A Àngels Martínez
No hay aceras ni transeúntes bajo un semáforo. Ni alrededor vemos a una mujer salir a tender la ropa y tomar el sol a media mañana. Tampoco escuchar el grito del niño creyéndose un pequeño dios, mientras juega en la terraza. Menos aún, los edificios ascienden como el rascacielos, si bien el firmamento la cubre a veces de añil. Otras, bajo el gris de lo lóbrego, la luz se despliega entre cien mil ventanas con apellido propio en su interior.
Es una urbe sin tráfico. A penas un carruaje de lujo azabache entra acompañado de un cortejo. En su pequeño jardín crece el álamo, el roble, la palmera, los eucaliptus… y alguna haya. Pero, sobre todo: el ciprés, mientras los ramos de flores secas por el invierno, se esparcen por doquier. Una metrópoli recogida en sí misma ante un silencio azul. Otra ciudad habita, en la ciudad que resides o en la que te vio brotar junto a la madre.
Acudimos, con una corona de rosas rojas para celebrar la sangre del difunto que hemos despedido. La colocaremos de color blanco si es un niño que ha agonizado sin poder aún abrir sus pupilas. De índigo o púrpuras si es un amor reciente o una amante que omitimos su nombre. De variados crisantemos, si es el amigo que se nos va.
En la cinta leeremos epitafios donde “recuerdo”, “cariño” o “de parte de” tomarán su silla junto a otros sintagmas como “descanse en paz”, “adiós” o “para siempre”. Habrá la firma. Y una despedida ante el féretro. Lazos de unión, lazos negros o níveos o simplemente hojas desvaneciéndose en el féretro antes de ser inhumado.
La villa santificada acogerá todo el clamor escondido de uno mismo. Cruces, estrellas de David, la salmodia del Corán mientras le cierra la mandíbula al difunto. O símbolos laicos cuando el sepelio empiece su curso.
Los monólogos en la urbe-del-descanso-eterno tendrán su pátina propia según los imparta la familia, el almuecín, el sacerdote de la parroquia, el ministro evangélico, el pastor del Templo de Jehová, el rabino con su toga… o el monje budista.
Cánticos. Oraciones. Súplicas. Plegarias.
Llevo días paseándome por el Cementerio del Este o de Sant Andreu de la ciudad de Barcelona. Observando las vírgenes de mármol y las lápidas extendidas como sábanas sobre una infinidad de cadáveres en su interior. Las tumbas resguardadas en capillas privadas bajo el arco de ojiva parecen pequeños templos de oración; el polvo íntimo que las acompaña en su altar, da respeto. Los nichos de la comunidad gitana, con sus flores de plástico y su color punzante, son un foco de atención para cualquier súbdito que circule por el sacrosanto lugar.
Recuerdo ahora los cementerios de Estambul. El de Eyüp, por ejemplo, mientras el cortejo funerario -vestido de impoluto blanco- lanza tierra sobre el sarcófago. O un sosegado felino toma el sol del mediodía sobre el desaparecido Soydan Aile Kabri. Las tumbas de honor de los sultanes en la mezquita de Santa Sofía. Aquellos pequeños tejados verdes encima del féretro agrupados como si una cena familiar hubiera de celebrarse en aquel espacio.
El Cimitero di Santa Maria dei Rotoli en Palermo (Sicilia) con las cien mil fotografías de todos los que descansan en aquel suburbio de piedra caliza, mientras miran hacia el mar cuando tu figura se cruza ante ellos. El de la Fontanelle en la ciudad de Nápoles con las calaveras extendidas en el suelo.
Iremos, sin duda, a su encuentro un día; y estaremos bajo aquel registro en una lista interminable por orden alfabético. Alguien abrirá la verja para comprobar nuestra identidad. Y al cabo del tiempo, una pequeña comitiva circulará a nuestro alrededor en días señalados. Unos serán los más íntimos y cercanos a nuestra cuna; algunos más, como el que acaba de escribir esta reseña, desde la curiosidad por cómo concebimos el ritual de la muerte, se harán preguntas sobre la misma.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)