Mayahuel, la de los cuatrocientos pechos, amamantaba a sus cuatrocientos hijos. Su representación entre la cultura náhuatl la asocia a la planta del maguey o el agave, puesto que su marido Petácatl, dios de la fertilidad, las curaciones divinas y peyote, se asociaba con la elaboración de brebajes mágicos y otros procesos de fermentación de bebidas maravillosas, como supone ser el pulque. Mayahuel, fecunda y generosa, es la Gran Madre que otorga vida.
Dar vida una perder otra. Por eso, el agave, en su forma azul, florece una vez a los diez años de su vida y se dispone a morir.
Irizelma Robles Álvarez, puertorriqueña, toma esta metáfora como maderamen en su más reciente entrega poética, Agave azul, un libro que dedica y entrega a su hija Salomé Cortés Robles como el quiote del agave tequilana o azul. En sí, el poemario dirige sus pencas en diversas orientaciones, sostenidas en las siete secciones del libro (“Agave azul”, “Aljibe”, “El tiempo en el mercado”, “Pulque”, “Cielo rojo”, “El cazador y la húmeda” y “Aguamiel”).
El poemario es más que palabras sobre papel.
Una arquitectura de carácter chamánico informa el poemario: Mayahuel goza de siete representaciones en las que suele aparecer sentada, o en cuclillas, como solía suponer el acto de parir: “Te imagino en cuclillas frente al agave/ rasgando su piel/ para extraer el último color de Azul/ como un chamán que prepara la tintura del rostro/ antes de irse a danzar entre dos cielos”. De la piña que supone ser el cuerpo textual de este poemario, Robles Álvarez sustrae un libro complejo, hermoso y honesto donde los referentes mexicas se destinan como constructo en la memoria de su hija, quien es de ascendencia huaxteca.
Otro nombre para “piña” es “corazón”.
Agave azul, así, es un poemario de reconciliaciones. Las palabras y el silencio insinúan lo desigual. “Las palabras y el silencio/ afinan un momento vivido”, habla la voz de “Merienda en Cholula”. Palabras y silencio, equilibradas por la conjunción copulativa: aquellas son muchas y el otro es uno solo. Aquí se apaciguan las soberbias y las memorias toman un cuerpo poético.
El poemario habla de la plenitud poética de Robles Álvarez, que asume la voz de la madre que escribe el mundo para que su hija lo lea.
El poemario, de hecho, no canta, si no que conversa desde diversas intensidades con una variedad de interlocutores. La poeta le habla a su pasado en México -el lugar poético del libro-, a su hija, y a la destemplanza del amor ido, nunca fracasado- en el amor no hay fracasos, solo tributaciones en cuotas de materia.
La voz que predomina en el poemario de Irizelma Robles atardece como frutas maduras. En Agave azul, los más vale apuran determinismos sin puntos medios, y “[u]n trago de mezcal es suficiente/ o no basta” (“Mezcal y toronjas”). Así, el poemario transita desde un tiempo donde todo lo bueno fue mejor, se encarroña a lo largo de la travesía y finalmente emerge en la voz iluminada de lo que se mira en la distancia.
Irizelma Robles, antropóloga al fin, ensaya una especie antropoesía en este libro. Alejada de cualquier indicio de aleatoriedad, la poeta levanta el lenguaje de su estado fósil. Lo destila gota por gota, verso a verso, palabra a palabra. Como el mezcal de la memoria. Como los paisajes rulfianos que la poeta homenajea en los movimientos de la sección “Cielo rojo”: “La sed fracasa en este oasis imaginario”, dice en “Zopilotes”. La poeta lo imagina todo, le dice a su hija, “para que sepas / cómo fueron las cosas/ que te formaban/ aunque no las puedas alcanzar con la mirada”, declara en “Pulque”.
Irizelma licúa el mito. Extracta poesía líquida. El agua cruza hacia estadios superlativos y transformativos, mas sigue presente en formas híbridas de su liquidez. Se hace agua de limón, horchata; embriaga como aguamiel, una aguazul decantadas desde una ánfora; aguardiente, aguarrás, aguafuerte y agua de henequén.
Aguante sin guantes.
Todo se hila en el agua, de donde proviene el agua. Somos los peces que alimenta Mayahuel, la de la primera agua amniótica.
El agua es el oro de los desiertos. “El desierto es un mar sin agua”, dice la poeta en “El cazador y el húmedo”. Como los paisajes desérticos, Agave azul cuenta con imágenes repetitivas, sinonímicas y de motivos refractivos que son, pues, carne de espejismos. Un peregrinaje imaginativo, casi onírico, como un viaje al peyote. Irizelma replanta las imágenes tal si fueran posibilidades de vida entre aquello que es yermo y arenoso, el hábitat del agave. “Abrazo a mi hija como si fuera de arena”, declara. El lenguaje de Irizelma se repite a través de Agave azul de la misma manera que “[e]l sol nos repite el desierto caminado”, según apunta en “Zopilotes”. Las repeticiones en el poemario son expresivas, y “[e]l mar es un desierto de agua”. Mas, ¿qué otra cosa es la memoria, sino repetición?
Agave azul es una labrada apuesta a la forma. El espejismo es real. ¿Acaso no es toda la poesía eso, después de todo? ¿Un espejismo? ¿No es de espejismos que se nos llena el espacio de la memoria que poblamos con palabras?
El poemario cierra con “Aguamiel”, el componente fundamental para la elaboración del pulque, y que solo se obtiene a través del proceso de maduración de la planta. Sus azúcares y proteínas lo hacen un producto codiciado en las regiones desérticas. Es lo que queda. “[E]spesura de letras/ panal de letras”. Irizelma es la abeja Reina que escribe “con tinta de miel”. Las palabras polinizan. Tatúan el mito. Deshacen el olvido. Comienzan a significarse de nuevo en testimonio. “Soy testigo de mi lumbre/ reluzco como un enjambre/ de versos encendidos/ por la miel, transformados en sol”, dice al culminar el libro.
Irizelma está iluminada.
Agave azul no es un poemario para que el lector asume en la totalidad de su lectura, sino para consumirse a plazos. Como el mezcal. Trago a trago, y en la marcha. Y, en efecto, otro nombre para “piña” es “corazón”.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre