¡Bastardo!”
“No lo hice”, dice Goran con calma. Pausa. Después de que algunos de sus intentos discretos fallaran, se levanta, retuerce la punta de una de las servilletas y se la mete en la fosa nasal derecha. Con una voz más nasal, continúa: “No los bla a ellos, pero no podría bla a ellos. Quería bla a ellos, créanme, pero no pude”. Este “bla” es la misma palabra que se repite.
“¿Qué significa…?” pregunta Ben, repitiéndole el sonido de la palabra desconocida a Goran.
Goran se quita la servilleta de la nariz y estudia su saturación: “Hacer algo para que no se mueran”.
“Quería prevenir que les sucediera, quería salvarlos”, dice Ben en una voz conciliatoria a los hermanos, “pero no pudo, aunque quería”.
“Me hicieron ver”, le dice Goran a la servilleta. Reinserción.
“Qué pavada”, dice uno de ellos.
“Está mintiendo”, dice el otro.
Ben mira a Goran: “Creen que estás…que esto…que todo es una pavada y una mentira…lo que has dicho”.
Goran aparta la mirada de la servilleta y examina a Ben con un interés parecido. “Yo amaba a mis hermanos y hermanas. Yo quería morir en su lugar. Ahora quiero que mis sobrinos y bla sean mi familia”. Ben continúa mirando a Goran y viceversa hasta que él termina de hablar. Ben mira a los hermanos taciturnos y de nuevo a Goran, luego a sus propios zapatos. El trasero le sigue doliendo, aunque menos. Empieza a traducir, pero uno de los hermanos le gana de mano:
“No deberíamos ni haber venido hoy. Lo hicimos solo porque la tía Sonja nos lo pidió”.
Mientras Ben empieza a buscar las palabras en el idioma de Goran, el otro hermano continúa: “No puede hablar, apenas puede escribir. Le tomó diez horas escribir una línea. Decía: ‘Escúchenlo. Nada más. Escuchen. Por favor. Escúchenlo’. Pues escucharemos, pero nada más”.
“Sí, a la mierda con él”, agrega el otro a modo de conclusión. Su enojo se hace notar a través de las patas de la silla, que chillan contra el piso cuando él usa las piernas para mostrar su desdén.
Ben piensa que tendrá que parafrasear un poco esa última parte, pero que podrá con el resto sin problema, pero Goran interrumpe: “El bla es el bla. Quien no muere es quien más desea morir”.
Ben levanta la mano y les pide a ambas partes, en dos idiomas, que se callen y que esperen un momento, por favor, ahora.
Habiendo entrado en calor, ahora uno de los hermanos continúa, hablándole más que todo al otro, que casi sonríe, aparentemente disfrutando de la intimidad de su antagonismo compartido. “En serio, ¿cómo es que alguien así puede entrar y salir como si nada de este país? Es un conocido criminal. No solo mata a los suyos. Todos conocen su mala reputación”.
Ben siente un alegrón al recordar la imagen de la página donde aparecía la palabra “reputación” y su equivalente en el diccionario de la biblioteca. Aunque tal vez era la palabra “putrefacción”.
“Esperé toda mi vida desde ese bla día para bla con todos, con mi familia que yo bla, que yo no lastimé a nadie”. Goran baja la mirada y mueve las servilletas ensangrentadas sobre la mesa como si estuviera jugando al solitario.
“Por favor, basta, por favor, un momento”, continúa Ben casi riéndose de su impotencia.
“Si pudiera, si fuera esa clase de hombre, si supiera que no me van a atrapar, lo mataría ahora mismo”, declara con orgullo el hermano más menudo. “Estaba hinchando por Earl y Tommy. En silencio, por los niños. Pero se lo tenía merecido”.
Excepto los hermanos, que se turnan, todos están hablando al mismo tiempo. Ben ya casi está hablando en lenguaje de señas, habiendo incorporado todo tipo de gestos a su sinsentido bilingüe para poder silenciarlos a todos en el salón, pero nadie le hacía caso. Con frecuencia, Goran da un puñetazo contra la mesa cada vez que proclama su inocencia. Los hermanos contraatacan señalando con el dedo, a Goran, a Ben, a ellos mismos.
Apretando los dientes, pisando fuerte, y casi saliéndose de si mismo de la exasperación, Ben invoca la autoridad del traductor al grito de “¡Ya cállense la boca!”. Lo repite en inglés, confiando en que Goran va a entenderlo. Esta integración sorpresiva de un tono urgente y un intenso pataleo era el tipo de cosa que le habría valido un helado u otra vuelta en calesita de su madre hace más de una década.
El salón está en silencio. Ben se sienta, sin poder decidir por dónde y cómo empezar, cuestionando la fuente y la naturaleza de su interés por estar ahí en primer lugar. Goran ha construido un asterisco, las puntas ensangrentadas de las servilletas se tocan en un punto único, sus bordes todavía blancos irradian hacia fuera. Los hermanos se ayudan a ponerse los sacos del traje que se habían sacado hace unos momentos. Ben se muerde los labios y baraja media docena de frases mezcladas que tiene en la cabeza.
Por fin Goran saca una chequera y una lapicera del bolsillo interior de su chaqueta. Hace un cheque y se lo entrega a Ben. Tiene un monto de veinticinco mil dólares. Es de un banco local y contiene el nombre completo de Goran y su dirección. “Para cada familia”, dice.
“Quiere darle esto a cada familia”, dice Ben al darle el cheque al de la cara más exagerada.
“¿Para qué?”
Ben traduce.
“Ellos me creerán”.
Ben traduce.
Los hermanos empiezan a susurrar entre ellos, asintiendo y negando con la cabeza.
“No es suficiente”, se regocija uno.
Ben traduce.
Goran hace otro cheque y se lo da a Ben. “Treinta”, anuncia.
Uno de los hermanos le arrebata el cheque de la mano y lo examina. Saca un bolígrafo de su propio bolsillo y escribe en el cheque. Se levanta para dárselo directamente a Goran, pero Ben intercepta el cheque y revisa la alteración. “Quieren cincuenta cada uno”, le informa a su cliente.
Goran le hace señas a Ben para que le de el cheque y escribe algo en él. Cuando está por terminar, uno de los hermanos se dirige hacia él para tomarlo. Ben levanta el brazo a la altura de su pecho y logra detener al hermano y recoger él mismo el cheque. “Cuarenta y cinco”.
“Que se vaya a la mierda”, dice uno ya harto, haciendo sonar la “r” con fuerza.
Durante unos minutos, nadie habla. Los meseros están sacando las bandejas y las cajas de botellas por la puerta trasera.
Luego a Ben se le ocurre la mejor idea en años, del tipo que solo se le viene a la mente por una distribución caótica de la pura suerte. “¿Qué les parece si…?” anuncia frotándose el mentón. “¿Qué les parece si les paga treinta y cinco ahora y otros veinte en cinco años, pero solo después de confirmar con sus hijos que les están diciendo la verdad?”
“¿Qué dijiste?”, pregunta Goran como si se hubiera perdido una frase clave en una película.
“¿Qué verdad?”, desafía uno de los hermanos.
Ben silencia a Goran con el dedo índice y se dirige a los hermanos: “Que no mató a nadie”.
Los hermanos se consultan con la mirada. Uno dice, “¿y si no lo hacemos?”
Como puede, Ben le explica el plan a Goran, quien se muestra intrigado. El traductor vuelve a dirigirse a los hermanos.
“Ese es el trato. Tome o déjelo”.
Goran acompaña lentamente a Ben hasta su auto en medio del aire fresco del estacionamiento. “Cuando vuelva en cinco años, quiero que seas mi bla de nuevo”.
“¿Tu qué?”
“Mi traductor”.
“Claro. Por supuesto”.
Goran mete la mano en el bolsillo y le da a Ben un cheque. “Gracias”. El petiso hombre adinerado se dirige hasta un auto que lo está esperando.
Bajo la luz tenue del estacionamiento, a Ben le cuesta diferenciar los dígitos del cheque. Todo el torso se le estira cuando varios órganos internos (pulmones, corazón, colon) responden de inmediato a las buenas noticias. Mientras tanto, la noche fría le provoca un espasmo en la mandíbula y la boca, lo que hace que sus dientes se choquen y repiquen unos contra otros involuntariamente, y que los hombros le den un saltito, acompañados por un canturreo bajo que Ben ni nota. Al no poder retomar el control de la parte superior de su cuerpo, Ben simplemente asienta con la cabeza y sonríe con la boca que se le abre y se le cierra, sin lograr recordar cómo se responde a “gracias” en el idioma de Goran.
© All rights reserved for translation Denise Kripper
Todd Hasak-Lowy es escritor, traductor del hebreo, y profesor de escritura creativa en el School of the Arts Institute en Chicago. Es autor de colección de cuentos The Task of This Translator (2005) y la novela Captives (2008). Escribe también libros para jóvenes y niños.
Denise Kripper es traductora literaria y profesora de literatura y traducción. Es además editora de la revista Latin American Literature Today. Vive en Chicago, donde es miembro fundador del colectivo de traductores Third Coast Translators Collective.