Les puedo asegurar que hasta la más trágica historia de amor encierra un final feliz. Los finales felices tampoco escapan a la regla de la relatividad. Todo es una cuestión de perspectiva. Lo que a continuación voy a contar es una historia real.
Formaban la pareja ideal: Jóvenes, guapos, exitosos, cada uno en lo suyo, y lo más importante, se amaban de verdad. Habían crecido en el mismo barrio, apenas separados por una hilera de casas, construidas por familias trabajadoras con ambición de progreso. De niños solían coincidir en los juegos callejeros pero cada uno con su pandilla. En el colegio secundario se reencontraron y entablaron una amistad más estrecha. Desde entonces se volvieron inseparables. Por eso a nadie le sorprendió la noticia del noviazgo. Fueron los primeros del grupo de amigos en formalizar una relación mientras los demás seguían preocupados en combatir el acné y los cambios de voz. Èl era carismático, emprendedor y disciplinado. Ella, irritablemente bella, pero con los pies sobre la tierra, cálida y cercana. A pesar de las burlas y de los prejuicios, incluso por parte de adultos, pudieron disfrutar de una adolescencia tranquila, ajena a los comentarios maliciosos. La prueba de fuego llegó cuando él se marchó a otro país para estudiar en una universidad de élite. El tiempo que vivieron separados fue de confusión, impregnado por algunas infidelidades oportunistas aunque intrascendentes. Superados los exámenes y las dudas, se instalaron en una pequeña casa con jardín. Y ya con trabajos acordes a sus expectativas y el respaldo de una promisoria cuenta bancaria dicidieron refrendar, sin contratiempos ni embarazos, su unión con una boda que muchos recuerdan con envidia. ¿Qué más podían pedir? Lamentablemente, como toda pareja joven, guapa y exitosa, ellos también se dejaron deslumbrar por los encantos estériles de una playa de arena sedosa y agua turquesa. Y allí se fueron de luna de miel.
Con frecuencia se preguntaba por qué siempre fijar una meta y no lo sabía, pero tampoco lo podía evitar. Hasta la boya y vuelvo, se propuso, aunque comenzaba a sentir un molesto calambre en uno de los dedos del pie. El ejercicio es liberador. No se gasta tanto dinero ni se viaja tan lejos para quedarse tirado sobre la arena. Siguió nadando en dirección a la boya. Desde allí contempló el perfil escarpado de la isla en todo su esplendor, hasta que sintió que recuperaba la movilidad completa del pie. La vuelta se hizo más larga de lo que imaginaba. A medida que avanzaba le parecía que la costa se alejaba un poco más. Le llamó la atención los intensos destellos que provenían del fondo del mar. Llegó exhausto y con la respiración entrecortada. La playa estaba vacía pero sus cosas seguían en el mismo lugar. Se fijó la hora. Las seis de la tarde. Se secó rápido porque sin sol hacía frío. Algo perplejo encendió un cigarrillo y se sentó a esperar.
Ella se despertó con frío. El sol se escondía detrás de los médanos, recortando la silueta de tres palmeras solitarias. Todavía quedaban algunas personas en la playa. El guardavidas acababa de cerrar la caseta. Se fijó la hora. Las seis de la tarde. ¡Tanto había dormido!, pensó. Se puso algo de abrigo y se quedó observando el mar, abrazada a sus rodillas, intranquila. A su lado, la toalla, el bolso y la tarjeta de la habitación del hotel seguían en el mismo lugar. De nuevo un atardecer de ensueño, como lo prometía el catálogo de la agencia de viajes. Caminó hasta la orilla. Dejó que el agua le mojara los pies. El mar continuaba lánguido, sin olas ni espuma. A lo lejos, la luz de una boya comenzaba a brillar. Estaba sola y sintió ganas de llorar.
Se preguntarán por qué conozco la historia.
Primero lo conocí a él. Del otro lado somos pocos y si uno no habla con alguien es muy fácil volverse loco. La soledad socava la voluntad, pero es el desconsuelo por no saber, por no entender el verdadero veneno. Me acerqué a él para escuchar algo nuevo. Ya no recuerdo cuántas veces me contó su historia, repasando cada detalle, sobre todo los últimos sucesos, con la esperanza de desentrañar el enigma, como lo intentamos todos al principio hasta que terminamos resignándonos, pero no me importó porque su historia tenía lo que siempre había deseado. Puede ser un lugar, un trance, una fracción de tiempo o la conjunción de muchos factores. No hay una explicación y si la hubiera, nadie permanecería allí. Tampoco se trataba de la muerte, de eso estoy seguro.
Después la conocí a ella. No lo niego. Cuando retorné a este lado, de la misma forma inexplicable y fortuita en que me fui, no paré hasta encontrarla. Ahora nos estamos conociendo poco a poco, pero todavía no me animo a confesarle que su marido está atrapado en el otro lado. No sé si lo haré alguna vez. Estoy profundamente enamorado y soy feliz. Además, ¿quién me creería?
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Rodrigo Gardella (1973, Buenos Aires). Se graduó como abogado en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y completó su formación académica con estudios de postgrado en las Universidades de Santiago de Compostela (España) y J. W. Goethe de Frankfurt (Alemania). Desde 2004 vive en Alemania. Fue uno de los miembros fundadores de “Dámaso y los demás”, grupo de trabajo que funcionó en Frankfurt entre 2009-2013 con el objetivo de estimular la interacción y creación literaria en español. Su primer libro de relatos, Historias sobre una duda constante, fue publicado en 2014.
Blog: http://historiassobreunadudaconstante.blogspot.de/