El pasado miércoles 11 de junio, en Buenos Aires, Argentina, la editorial Buenos Aires Poetry presentó el volumen “La Tarde del Elefante y Otros Poemas”, del poeta argentino Luis Benítez. Acompañaron su lanzamiento los poetas y estudiosos Florencia Abbate y Emmanuel Taub, así como el editor, el poeta y ensayista Juan Arabia. El texto siguiente fue leído por Taub durante el encuentro.
En las raíces de un poema habitan los fantasmas del poeta, sus miedos, sus pasiones, sus vicios. El espíritu del poema es inaprehensible pero al mismo tiempo une al hombre con el lenguaje del espíritu. Podemos extasiarnos y conmovernos con la lectura de un poema, pero difícilmente podamos explicarlo. Podemos sentir la música del lenguaje poético atravesar nuestro pecho como una daga –y tal vez esta sea la experiencia de no-ser: de no-ser volver a ser el mismo después de un gran poema–, pero difícilmente podamos saber qué daga atravesaba el pecho del poeta al despuntar su escritura. Ya lo decía Paul Valéry, una de las peores maldiciones para un poeta es que le exijan explicar un poema. El poema no tiene explicación porque la poesía no tiene explicación. La poesía es. Y ya es mucho decir, y lograr, que la poesía sea. La poesía está ahí, brota, aparece, en la madrugada, en el abismo de la noche, o en las mañana intoxicadas por el sinsentido de esta vida en la que a-parecimos. Y por ello creo en lo que no podemos explicar.
Me gusta una frase que escribió Franz Rosenzweig a principio del siglo XX sobre aquello que hace imprescindible a la poesía como arte. Según el pensador judeo-alemán, “si bien es cierto que uno puede ser hombre sin hacer poesía, solamente puede llegar a ser hombre si hubo una vez en que se dedicó a hacerla”. Luis Benítez es esta clase de hombre, porque es poeta, con letras mayúsculas, aquellas que sólo te conceden poemas mayúsculos. Y hoy estamos aquí para celebrar ello. La tarde del elefante y otros poemas es un libro extraordinario; en sus diferentes acepciones. Es extraordinario porque abre ante nosotros todo el lenguaje poético de Benítez, llevándonos a recorrer su universo de lenguaje, sus sueños, sus fantasías, el mapa de sus fantasmas. Pero también es extra-ordinario, porque en este mundo poético que Benítez nos propone, todo aparenta ser cotidiano al tiempo que uno avanza entre los versos hasta que de pronto esa supuesta calma se mueve, como si se pusiese borrosa o se trastocase, y allí se nos abre ese más allá de lo ordinario. Esta poesía nos endulza con la bella musicalidad hasta que esa (aparente) armonía se deforma. Y en esa deformidad ese otro mundo extra-ordinario nos permite dar una paso hacia delante de la realidad. A veces me pregunto si una de las tareas de poeta no es devolverle al mundo la irracionalidad que lo gobierna: el silencio y la nada debajo del mito, lo inexplicable, lo inhumano del hombre.
Pero volvamos a lo extraordinario de estos versos, poemas que nos sorprenden y nos interpelan. Porque en la musicalidad del poema, en esos versos construidos como una ciudad que se ensancha, de pronto cae la noche y allí sus monstruos, o nuestros monstruos, y allí el universo de animales y bestias que interactúan con el hombre, la otra bestia que mira, que asesina, que teme. Le tememos a lo desconocido y a lo que no podemos comprender. Por ello se emparentan el universo del poema y de las bestias de la fauna de Benítez. Ya lo dijo Edmond Jabès: “La poesía es la espada cuya vaina es la música”. Y esta espada en manos de nuestro poeta esgrime la batalla entre lo pequeño y lo gigante. Otra vez: en la poesía de Luis Benítez la batalla que se extiende es entre el mundo de lo gigante y el mundo de lo pequeño, una metáfora –tal vez– de aquellos que están siempre ahí, debajo de las sombras de quienes gobiernan la ciudad, el mundo, o el universo. Pero este juego es más complejo, porque aquí la batalla no es entre bien y el mal, entre poderosos y derrotados, sino una batalla con las reglas de la naturaleza en donde el hombre por momentos es un espectador y por momentos es también otra bestia que participan. Las hormigas, por ejemplo, aquí gobiernan en su andar por el mundo, entre las grandes cortinas teatrales del mundo. Las hormigas y las moscas que para el poeta anuncian la presencia de la muerte, o la ausencia de la vida. Escribe Benítez: “Es como un ronroneo, no llega al zumbido, / que dice sin embargo que el enemigo humano / no dejará de perder la batalla por ese descubrimiento: / detrás de las paredes millones de hormigas invisibles / cruzan mapas infinitos contra mapas infinitos transversales” (p. 26). Son las “tiernas crueldades” de David frente a Goliat, como también de nosotros ante el mundo o la ciudad, ante el elefante y su tarde entre las calles, entre el león y el leopardo. Escribe otra vez el poeta: “ni la fuerza del brazo que tensa la cuerda de víbora seca / es la potencia del hombre vivo / lo que el dibujo no comprende y eso entonces lo captura / porque los dibujos no comprenden / el aterrador terror de lo pequeño / lo diminuto como el arco y el hombre / que salen a cazar lo inmenso / dibujando con arena de colores / por él mismo / recuerde / porque siempre es de provecho / lo pequeño / dibuja y caza exactamente lo que quiere” (pp. 24-25). Y como antes dije, el leopardo también está entre estos versos, como parte de lo pequeño, pero la pregunta que aquí se nos presenta es si ser pequeño es ser segundo, o ser segundo –ese otro que no es uno mismo ni tampoco aquel que detenta el poder del tamaño– es una metáfora de nuestros tiempos de ciudades majestuosas y ciudades pequeñas, de zoológicos como prisiones, del miedo a lo salvaje como miedo a lo diferente. Y entonces los leopardos no son solamente los “hermanos menores de los membrudos leones”, sino además, un leopardo es –como aparece en la belleza de estos versos–, “una bestia que siempre está bajo la lluvia. / En los plenos mediodías / sólo exhiben las sombras / que les ha dejado por hábito / la extensa habitación de las junglas. / Si los vemos bicolores apenas / es otra demostración de su astucia, / las apariencias son siempre / el corpóreo truco de todos los pequeños” (p. 22).
Esta batalla se extiende a lo largo de las páginas del libro. La batalla tiene mil rostros que son metáforas, que son un laberinto. Sin embargo, en las raíces pareciera haber una lucha y una tristeza: la tristeza de la batalla misma en un mundo naturaleza al que Benítez le da palabra y lo expone a la luz de nuestros ojos humanos; pero también la tristeza de un mundo que crece sin cesar y que nos aturde. La batalla entre la naturaleza y el mundo tecnológico –aunque sea en el pequeño y bello detalle de una trucha contra el reel de una caña de pescar– en donde la naturaleza intenta hacerse nuevamente de un mundo que tal vez alguna vez fue suyo, de un paraíso que el hombre confinó al olvido del Libro y humanizó. Eso que Benítez pone en palabras en el genial poema “Truchas en el ocaso sureño” cuando escribe: “El hilo flotaba blando como un hombre descuidado / en el espejo líquido de un cielo nublado / nada le había avisado / en su simple condición de materia / que un ser vivo lo había tendido hacia el otro / por un cruel pacto unilateral / algo que de veras no era un pacto / entre un mundo agitado / por apenas cien mil años de historia / (algo que parece un fallido experimento: / cada año parece confirmar este fatal / intento de la naturaleza) / y el universo líquido y elemental / que tiene millones de episodios sutiles / congregados en cada gota de agua” (p. 40).
En este sentido, y por ello el laberinto de pequeñas batallas de este libro se extiende en diferentes dimensiones espaciales y temporales (“el tiempo es una quimera, lo que seremos todos, / es una época babosa, apenas, sin la claridad de su sentido” escribe Benítez), no son sólo los animales y los hombres lo que adquieren su presencia sino las cosas que están allí, en este mundo a nuestro alrededor, en silencio. Un silencio que es lenguaje para las cosas del mundo, aquellas que viven cuando no las miramos. Porque así como escribir no era parte de la naturaleza del mundo, y por ello en el fondo es un gesto anti-natural, de la misma manera intentar traducir la belleza es una tarea utópica. Pero la poesía es el lenguaje que nos queda, y este libro es un libro sobre la tristeza de estas batallas. No la melancolía ni el anhelo, sino la angustiosa tristeza por el animal muerto, por el animal herido, por ese animal que también es el hombre. Ya que todos fuimos alguna vez el animal olvidado, el animal débil, y es esta debilidad una belleza que nos convoca y nos interpela, que nos obliga a cuidar esa belleza ante la ferocidad del mundo de las bestias, un mundo demasiado humano. Como escribe Benítez en “El zorrino de Juan Cristóbal” (pp. 43-44) un poema memorable sobre la tristeza y la naturaleza del hombre y del animal:
era un niño cuando su camino se cruzó con el mío
y ya llevaba tozudamente prisionero
–sujetado siempre con una correa para perros–
aquel hermoso animal blanco y negro
al que naturalmente le daba un nombre ridículo
y decía sonriente que su padre
(un impúdico veterinario)
le había extirpado “las glándulas de veneno”
el zorrino de juan cristóbal
esa bestia amputada
en su traje de presidiario
mordisqueaba las rosas de todos los jardines
como si envidiara su perfume
y olía cuanto encontraba
tal vez buscando su propio
definitivo hedor perdido para siempre
era odiado por todos
ya que sus garras agudas destrozaban los canteros
y daban vuelta los ladrillos colocados ex profeso
para caminar por ellos atravesando las calles de tierra
cuando la lluvia inundaba los senderos del pueblo
ello solo y la mala prensa de ser un zorrino
bastan para convocar el odio de las multitudes
todos alguna vez fuimos el zorrino de juan cristóbal
inerme bola de pelos privada de toda arma
un granjero lo mató a escopetazos
una tarde en que su dios el niño
dormía: despertó en un sueño
donde el animalito ya no existía
y me vio y lloró
no por el animal indefenso
sino por lo que su infancia había perdido
cría de otro animal más fuerte
que un zorrino indefenso
lo culpaba sin saberlo
de haberle hecho daño
patas arriba junto a una cerca
que se llenaba de moscas
una definitiva maldad camina entre las cosas.
© All rights reserved Emmanuel Taub
Emmanuel Taub Nació en Buenos Aires en 1980. Doctor en Ciencias Sociales (UBA) y Magister en Diversidad Cultural (UNTREF). Investigador del CONICET, docente, editor y poeta. Obra poética: “La lucha eterna” (2003), “Veinticuatro” (2006) y “Crujido (la destrucción del lenguaje)” (2010).