Hoy he visto como nunca el atardecer, donde va mi nostalgia que ya no es mía, les pertenece a otros. Vengo con el cuerpo pesado, arrastrando la culpa. Solo sé que algo en mí se dispuso a vengar antiguas y mal cobradas promesas. También sé que me están buscando por lo que hice, y en nombre del santísimo padre todopoderoso, pido perdón. He de ser castigado, pero sepan bien que mis actos van más allá de todo el mal, de toda la justicia, de todo el amor. Por lo tanto, me siento obligado a expiarme. Heme aquí, desnudo por primera vez.
Me llamo Plutarco Eufrasio, la historia que voy a contar no es del todo mía, pues ellos ya están muertos, y ha quedado en mí la obligación de brindar fe de ello, por ser el único testigo, ahora puedo decir que este enredo tuvo lugar en la desconocida isla de Holbox, dicen los mayas que es un agujero negro, y con cuánta razón, pareciera que vivimos dentro de uno y que no podemos salir nunca. Soy pescador de tiburones con la piel dura, así lo decía mi padre, y se tomaba muy en serio su trabajo, Con el mar nunca se juega. Temía no regresar del mar, y como señal de una buena pesca las madres tiraban nuestros ombligos al agua salada, ya quedamos pocos en la isla, nos hemos convertido en migajas del tiempo. Yo no me he ido por cuidar el faro en el lado Este de la playa. Y quizás, solo quizás no me he ido porque la nostalgia ha llamado mi nombre.
Con el tiempo me casé muy joven con Alma y tuvimos dos hijas, Matilde, alegre y banal, soñó con casarse con un hombre de dinero para salir de la pobreza. A los cinco años, nació Eleonora, alejada de las pasiones mundanas y poseía una imaginación inquebrantable, lo cual me disgustaba. Silverio, mi hermano, apegado a Eleonora, había regresado al pueblo convertido en un hombre de mundo. Trajo consigo libros, ropa fina, una pipa y dinero. No sé cómo ni cuándo se convirtió en coleccionista de antigüedades. Ciertamente, esos oficios en un pueblo tan pequeño como Holbox se los tragaba el mar. Silverio tenía un casco de escafandra color plata que a Eleonora le gustaba ponerse para jugar a explorar barcos de piratas hundidos en el fondo del mar. Por las noches, le gustaba sentarse en la playa a escuchar leyendas de la isla. Silverio la instruyó muy temprano en la lectura y le prestaba sus libros, los cuales devoraba frenéticamente. Sin duda, figuraban como dos extraños en un lugar donde no se hacía otra cosa más que pescar, ir a misa los domingos y jugar dominó en las sucias cantinas. Fascinada, Eleonora le pidió un libro de aventuras marinas. Cuando me enteré de ello, rogué que le regalará otro libro, algo así como una enciclopedia sobre la vida marina, la cual consiguió un amigo suyo, un güero que hablaba raro, a cambio de tres pargos macizos. Obviamente, aquella faena me tocó a mí como parte del trato, pues Silverio, como temperamental hombre de tierra, no soportaba meterse al mar.
Sentada sobre la mesa, me miró asombrada y sin pensárselo dos veces me habló sobre las orcas, que preferían las aguas polares y se distinguían por su ferocidad. Poseían la inteligencia para distinguirse a sí mismas al contemplar su reflejo. Me mostró varias fotografías de las orcas en la Antártida, las cuales me parecieron aburridas. Habló de una leyenda nórdica sobre los tiempos de la creación del universo, donde existieron dos seres, uno negro y otro blanco, y se amaban a pesar de no ser iguales. Se les obligó a separarse para continuar por caminos distintos, pero en nombre de la terquedad siguieron juntos. Así fue como nacieron las orcas. Le lancé una mirada severa y le dije con seriedad, Hijita, estoy seguro que aún no te das cuenta de muchas cosas, pero créeme, si te digo que son simples cuentos de tu tío Silverio, no son reales, lo que sí es real es que las orcas son creaciones del señor Todopoderoso. Ya déjate de tonterías, ponte a cocinar con tu madre, Anda. Unas lagrimillas asomaron por sus ojos verdosos y me di cuenta que había destrozado su universo. Los dibujos y los libros los encontré tirados, rotos. Ni Silverio ni Eleonora jugaron más a ser los exploradores de mares desconocidos. Las orcas y las escafandras desaparecieron y la imaginación de Eleonora fue reemplazada por la sumisión inconsciente que vivían las mujeres del pueblo.
Pasaron muchos años y la llegada de la juventud le sentó bien a Eleonora, quien se había convertido ya en una muchachita robusta con un aspecto fresco. Ahora era mucho más tímida, más seria y más real. Sin embargo, a ciertas deshoras todavía se mostraba nostálgica y ausente, como si estuviese fuera de este mundo. Un día de tantos, llegó a Holbox un hombre sin pasado. Era joven y se llamaba Eugenio y pretendía quedarse un rato a probar suerte montando un pequeño local en el mercado, pues tenía buena mano para los negocios. Salía a caminar por el pueblo, que le parecía exquisito y pintoresco, pero quedó embelesado por la belleza de mi hija Matilde, quien ya había cumplido los veintitrés años. Se conocieron en enero y casi dos años después Eugenio pidió la mano de mi hija. Ese día, siguiendo las viejas tradiciones de los pescadores, lo llevé al mar y le dije “Eugenio ama, cuida y sirve a mi hija Matilde, quien te ha confiado su vida. No falles a tu voluntad ahora que serás un hijo mío, un hijo del mar”. Al terminar, hundí su cabeza en el agua salada tres veces. Y después, todos esperamos a octubre.
Cuando vi a Matilde bajar las escaleras de la casa con ese hermoso vestido de encaje que le había hecho su madre, lloré. Estaba reluciente, y con una de sus sonrisas me tomó del brazo y partimos a la rústica capilla que habíamos construidos los hombres del pueblo y yo hace más de quince años. La acompañé como no queriendo todavía y la entregué a aquel hombre de piel blanca. Me senté al lado de mi mujer, ensimismada en quien sabe que fantasías maternales. Junto a ella estaba Eleonora como una luz apagada. La ceremonia marchaba bien, como lo esperado en todas las bodas. Antes del dar el sí, Matilde paró en seco sus palabras y salió corriendo por el pasillo de la iglesia sin mirar atrás. En medio de y ante la mirada atónita de los invitados traté de alcanzarla preguntándome una y otra vez, ¿Por qué Matilde salió corriendo?, ¿De qué huía? Se me agotaba el aire y por la boca seca retenía un poco. No sé cuánto tiempo corrí, solo veía el vestido blanco de Matilde flotando como un fantasma, mientras se perdía entre los manglares y la arena de la playa. El ocaso casi muerto y las aguas del mar no eran mansas aquel día. A lo lejos miré el faro blanco de Holbox y por un descuido, tropecé contra una roca que no vi y caí boca abajo golpeándome la cabeza. Por unos instantes no sentí nada. Un dolor punzante en un costado me despertó, y vi a Eleonora sentada a mi lado con los ojos hecho polvo y sus puños como dos costras endurecidas. Entumecido, me incorporé con vacilaciones y pude notarla más ausente que nunca. La tomé del brazo y le pregunté por su hermana. Sin voltear a verme, sus manos temblorosas apuntaron al mar. Las primeras olas me golpearon, tratando de devorarme con su boca ancha. Con mis brazos anclados a una roca buscaba frenéticamente a Matilde. Luego fui de un lado a otro, luego nadé en contra de la marea. Luego, nada. Chillé y grité con la furia de mil leones. Exhausto regresaba a la orilla de la playa soltando un reclamo al mar. Maldito el mar, malditas las bestias y los hombres que no vuelven. Malditas las orcas. Empapado y con los ojos ardientes por las lágrimas regresé con Eleonora, la tomé de ambos brazos, la miré fijamente y zarandeándola de atrás hacia adelante le insistí en que me dijera cómo había muerto, “Se la tragó”, fueron sus únicas palabras, y al instante sentí sus dientes penetrando mi brazo. Por instinto la solté y huyó a no sé dónde ni con quién. Regresaba a casa y en cuanto entré por el umbral de la puerta, Alma saltó sobre mí encolerizada y con los ojos desorbitados. Tomé su cuerpo con brusquedad, pero la miré tiernamente y le dije todo. Alma cayó al suelo.
Aquella noche no pude conciliar el sueño, fui a la cantina y me emborraché. En la mañana desperté en la barra sucia del bar con dolor de cabeza, Alma se había ido de Holbox, se fue como si nada y yo me quedaba en este maldito hoyo negro. La noticia de la muerte de Matilde arrasó como una plaga, y por la noche, unos hombres tocaron la puerta, al parecer eran aldeanos, dispuestos a ayudar en la búsqueda de Matilde. Los invité a sentarse en la sala, sin que notaran mi corazón acelerado, les agradecí su buena voluntad y disimulando mi inexperiencia con las mentiras les dije que ya todo estaba bien y que habíamos encontrado a Matilde con Eugenio, se habían reconciliado. Los nervios y el estrés no habían sido el mejor pronóstico para llevar a cabo la boda como bien se merece, y se tuvo que posponer indefinidamente. Por lo pronto Matilde estaba bien y con mi bendición se había marchado con su madre Alma y con Eugenio, del cual la verdad no había vuelto a saber nada. No sé si lo creyeron o como signo de complicidad se marcharon y me agradecieron por el café. Nadie volvió a preguntar nada.
Aún los primeros días eran absurdos al lado de Eleonora, nadie hablaba en aquella casa, si acaso recurríamos a algunas vaguedades. Yo estaba absorto y sucio, no me bañaba ni tenía hambre, pero seguía poniendo la mesa, seguía tendiendo la cama, seguía barriendo la calle; la rutina era necesaria. Otros días me quedaba en cama, Eleonora me traía la merienda, una sopa insípida que me comía sin más, y después se iba. Al volver por las madrugadas, me hacía el dormido y la escuchaba quejarse al otro lado de la habitación. Otros días despertaba gritando empapada en sudores fríos. Y otros días sonreía, era una sonrisa muy extraña.
En los primeros albores de un peligro inminente, Eleonora ya no pudo más y cayó enferma. Si me preguntan, no recuerdo exactamente cuando aparecieron todas sus loqueras, porque he de confesar que yo pensaba, injustamente, que Eleonora estaba mal de la cabeza y que no tenía remedio alguno. Así que no le di importancia y me acostumbré a sus sobresaltos a la hora de comer, a sus retratos de hombres y mujeres invisibles, los Picasso en las paredes, los bailes con pies de gato y las fantasías con caballeros y dragones helados de lejanas tierras.
En una tarde de otoño, mientras pelábamos algunos arenques sentados alrededor de una lumbre, me dijo casi obligada, que le daban mucho miedo las ballenas. Y dicho esto, soltó un alarido que hizo temblar la isla para después correr hacia la mesa de la cocina. La encontré ahí, encima de la misma con la cabeza baja, apoyándola sobre sus rodillas y los brazos entrecruzados en las mismas. Creo que la escuché decir “ahí están, no se mueven, ¡me ven, me ven!”
La vida se nos pasó de largo y quince años después, la loca del pueblo, Eleonora, daba espectáculos al bañarse en la fuente de la plaza del pueblo y vociferaba canciones empalagosas que la gente ignoraba. Trabaja bien el cuarzo y hacia algunos collares que nadie compraba, “sabrá Dios si están malditos, con esa loca uno no se fía”, escuché a una señora gruesa decirle a otra, después de que Eleonora le ofreciera un collar negro. Ningún niño, hombre ni animal se acercaba a Eleonora, aunque en el pueblo de Holbox nadie es un santo que valga la pena, porque todos esconden sus pecados. A ella parecía no importarle, siempre sonreía. Era yo quien sufría y por ello no tuve más remedio que encerrarla en casa, hasta que sin darme cuenta escapó. Hace días me venía hablando algo sobre una escafandra y las orcas. Me decía “papá, las orcas me están viendo y quieren que vaya a buscarlas, voy a ir un día de estos.” Dos noches después, improvisó un casco de escafandra con un pedazo de cartón, se lo puso y sigilosamente salió de la casa a medianoche. Fue hasta la playa y entró al mar. Se sumergió y se dejó ir. A la mañana siguiente me levanté temprano y encontré un pequeño libro, era el diario de Eleonora y como pensé que había salido a comprar la leche y el pan, lo empecé a leer y al final de la última página estaba escrita una nota.
Quince de octubre de 1960
Ya está todo listo, hoy he terminado mi escafandra. Me he armado de valor y por fin veré a las orcas.
Con mucha paciencia repasé desde el principio cada una de las hojas y pude notar que en muchas de éstas había dibujos de cientos de ojos negros y otros de orcas. No había muchos escritos, pero en la página setenta y cinco encontré un texto que decía:
Veintisiete de marzo de 1958
Le tengo miedo a las orcas, no sé desde hace cuánto, pero suelo imaginarme una ballena toda blanca y negra que aparece detrás de mí, en el reflejo de las losas del baño en plena quietud y suspendida, como volando. Puedo sentir que aquella bestia ingrata no tiene el deseo alguno más que el capricho insaciable de mirarme siempre al bañarme, con esos ojos penetrando toda mi desnudez, toda mi vulnerabilidad.
Encontré otro que parecía ser el relato de un sueño que había tenido Eleonora. Narraba lo siguiente:
Veintiuno de septiembre de 1960.
A veces tengo destellos de luz y puedo ver claramente. Aprovecharé ahora que no viene la loquera para escribir lo que soñé ayer en la noche antes de que pueda olvidarlo. Soñé que me hallaba en la playa cerca del faro y que era de noche. En la orilla y sobre la arena había una luz azul brillante, como si unas luciérnagas durmieran sobre la piel del mar. Eran las noctilucas que a veces se pueden ver durante ciertas temporadas. Entonces, me acercaba a la orilla y me iba metiendo. De repente estaba ya en medio de un mar nocturno, simulando una caja negra, y lo único visible dentro de aquel páramo era una roca que emitía cierta luz y que se encontraba justo debajo de mí, en el fondo. Recuerdo que me llamaba la atención y descendía por la oscuridad de un mar profundo y sombrío, donde lo único certero era precisamente aquello, una roca brillante.
Sentía el agua cada vez más fría y pesada. En unos instantes la penumbra era casi total salvo por aquella luz misteriosa. Me quedé inmóvil en la penumbra y todo estaba silencioso hasta que un lamento profundo invadió todo el lugar. Mi cuerpo se erizó y giré mi cabeza para ver de dónde venía aquello, pero no veía nada. Me quedo ahí sin hacer ningún movimiento y otro lamento se escuchó a lo lejos. Hubo otra pausa y después otro lamento. Después, la nada. Sentía que ya no tenía ni piel ni huesos.
Repentinamente, volví en sí al recordar la roca brillante y pensé que eso me ayudaría un poco a ver qué era lo que emitía ese sonido. Topé contra lo que parecía ser un palo puntiagudo. Y descendí un poco más y cuál fue mi sorpresa que aquel lugar era un barco encallado en el fondo del mar. Me di cuenta que lo que brilla no era más que el casco viejo de una escafandra descuidada por el tiempo y que se encontraba ahí, como un viejo tesoro de piratas. Ante mi curiosidad quise tocarlo y cuando lo hice un rugido salió de las entrañas del barco y con una furia indescriptible. Todo tembló y caí por fuerza del agua hacia atrás. Cuando me recuperé, agarré inmediatamente el casco de la escafandra y me lo puse encima. Podía alumbrar mejor y me giré nuevamente. A pocos metros de mí, vislumbré lo que parecía ser una esfera enorme y cristalina de color negro brillante en donde podía verme reflejada completamente. Era de una atracción tal que quedo embelesada por un rato. Nuevamente, presa de la curiosidad quise tocarla y cuando mi dedo la alcanzó, sentí una masa gelatinosa. Al mismo tiempo, la esfera desapareció abruptamente. Extrañada miré a todos lados, pero casi al instante volvió a aparecer ante mis narices y sin más, desapareció y apareció nuevamente. Sin duda, una curiosa esfera en un barco en el fondo del mar. ¿Qué hacía esa esfera aquí abajo? Estaba divagando cuando me di cuenta que aquello no era una esfera, era un ojo. Me quedé inmóvil.
Poco a poco, traté de alejarme lo más lento posible de aquel ojo inmenso nadando torpemente hacia abajo hasta que topé con lo que parecía ser la arena del fondo. El ojo me siguió y con el cuidado de un celador, me arrastré a tientas con mis pies en reversa por la arena. Duré así un buen rato hasta que di contra una algo duro. Miré rápidamente hacia atrás y descubrí la entrada de una cueva.
Acto seguido, me refugié adentró de la caverna y la espantosa agua salina se había ido cambiándose por la humedad y unas paredes tan altas formadas por grandes piedras calizas. No se veía rastro alguno del acechante ojo, y que, por resguardo de la cordura y el equilibrio, no me atreví a encarar al ser siniestro al que pertenecía. Tampoco aquella caverna era el escondite más seguro y acogedor; el interior hacía pensárselo dos veces antes de poner dos pies en ella, quien sabe que lúgubres secretos resguardaba; pero si de una cosa estaba segura es que no quería volver afuera, por lo cual no me quedó más remedio que seguir adelante. Una vez más, la penumbra aparecía como mi fiel compañera, pero afortunadamente también me acompañaba un casco brillante y oxidado de una escafandra de tiempos muy olvidados que encontré sobre la cubierta de un barco.
Adentrándome entonces, caminé un rato sin saber exactamente a donde me dirigía. En algunos momentos dudé porque todo me parecía igual y recordaba distintos puntos de la cueva. Pensaba que me había extraviado dándome por vencida cuando llegué a una especie de zona cubierta por largas y puntiagudas estalactitas y muros de hielo. En la entrada había un letrero con una insignia que apuntaba “No mires o te mirará”, no entendí muy bien el significado por lo que no le di mucha importancia. Más adelante, había un puente colgante que dividía el punto donde me encontraba yo y el otro extremo, con una salida al exterior de la cual emanaba una luz cálida. Debajo de mí, un espantoso lago congelado y un aire más gélido que me sobrecogió. Inicié la marcha temblorosa por aquellos tablones de madera que crujían por todo el lugar blanco e inhóspito. Me encontraba a mitad del camino, y aun así parecía que acaba de empezar. Llevaba ya un rato, cuando por azares oníricos, todo se volvió obscuro y unos rayos de luz empezaron a caer aclarando las paredes de los muros de hielo. Un desfile de luces impregnó la escena dándole un ambiente sobrenatural. Estaba tan nerviosa por tal espectáculo, que me aferré a la cuerda del puente. En medio de tal calvario, a pocos metros antes de cruzar hacia el otro extremo la luz de un relámpago me hizo mirar hacia la pared de hielo del lado derecho. Un largo sonido salió del interior del hielo, era el triste lamento que había escuchado anteriormente el fondo del mar y la más horrible de las bestias marinas apareció instintivamente. Era una orca gigantesca de color blanco y negro, con aquellos largos y afilados dientes al sonreír macabramente. Se encontraba detrás de la pared del hielo, intentando quebrarla empujándola con la cola. Me quedé mirándola y cuando me miró, caí del puente.
Desperté súbitamente, tapándome los ojos y con gritos de desesperación. Cuando reconocí que había sido un sueño, me encontraba en mi cama empapada en sudores fríos. Tenía las manos temblorosas e intenté calmarme tomando un vaso de agua que casi se me resbala. Miré al otro lado, mi padre estaba dormido. Me levanté y fui a la ventana. Mientras fumaba un cigarrillo miré a lo lejos los tejados de paja. Un aire isleño me sumergió en mis pensamientos en medio de una taciturna velada. Pensé en Matilde y en mamá. Apagué el cigarrillo y me fui a dormir.
Me quedé pensativo y vinieron a mi mente la escafandra, las orcas, los ojos negros. No encontraba sentido alguno. Vi la fecha, lo había escrito hace poco y de pronto pensé en aquel día negro. Mi corazón enardeció, mis manos se volvieron las manos de todos mis ancestros y se me adelantó un suspiro guardado, como una ola que choca furiosa con la piedra. Once de octubre, lo encontré arrastrando el dedo por las letras esparcidas. Empecé a leer, apenas podía sostenerme.
Once de octubre de 1945.
Estoy dispuesta a hacer una confesión y decir la verdad. Hoy mi hermana Matilde se casa con Eugenio Cruz a sus veintitrés años. Estoy feliz por ella, pero no puedo más que pasar penurias, estoy enamorada de Eugenio y él de mí. Nos hemos visto algunas noches cerca de la cueva que está por el faro, casi nadie conoce el lugar. En la playa hacemos el amor y sus ojos me lo dicen todo. Me ha confesado que me ama demasiado tarde. No quiere casarse con mi tonta hermana, pero ya ha quedado en deuda y el compromiso ya está hecho. Me ha prometido que le inventará alguna excusa y se divorciaran para irnos lejos, y yo le creo. Pero, por las prisas de verle otra vez, antier dejé caer una maceta al escapar por la ventana y eso despertó a Matilde. Como me vio corriendo siguió tras de mi sin darme cuenta. Esa noche nos vio abrazados, y se lo guardó para el día de su boda. Cuando fui tras ella, no pensaba con claridad y me preguntaba porque se había ido así de la boda. Pensaba que se había dado cuenta de algo y me puse muy nerviosa porque no quería que nadie se enterara de lo que había pasado entre Eugenio y yo. Cuando se paró en la playa, se volteó enfurecida, estaba fuera de sí, y se metió al mar y yo me metí junto con ella. Las olas me golpeaban muy fuerte y casi me resbaló dos veces en la arena. A lo lejos, vi a papá desmayarse tras haberse golpeado la cabeza, pero mejor quise alcanzar a Matilde porque ya estaba casi hundida a la mitad y la tomé del brazo, pero se zafó bruscamente, avanzó unos pasos más y le grité que parará. Se volteó y me miró con aquellos ojos negros y me maldijo, me dijo lo que había visto, que yo había arruinado sus planes de irse, el mejor día de su vida y que era una sucia, que nunca más quería verme. Y cuando terminó de decir cuanta cosa pudo, se hundió toda y de repente ya no la vi. Me entró un pánico horrible y la empecé a buscar metiendo mis manos y mi cabeza al agua, todo estaba oscuro y casi no podía ver nada. Entonces tentando con las manos agarré su vestido blanco y tiré con fuerza. Parecía ella un pez y yo un pescador. La tomé por la espalda y me empujó con todas sus fuerzas y caí hacía atrás sintiendo como toda el agua se me venía encima y entraba por donde podía. Fue lo peor que he sentido, su mano en el cuello de mi vestido, arrastrándome lejos de la orilla, hasta que ya no pudo tocar la arena con los pies. Y ahí se sentó justo encima de mí, sin que pudiera salir, en ese momento sentí que si quería matarme. Mis manos tiraron de sus pies y se hundió junto conmigo, y como dos animales salvajes luchando por sobrevivir me empujé con su cuerpo para salir del agua y el aire entro por mi boca. Mi cabello mojado encima de mi cara y el peso de mi vestido me inmovilizaron. Me lo quité, dejándome el camisón que traía debajo. Después, traté de traerla conmigo, pero se rehusaba a dejarme ir, quería que me ahogara junto a ella. En un santiamén cayó la noche, apenas podía ver y lo negro del agua me asustó. Envuelta en el miedo traté de llegar a la orilla. En mi huida, por accidente, golpeé fuertemente la cabeza de Matilde con mi rodilla, y entonces desprendió sus brazos de mi cuerpo dejándose ir, y vi cómo se perdía en la profundidad del agua. Quise ir por ella, traerla de vuelta, pero sabía que era en vano, lo último que pude ver fueron sus ojos negros viéndome. Cuando llegué a la orilla de la playa, vi a mi padre aún inconsciente y me quedé con él hasta que despertó.
Terminé de leer y sobresaltado regresé a la playa. En la orilla yacían dos cuerpos que un buzo había rescatado, luego de que un hombre había visto dos mujeres en el mar. Una traía un vestido negro y la otra su vestido blanco de boda. Habían colocado los cuerpos uno junto al otro, como en un abrazo, y entonces se me figuró una orca que venía del mar, de aquel maldito mar. Muchos habitantes miraban la escena estupefactos, los cotilleos no fueron de esperarse. “Son las hijas de don Eufrasio”, decían algunos y luego me miraban con la picardía y el cinismo del espectador. Nadie se percató cuando me fui corriendo a casa, tomé una mochila y el diario de Eleonora, la red de pesca, el cuchillo con el que cortó los peces y toda mi suerte. De ahí partí rumbo a Chiquilá y pregunté en todas las calles y las casas por el infeliz de Eugenio hasta que di con él. Vivía en una de esas casitas con techo de palma a orillas del mar, lo cual fue un alivio certero, la puerta estaba abierta, lo encontré sentado en el sofá tomando un café y leyendo el periódico. No pude contenerme, lo tomé por detrás y con todo el coraje que traía, le di una cuchillada por la espalda. Cayó a un costado chillando de dolor. Me miró a los ojos e intentó ponerse en pie, pero no pudo. Agarré la soga y lo sujeté, pero me esquivo con sus manos, le di otra cuchillada en el muslo con lo que se retorció otra vez, intentaba arrastrarse, pero esta vez me hinqué sobre su cuello, “Cállate, animal”, escupí mientras amarraba sus manos y luego sus pies. Me gritaba y alardeaba como una bestia convaleciente. Tomé una cinta adhesiva que siempre cargaba, se la puse encima de la boca y callé hasta mi propia alma. Luego, envolviéndolo con la red de pesca lo dejé ahí tirado. Busqué con prisas la lancha que había rentado por algunas horas. Acuestas, sin que nadie nos viera lo arrojé a la lancha. Por suerte, hacía mal tiempo y no había nadie pescando. Navegué hasta las aguas más profundas y sin más, lo arrojé. Bienaventurados los que no temen al mar, pues ellos podrán gozar sus secretos y guardar los propios.
Regresé a Holbox, hace cinco horas, y con media docena de cervezas calientes vacilo al escribir en las hojas vacías del diario de Eleonora. Estoy medio borracho y la marea alta me ha acurrucado en un letargo agradable. Abro los ojos y apenas me doy cuenta que todo este tiempo he tenido encendida la luz del faro. Cierro los ojos otra vez, y siento la brisa que me envuelve.
Ya vienen.
© All rights reserved Stephanie Olivera Juárez
Stephanie Olivera Juárez. Nace un 22 de marzo de 1992 en la ciudad de Victoria de Durango, Durango, México. Licenciada en Psicología por la Universidad Juárez del Estado de Durango. Se encuentra realizando estudios de posgrado. Escribe sus primeros textos desde adolescente por influencia de su padre. Actualmente, desarrolla otros escritos literarios.