Fueron días que pudieran confundirse con meses. Pero fueron días, y eso nos salvó de la sombra del tiempo. No acumulamos rencores ni críticas hacia las carencias del otro. Nos amamos con la simpleza de la dicha. Sin adjetivos ni futuros posibles, nos amamos. Sin misericordias ni reclamos, nos amamos. ¿Cuánta dicha puede acumularse en unas horas de consuelo, en la felicidad que se halla fuera del mundo, en la vida que nos libera de marcos laborales y fardos de otras vidas ya caducas?
En medio de la pandemia, con historias aún pendientes, decidimos retar a la muerte con el placer: sólo la belleza logra derrotar al horror. Desnuda, con el cigarrillo entre la boca y en el balcón desde donde podría verse la ciudad más literaria del mundo, me contabas de tu muerte. Las posibilidades se iban multiplicando a medida que la creatividad se desbordaba. Había escenarios que no por violentos eran menos poéticos: departamentos ambientados en gas, medicamentos para estimular los sueños, drogas directas al corazón.
Yo te hablaba de métodos más pragmáticos pero menos virtuosos. Las armas de fuego al estilo Hemingway siempre me han seducido y las cuerdas no dejaban de ser iniciativas válidas ante el desmoronamiento del mundo. Acaso las objeciones al dolor me hacían refugiarme en tus argumentos antes que en algún performance dramático. Si habría que llegar el momento prefiero el adagio antes que el réquiem como ritmo último.
Y en esas muertes nos aferrábamos a la vida. Perversión de los moribundos: andar desnudos y tomados de la mano por el mundo. De la sangre, de los labios, de las pieles, de los oscuros finales alimentábamos el deseo de ser eternos. En la sangre hallamos nuevos resquicios para aplacar la sed de reconocernos. Me alimentaba tu sangre, la sentía en mis huesos, mi lengua la palpaba como recuerdo de las fantasías cumplidas. Con ese rumor de muerte y de vida que era tu sangre nos propusimos desollar las noches miserables de una realidad agonizante.
Para la mañana todo estaba derruido. Los juegos, los azares, las estadísticas, la política, los amores eternos. Todo derruido. Todas las soberbias del mundo cayéndose bajo la risa de los dioses en forma de virus y sus variantes. Silencio. Penumbra. Frío. Perpetuo desgarramiento de lo que aún llamamos realidad. Para la mañana todo estaba derruido, menos nosotros. Y en los labios de café hallamos un trozo de misericordia. Te abrazaste a mi cuerpo, sentí tu calma. Fueron días de salvación ante la muerte convocando la muerte desde el placer cadencioso de las pequeñas muertes que nos regaló tu sangre.
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.