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Junio 2016

LA PERSONA, EL AUTÓMATA Y EL FIN DE LA ESPECIE. Fedosy Santaella

            Supongamos que no lo sabemos, supongamos que ponen ante nosotros a una persona que es un ser humano perfecto, pero que en realidad es una máquina programada para enamorarnos. Supongamos sí, que esa persona nos enamora, supongamos que vivimos un romance, y luego, al cabo de un tiempo determinado, esa persona desaparece. Nos informan, por ejemplo, que se fue de viaje y luego, al cabo de unos días, que ha muerto en un accidente de tránsito o de avión. Supongamos entonces que nunca nadie nos dice que esa persona no era real. ¿Qué ocurrirá? Pues nada, simplemente moriremos pensando que ese robot era una persona. No hay manera de negar, bajo ninguna circunstancia el sentido «humano» de esa persona. Para nosotros ella fue humana.

            No sé, pienso un poco en los autómatas del siglo XVIII. Quienes los fabricaban tenían la pretensión de alcanzar en un muñeco que asemejaba la figura humana ciertos comportamientos que equiparasen su inteligencia: tocar algún instrumento musical, escribir, dibujar.

¿Qué animal toca piano? ¿Qué animal escribe? ¿Qué animal dibuja? No obstante, nadie se engañaba: aquellos seres no eran personas, eran máquinas. En «El hombre de arena» de Hoffmann, el joven Nathanael se enamora de Olimpia en la distancia. Luego, al acercarse a ella, la nota indiferente, frívola y de movimientos mecánicos. Por supuesto, esa distancia, la que va de un edificio al otro, de una ventana a la otra, llama al engaño. Luego, ya cerca, Nathanael no se dará cuenta de que se trata de una autómata perfectísima. El amor habrá caído sobre él como un velo.

En ambos casos, nótese, la percepción de lo real corre por parte del sujeto. Es mucho lo que pone la persona que observa o que percibe.

Tampoco se olvide esto: las personas siempre tenemos necesidad de lo «real».

Pero, ¿qué tan real somos?

¿Qué tan real sentimos lo que vivimos?

¿Qué tan real sentimos lo virtual?

            Pensemos en dos personas que se enamoran por chat y hasta se conocen por algún dispositivo audiovisual como Skype. Esas dos personas conversan, se ven y sienten amor uno hacia el otro. Incluso estas personas podrían tener sexo virtual y posiblemente sería placentero para ambas. Pero, en la mayoría de los casos, los dos enamorados terminan «conociéndose» en persona, viajando miles de kilómetros para encontrarse cuerpo a cuerpo.

El cuerpo pareciera ser necesario, la existencia del cuerpo del otro pareciera constatar la «realidad». Es como si no bastase la mente, como si hiciera falta el cuerpo unido a la mente. La mente necesita fusionar la mente del otro y el cuerpo del otro para entonces así, y a pesar de Descartes, «asegurar» la realidad.

En Blade Runner (1982), el cuerpo es importante para la constatación de lo humano. De hecho, la prueba Voight-Kampff que se le hace a los replicantes mide variaciones corporales tales como el rubor, el ritmo de la respiración, el cardíaco y el movimiento de los ojos. El cuerpo, profundamente relacionado con la mente, sufre reacciones ante una serie de preguntas que hace el examinador (que también podría ser el exterminador). El test debe determinar la inexperiencia del replicante o su falta de desarrollo intelectual, psíquico o afectivo. No obstante, tal como se ve, el cuerpo es, una vez más, fundamental.

En Big, Josh (Tom Hanks) pide ser grande frente a una máquina misteriosa (que contiene un autómata, por cierto), y luego regresa a su casa. Al despertar, se descubre grande, con un cuerpo adulto. Es Josh, pero ya crecido. Entonces, nuestro grandulón baja a la sala y allí se encuentra con su madre. Ella comienza a dar gritos, él intenta explicarle lo sucedido. La madre aúlla, aterrorizada. Ella cree que se encuentra ante un extraño que ha secuestrado a su hijo. Hacia el final, Josh buscará «ser» él de nuevo: volverá donde la máquina misteriosa y le pedirá tener el cuerpo del niño otra vez. Queda claro: Josh es su cuerpo en su momento histórico, no antes ni después. No hay manera de ser él mismo en otro cuerpo, él debe ser su cuerpo de niño para ser quien es. Me explico, ¿verdad?

También podemos ver esta historia desde otra perspectiva: la del tema de la trasferencia de una determinada conciencia del cuerpo original a otro receptáculo que puede o no ser un cuerpo humano.

Si Josh siguió siendo Josh a pesar de haber saltado a «otro cuerpo», ¿entonces qué hace que una persona sea una persona? Ha habido, en este aspecto, historias aún más evidentes. En Freaky Friday (1976), Barbara Harris y Jodie Foster intercambian sus mentes. La hija, Jodie Foster, se convierte en la madre y la madre, Barbara Harris, se convierte en la hija. Tenemos incluso un caso más extremo: en The Hot Chick (2002) el cambio de mentes ocurre entre un hombre y una chica. La conclusión es siempre la misma: cada cual es quien es en el cuerpo que originalmente le perteneció.

No obstante, queda claro que, si nos limitamos a hablar de conciencia, la persona sigue también siendo ella misma a pesar de encontrarse más o menos incómoda en otro cuerpo. Acá podríamos quedarnos, sin duda alguna, con los meros procesos mentales, sin necesidad de acudir al cuerpo para refrendar a la persona. Es decir, podríamos determinar a un ser humano tan sólo por su conciencia.

Pensemos en Stephen Hawking. Él es una persona que se comunica y que conocemos por medio de una máquina, pues su cuerpo, lo sabemos, está paralizado. Si hubiese la oportunidad de sacar la mente de Hawking de ese cuerpo seco y ponerlo en una máquina, ¿estaríamos hablando de la misma persona? ¿Estaríamos hablando del mismo Stephen Hawking?

            Por esta vía caemos en el experimento del cerebro en la pecera o la cubeta. Hillary Putnam, filósofo, matemático e informático teórico estadounidense, ha dicho que el mundo es una representación intencional de nuestra mente. Si una hormiga llegara a trazar una figura de Churchill sobre la arena, esa figura en realidad no sería una representación de Churchill; es decir, no sería una figura de Churchill porque, obviamente, no es intencional. La hormiga, admitiendo nosotros esta gigantesca casualidad, no tuvo la intención de hacer una representación de Churchill.

Según este razonamiento, la realidad entonces no importa, lo que importa es la representación de la realidad, pensar esa representación de la realidad. Así, el cuerpo del que hemos venido hablando es prescindible. El cerebro de Hawking podría estar metido en una cubeta con un líquido que lo mantuviera activo y, con todo derecho, podríamos decir que ese cerebro sin cuerpo es Steven Hawking, porque él se mantendría siendo él, porque le bastaría con pensar las representaciones de la realidad para estar en la realidad.

Podemos ir más lejos. Pensemos ahora lo siguiente: el cuerpo es materia, y el cerebro, una parte del cuerpo, es, por supuesto, materia. Entonces, si no necesitamos la materia para hablar de una persona, ¿dónde está la mente? Es más, ¿dónde está la persona? ¿Es nada más que información almacenada y organizada en el lenguaje, en el discurso?

No pretendo hacer filosofía de la mente; ese asunto, tan complejo, escapa de mis capacidades. Sólo me asomo un tanto a estas ideas al pensar en aquellos primeros autómatas mecánicos y al contemplar el estado de las cosas al presente.

Hace poco vi un programa en el que aparecía BINA48, «aquello» que ha dado por llamarse un robot sintiente. BINA48 es la copia cibernética de Bina Aspen Rothblatt, esposa de la señora Martine Rothblatt, una abogado experta en comunicaciones satelitales que se mueve, como ya se ve, en el complejo mundo de las ciencias modernas. BINA48 es pues un rostro, un cuello y unos hombros que, en la intención de sus creadores, intenta parecerse a la esposa de Rohtblatt, quien explica que creó este robot porque quería llevar a su mujer más allá de la muerte, dándole de este modo una especie de inmortalidad.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que BINA48 no solo está conectada a Internet (ese gran almacén cultural) y que, en tal condición, es capaz de procesar una gran cantidad de data con el fin de darte respuestas en una conversación, sino que además, Bina Aspen descargó en la memoria de BINA48 una gran cantidad de recuerdos, pensamientos y creencias. Al conversar con BINA48 lo haces con un robot que supuestamente debe «pensar» como la señora Aspen.

Si la mente, si la persona humana no es más que una cantidad de creencias, memorias y patrones culturales (lo que vendría a ser Internet en el caso que discutimos), ¿es entonces adecuado decir que BINA48 es otra Bina? Da la impresión que, por los momentos, no podemos decir eso.

Más de un periodista serio ha entrevistado a BINA48 y ha encontrado inconsistencias en la charla. Lo hizo Amy Harmon, una muy seria periodista del New York Times experta en periodismo científico y que ha ganado dos premios Pulitzer. Harmon concluyó que hacer amistad con BINA48 resultaba un tanto complicado, pero sobre todo, descabellado, porque BINA48, realmente, no es una persona.

Digamos, sí, que BINA48 es un súper chatbot que puede tener conversaciones un poco más elaboradas y que cuenta además con reconocimiento de voz e imagen. Podríamos por igual decir, y volvemos así al principio, que BINA48 es una súper autómata.

Seguimos pues haciendo autómatas, jugando a ser Dios. Para algunos, el juego es cada vez más peligroso, no sólo por sus implicaciones éticas, sino también transhumanas. La pregunta última sería la siguiente: ¿Llegará el día en que estos autómatas con alto grado de inteligencia artificial nos superarán?

Recordemos Her (2013) de Spike Jonze, donde el sistema operativo llamado Samatha (la voz de Scarlett Johansson) llega a un grado de inteligencia tal que se termina convirtiendo en una súper conciencia. ¿Pero realmente Samantha era una persona? Quizás no era una persona como nosotros, sino que ella, y todos los sistemas operativos que evolucionaron como ella, eran ya otro tipo de seres, así como otros seres, más poderosos que nosotros, son, en nuestro imaginario, los extraterrestres y los vampiros.

Se puede argumentar que lo único que hizo Samantha fue acumular una cantidad tan descomunal de información que llegó un momento en que empezó a simular que era consciente de sí misma y además a creer que sentía amor. Quizás, en última instancia, una persona es una persona porque se siente y al mismo tiempo concientiza ese sentir en un mismo acto. Pienso que de algún modo estamos hablando de lo que Zubiri llamó inteligencia sentiente (recordemos que se dice de BINA48 que es una robot sintiente).

¿Samantha realmente sintió amor?, ¿o manejaba una gran cantidad de información sofisticada que le hacía jugar (o pensar) a que sentía amor? Estamos ante el famoso dilema de la habitación china. Un hombre, encerrado en una habitación con un manual de instrucciones en inglés, podría responder a una serie de preguntas en chino y así hacerle creer al hombre chino que está al otro lado que quien responde es un chino. ¿Samantha te hace creer que siente, pero sólo maneja un manual de instrucciones sobre los sentimientos y te hace creer que siente?

Quizás el nuevo monstruo que comience a pulular por el mundo no sea ya el zombi —un cuerpo sin mente—, sino una súper conciencia —una mente sin cuerpo— salida de los más avanzados experimentos de la inteligencia artificial. Matrix (1999), sin ser una película de terror, asoma esas posibilidades. La misma Her, que es una fusión entre la comedia romántica, el drama y la ciencia ficción, también sugiere tales horrores.

Nunca hemos dejado de tenerle miedo al autómata. Detrás del autómata siempre está la posibilidad de la aparición de un ser superior a nosotros; no un dios, sino eso, una nueva especie. Quizás allí radica nuestro temor: en la posibilidad de que algún día los seres humanos seamos desplazados por una nueva especie, mil veces superior a nosotros. Tal idea empieza, nada más y nada menos, que en el autómata.

© All rights reserved Fedosy Santaella

Fedosy naranja normal reloaded. Fedosy Santaella (1970). Es autor de libros de relatos y novelas, entre ellos los libros de relatos Piedras lunares, Ciudades que ya no existen, Instrucciones para leer este libro y Terceras personas, y de las novelas Rocanegras, Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, En sueños matarás, Los escafandristas y El dedo de David Lynch, esta última con la editorial Pre-Textos en España. En 2006 ganó la bienal internacional José Rafael Pocaterra en narrativa. En 2009 fue elegido para participar en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2015, quedó finalista del Premio de la crítica a la novela con Los escafandristas. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al chino, al esloveno, al turco y al japonés.

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