Nací con el olor del tomate podrido en el delantal de mi madre. La leche de sus pechos a veces llevaban alguna pepita de este fruto mientras me amamantaba en pleno día en el mercado de Hostafranchs. Con sus manos secas y llenas de tierra negra, mi padre organizaba el puesto de venta para que el cliente apreciara el valor fresco de la cosecha de hongos y setas del día anterior. Unos cuantos metros más lejos mi abuela colocaba a la vista del público: la uva moscatel, las naranjas navel de la zona agrícola de Valencia y, a finales de agosto, el melocotón adorado por el cineasta Luís Buñuel: el durazno de las tierras de Calanda.
Mientras se tomaba un café con coñac en el bar de la zona, mi abuelo hacía sumas y sumas kilométricas con un lápiz bicolor en la mano, para saber si las ganancias daban para pagar el alquiler de su negocio. Rojas las pérdidas… y en azul los beneficios.
En otro mercado de la ciudad de Barcelona, La Boquería, mi tío Pepito, lleno de escamas en su delantal de plástico blanco, agrupaba las langostas, bogavantes, centollos, mejillones, cigalas, almejas, calamares, navajas ..y todo el pescado fresco de la zona del Mediterráneo y de la costa cántabra, para que mi tía Antonia, al grito de “Nena..peix fresc carinyo” (¡Señora…pescado fresco cariño!), atrajera a sus clientes.
En este espacio convivían Juanita-la-dels ous (la de los huevos) que, dividía los mismos, en cuatro categorías: huevos de granja blancos y huevos de corral blancos, huevos de granja rossos (dorados) y huevos rossos de gallinas alimentadas con maíz y libres en la casa de campo. Al lado, y con focos directos, se desplegaba una tienda de despojos: el olor del hígado de ternera fresco, los intestinos de cordero limpios de heces y en sal marina, los riñones, la panza de res…el corazón del lechal, la cabeza del cerdo degollado.
Casi todos los sábados, mi padre, iba con su propietario a desayunar higadillos frescos de gallina salteados con cebolla en el bar de al lado. En el tiempo de rovellons (níscalos, setas mediterráneas) mi padre aportaba estos ingredientes y Cristobal, el dueño de la tienda de embutidos, traía un chorizo ibérico recién llegado de Extremadura o a veces un lomo de caña o unas aceitunas negras de Aragòn.
Junto al mármol y el dinero, un vasito corto con la espuma de un café con leche condensada de la vendedora de quesos de cabra, de oveja, brie, gruyère, cabrales, manchegos, idiazábal, de la zona del Parmiggiano, o los blancos frescos de la provincia de Burgos.
En frente, el olor a tomillo de la señora Inés de Carranza, la pimienta negra en grano, los piñones con sabor a resina, la albahaca fresca de huerta, el pimentón ahumado y rojo de La Vera, la trufa negra, las hebras rojizas del azafrán, la nuez moscada, el comino para el gazpacho, el chile, el romero andaluz…
He desayunado un hueso de jamón serrano a mordidas y en bruto. Con mis amigos de infancia. Con pan-tomate y mojado en aceite de Jaén en las escaleras del mercado mientras observábamos a la gente de la calle. La horchata de chufa, la he degustado mientras veía a las niñas saltar la cuerda en el mes de julio.
No erizábamos con el chirrido del metal en la ruedas de las carretillas cuando entraba la mercancía por la puerta Norte. Y he visto al afilador de cuchillos deleitarse con la música del filo junto a la piedra de lima.
He sentido el hedor de la pobreza de hombres y mujeres que bajo la dictadura apenas tenían poca plata para comprar alimentos. Darles, a veces, de más mercancías en sus compras. Y a escondidas de mi familia darles algún dinero de la máquina de cambios.
Y desde la contradicción y el asombro, ver a ciertos personajes de la alta sociedad distinguir, por el olor, los meses que tenía el lechón que compraban. Comerse allí mismo media docena de ostras gallegas con un carísimo vino; un Vega Sicilia, por ejemplo. O dar una propina muy alta al carnicero, para reservar las turmas (los testículos del toro) una vez el Viti o Chamaco -toreros famosos de la época- hubieran matado el animal en la arena del ruedo.
Allá donde voy, tengo un mantra que no me abandona: “Jo sóc fill de plaça” …Yo soy hijo nacido en un mercado popular. Una señal de identidad de la cual nunca me avergüenzo y que, desde la confesión, he manifestado siempre a quién he querido o ha salido distintas veces en las tertulias impartidas en Miami o en otras partes del mundo.
¡Eso sì! …nunca me gustó que me dijeran que soy “El hijo de la verdulera”. Grrrrr. Más que nada, porque va asociado a las personas que hablan demasiado o que nunca paran de hacerlo desde el bla bla bla. Repito “Jo sóc fill de plaça” …aunque no puedo obviar lo segundo; solo, en ciertas ocasiones.
© All rights reserved Eduard Reboll
Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
email: eduard.reboll@gmail.com