Dio un último sorbo a su Heineken. Dejó un billete de veinte sobre la mesa. En la libreta anotó: «Todo lo demás también, Andrés Calamaro, Sushi Express, South Beach, última noche en South Beach». Miró su reloj: eran ya casi las cinco de la mañana. En una hora tenía que estar en el aeropuerto. Debía ir a su casa a esperar al Shuttle…
1
No seas cojuda, te vas a pasar la vida en esa pocilga, vete, le decía Paola cada vez que Andrea la llamaba por teléfono cuando estaba aburrida en Verona. Tenía la visa, hablaba inglés, que aprovechara. Vendiendo zapatos en el huecucho ese jamás iba a llegar a ningún lado. Las nueve horas que pasaba entre esos anaqueles de madera, donde reposaban cientos de zapatos, le estaban oxidando las neuronas. Hasta el dueño, el señor Rivarola, un hombre ya mayor que cuando hablaba le hacía recordar a los sacerdotes de su colegio, la animaba para que buscara su camino fuera. Tenía que irse, era joven, buenamoza.
En las mañanas, camino a Verona, por la avenida La Mar, el eco de las voces de Rivarola y Paola retumbaba en su cabeza. Entonces encendía el ipod y todo parecía una película de cine latino de bajo presupuesto, decadente, sin final feliz, pero con buen soundtrack: las puertas de fierro de los talleres cerrados, los perros olisqueando los zapatos de los niños que iban de la mano de su mamá al colegio, el panadero, el periodiquero, el manto color rata que encapota el cielo limeño a esa hora. Rivarola y Paola tenían razón: debía irse.
Por la tarde, cerca de las seis, de regreso, cuando ya los talleres dejaban ver sus paredes de ladrillo rojo desnudo y sus suelos ennegrecidos de gasolina y aceite, y niños de rodillas amoratadas jugaban a la pelota mientras pasaba uno y otro carro, y a ella solo la esperaba la guitarra en el cuartito frente al mercado, las voces en off de Paola y Rivarola insistían.
El día en que tomó la decisión fue un miércoles. Lo tenía libre. Fue a Verona temprano, cerca de las diez de la mañana. Rivarola estaba con los ojos hundidos en las losetas blancas y negras del suelo, que formaban rombos, y de fondo, unos parlantes cansados susurraban una canción de Mocedades. Le pareció que a Rivarola se le iluminó la mirada al escucharla. Era como si el viejo zapatero tuviera sentimientos encontrados. Nostalgia, alegría, y por qué no, un poco de envidia también por ella que podía partir, buscarse una nueva vida. Muy bien, muy bien, buenamoza. Que le diera hasta el viernes para pagarle su liquidación.
—¡Me voy, huevona! —saliendo llamó a Paola.
—¡Aleluya, cojuda, por fin! Vente a mi casa al toque para que me cuentes.
2
El último fin de semana de Andrea en Lima, Paola organizó una guitarreada en el techo. De esas en la azotea de su edificio, El Triana, que tantas veces había organizado con los del Instituto de Idiomas y los de la cuadra. Quitó la ropa tendida de los cordeles y colgó fotos de ellas, de Andrea y Davo, de Andrea y Pacucho, con todos, hasta con Rivarola; entre los dos tanques de agua acomodó una silla y la guitarra, y además, puso una mesa cubierta por un mantel a cuadros rojo y blanco, rodeada de sillas de mimbre, dispuesta con una cacerola de arroz con pollo y botellas de cerveza.
—Pucha, oye, está buenazo, ¿quién cocinó?
—Mi viejita.
—Manya, ah, la rompe la tía.
—Claaaaaro.
—A ver, pásame la cebollita.
Al terminar de comer, Andrea se colgó la guitarra. Tocó varias canciones de Calamaro, Sui Generis, Fito, y fijando la mirada en las masas de concreto gris que se levantaban hacia el centro de Lima, cerró con «Donde manda marinero no manda capitán», de Calamaro.
—¿Y a dónde llegas allá en Miami, huevona, tienes algo de familia?
—No, nada, no tengo nada. Llego a Miami Beach, ahí llega todo el mundo, ya averigüé. Es la zona de los turistas, los restaurantes, las tiendas caras. La huevada es solo llegar y salir a caminar por las calles a buscar chamba.
—Ah, manya, no jodas. Bueno, loquita, cuídate pues oye, escribe, ah, no te pierdas.
—Nica, de mí no se deshacen fácil.
—Esperamos, esperamos. Bueno, despídenos de Pao, que creo que ha bajado un toque al ñoba.
3
El vuelo 321 de Taca anunció la llegada al Miami International Airport. Los pasajeros estiraron los brazos, bostezaron, se levantaron de sus asientos, abrieron los compartimentos superiores para sacar el equipaje. Andrea se puso la mochila en los hombros, encendió el ipod, en su libreta anotó: «Calamaro, Media Verónica, Miami, aterricé», y la guardó. En la puerta, una aeromoza de sonrisa interminable le dio las gracias y le dijo Welcome to Miami.
El aeropuerto olía a caja de Nintendo por dentro. El tapete azul revelaba el ir y venir de los viajantes arrastrando maletas. En las paredes colgaban carteles de playas con arena blanca y mar turquesa, de mujeres empinando copas de martini, de edificios color aguamarina encerrando el océano calmo de una bahía. Carteles y carteles que desembocaban en un hormiguero de personas a la espera de ser atendidas por los oficiales de control migratorio.
A Andrea le tocó pararse detrás de un hombre que parecía Papa Noel vestido con camisa floreada y bermudas color verde olivo. Luego de escuchar tres o cuatro canciones en su ipod, el oficial de inmigración le hizo un gesto para que se acercara.
—Reason of your trip.
—Vacations.
—Where are you staying?
—South Beach —dijo, y le mostró la dirección del hostal, que tenía impresa en el papel de la reserva.
—Ok, enjoy.
Al salir del hormiguero, encendió el ipod y siguió los anuncios de Luggage. Después, cuando recogió su equipaje, los de Exit.
Afuera, se acercó a uno de los taxis amarillos que esperaban alineados para recoger pasajeros y le mostró al chofer la dirección del hostal.
—Alright, missy.
4
El chico de la recepción jugaba solitario con su iphone. Sin desviar la mirada le preguntó por su nombre y la información de reserva. Andrea respondió y le dio el papel. El chico puso el juego en pause y tecleó en la computadora.
—All the way down. Last door to the left —y descolgó la llave de un tablero de madera que había detrás de él.
La habitación era poco más grande que un baño público portátil. Las paredes, blanco humo; la cama, envuelta por una cobija anaranjada; y al lado, la mesita de noche. Dejó la maleta en el suelo, sin abrir, y se acostó. En el techo giraba un ventilador de hélice, bastante lento. Encendió el ipod y en su libreta anotó: «Fito, Tumbas de la gloria, Miami, hostal». Se cubrió la cara con el brazo y cerró los ojos. Estuvo así más o menos media hora. Luego se levantó: tenía algo de hambre y quería una computadora para escribirle a Paola.
A un par de cuadras, le dijo el chico de la recepción, en la Alton, había un McDonalds. Y en el hostal no tenían computadoras para los huéspedes, pero había un Kinko’s next to the Mc Donalds. Ahí podía alquilar computadora con internet.
Una brisa tibia acariciaba las palmeras. Las aceras eran rojas y lisas, sin promesas de amor grabadas ni cagadas de perro, como las que estaba acostumbrada a caminar en Lima. «Soda, “Hombre al agua”, Miami Beach, South Beach, calles de South Beach», anotó. Al llegar a Alton vio, del otro lado de la pista, el Mc Donalds, y un poco más allá, el Kinko’s. Primero escribía y luego comía.
From: andreasecagaysemea@hotmail.com
To: paulalalocasinjaula@hotmail.com
Subjetc: acá, miami
pao:
llegué hace un rato. el vuelo, el telo, todo bien. mañana arranco a buscar chamba. bueno, este internet cuesta un egg de plata. salúdame a la gente… te escribo al toque q tenga novelas. A.
También aprovechó para entrar a su cuenta de banco y ver cómo andaba de plata. Tendría que hacer números más tarde.
En la puerta, saliendo, vio una canastilla con diarios que decía FREE, grab one. Cogió uno de anuncios clasificados. Se lo puso bajo el brazo.
En el McDonalds pidió una double cheese con papitas y se sentó en una de las mesas que daban a Alton Road. Afuera, las bicicletas iban y venían de uno y otro lado de la pista, hombres de cabello cortito caminaban de la mano y mujeres de traseros king size paseaban a sus perritos.
Mientras le bajaba un poco la comida, hojeó el diario. No cabía un solo anuncio más de empleos y ofertas. Le llamó la atención el de la tienda de instrumentos musicales de los hermanos Falcón: «Hermanos Falcón, instrumentos musicales para toda ocasión. No te pierdas el gran remate de guitarras nicaragüenses y guatemaltecas». Jamás había visto una guitarra de ninguno de esos países, pero igual hizo un círculo en el clasificado.
Después de comer, caminó hacia el hostal: quería acostarse para salir al día siguiente temprano a buscar trabajo.
En el Front Desk le preguntó al chico, que comía un meat balls marinara sándwich del Subway, si conocía la tienda de instrumentos de los hermanos Falcón.
—I dunno —dijo, con la boca abierta, llena de trozos de carne molida.
5
Desde el día siguiente a su llegada, Andrea entró en restaurantes, bares, tiendas y cafeterías que iba encontrando con el anuncio de Help Wanted estampado en la puerta. En algunos lugares le daban un Employment Application Form para que lo llenara, que cualquier cosa ya la llamarían. En otros, primero le pedían su Authorization for Employment Card and Social Security. No tenía. Sorry, we can’t hire you. Pasó la primera semana, o quizás diez días, no recuerda bien, y en la taquería La Chismosa, de Washington Avenue, un hombre de bigote tupido y gorrita de los Red Sox solo le preguntó si conocía bien South Beach, porque necesitaba, urgente, alguien para que hiciera los deliveries en bicicleta: se les acababa de ir el chamaco que los hacía.
Sí, claro que sí, dijo Andrea. Pues hágalo entonces, dijo el hombre y la llevó hasta el mostrador, donde había una orden de comida dentro de una bolsa blanca. Estos taquitos «Al pastor» son para el señor Medina, siempre pide lo mismo. Es rete buena onda el míster, pero hay que atenderlo bien. Tienen que llegarle calientes, con piña y salsita verde. Es acá cerca, ahí está anotada la dirección en el ticket. Ya cuando regreses hablamos lo de la paga, ¿de acuerdo? Ok, dijo Andrea, estaba bien.
El hombre le dijo que la siguiera. Salieron de la taquería y la llevó al alley. Encadenada a un poste había una bicicleta pintada con los colores de la bandera mexicana, dos cuernos en el timón, y entre los cuernos, un radiocasete amarrado con alambres. El hombre hundió el botón de play y empezó a sonar «La Bikina», de Luis Miguel. A este aparatejo tienes que hacerlo sonar cada vez que llegues a hacer un delivery para anunciarte.
Cuando Andrea se sentó en la bicicleta, el hombre le dio la orden de comida y le dijo que era Cabalito, que mucho gusto. ¿Cabalito? Así mero. Yo soy Andrea.
Pedaleó una cuadra y dobló en la calle que atravesaba la Washington, paró y sacó su libreta: «Calamaro, “Sin documentos”, Miami, Mi primer trabajo». No tengo ni puta idea de hacia dónde estoy pedaleando. Se supone que acabo de decirle a Cabalito que conozco bien South Beach, pero no sé dónde estoy parada.
Fragmento de Mañana no te veré en Miami publicado por Ediciones Oblicuas
© All rights reserved Pedro Medina León
Pedro Medina León (Perú,1977) es autor de los libros Streets de Miami y Mañana no te veré en Miami. Ha formado parte de las antologías Cruce de fronteras y Poetas y Narradores del 2007 (Instituto de la Cultura Peruana de Miami).
En el año 2009 fundó la Revista Cultural Sub-Urbano (Miami). Desde 2013 dirige el sello editorial digital Suburbano Ediciones.
Es licenciado en Literatura (Florida International University) con una especialización en Sociología (Florida International University) y tiene estudios de Derecho y Ciencias Políticas (Universidad de Lima, Perú). Actualmente estudia Management and Supervision en el Miami Dade College.
Twitter: @pedromedina5