El primer posparto había sido de terror. Al menos los primeros quince días. Este parecía ser mejor; a los diez días ya podía doblarse y lo mejor era que podía sentarse sin ese cojín en forma de dona que su madre había improvisado. Los puntos estaban sanando bastante bien a pesar de que el desgarro había sido de segundo grado. En el primer parto el doctor le había hecho la episiotomía para poder sacar a la bebé. Ese corte tan exacto no le trajo complicaciones. Ese doctor italiano, tan bueno. Fueron muchas otras cosas las que hicieron de ese posparto una tortura. En este caso se había desgarrado porque aquí consideran que el desgarro es más sano para la mujer. Todavía no entendía la justificación de esa premisa. ¡Seguro que quien la hizo no parió nunca!
-Allá cortan a todas las mujeres a menos que lleguen al hospital ya con el muchacho afuera.
Su madre insiste en identificar las diferencias. Los puntos, sin embargo, iban bien, sanando lentamente pero bien. Eso no quería decir que no dolieran. Dolían como el hijo del demonio. Dolían como el coño de su madre. Ahora entendía por qué funcionaba también decir que algo duele como un coño. Cuando el calmante que le había indicado el médico perdía su efecto, ella sentía la dentadura de un perro apretándole allá abajo, adonde se supone todo debe ser suave y delicado. Caminaba con las piernas abiertas y muy lentamente, trantando -sin éxito- de aminorar la molestia.
-Yo no me pude sentar por seis semanas.
Cuando la fue a visitar para conocer a la bebé, su prima le contó que ella pasó la cuarentena parada porque su desgarro fue tipo árbol, es decir, con ramificaciones descontraladas, de diferentes longitudes y hacia diferentes lados. Los puntos le llegaron al ano. A su bebé se le había atascado la cabeza al tratar de salir y el destino hizo lo que quiso con la piel de su prima. En ese momento dio gracias porque la cabeza de la bebé salió sin mayores complicaciones. Realmente, dio gracias por las ocho horas de contracciones en vez de las catorce de la primera vez. Esta vez fue un paseo. Él había llegado preparado para que ella le arrancara la puca y le rompiera la camisa. Tenía los recuerdos al rojo vivo. Estaba preparado para horas y horas de dolor y gritos.
-Dele algo para que no le duela, por favor.
Él repitió esa oración varias veces la novena hora. La novena hora duró mil horas. En la novena hora del segundo parto se resumieron las catorce del primero. El doctor llegó a romperle la fuente cuando después de ocho horas de contracciones había aumentado un centímetro de dilatación. Tenía cinco.
-Tranquila, bellisima. La tua niña va nacer en un rato. I am off to the other hospital.
El médico atendía mujeres parturientas en dos hospitales. Les pidió a las enfermeras que lo llamaran si algo ocurría. El otro hospital quedaba a pocos minutos de distancia. Ella no sabe cuántos minutos pasaron cuando tuvo que arquear la espalda para poder soportar los tirones de las contracciones. La novena hora, la novena hora. En sesenta minutos pasó de cinco centímetros de dilatación a diez. ¡A diez! Gritó desesperada que le pusieran la epidural. La enfermera entró y cuando buscó el punto exacto ya había dilatado más de lo permitido para poder inyectarla en la columna. No había nada que hacer. Tenía que parir así.
-No me digas que no puedes. Mírame. ¡Mírame!
Cuando ella se sentía desfallecer sintió las ganas impetuosas de pujar. Gritó en inglés, gritó en español. Y cinco enfermeras más entraron a la sala. La encargada de su parto seguía enfrente de ella con el teléfono en la mano, llamando al doctor, hablando con el doctor.
-Don’t push! The doctor is on his way!
Que no pujara, ¡que no pujara! Pero pujó. Pujó una primera vez y él le dijo que se veía la cabeza. No podía contener el dolor, sentía que en ese momento moriría y que sus hijas quedarían huérfanas, pensó en todo lo que se perdería, en lo que no vería; en el transcurso de diez segundos lo pensó y volvió a sentir ganas de pujar. Lo hizo de nuevo dejando salir un grito desaforado. Sintió como la bebé salió disparada, sintió perfectamente la superficie babosa que la cubría. Entendió por qué decían que los bebés nacían como pececitos. La bebé sorprendió a la enfermera y esta la atajó en el aire como un balón de fútbol americano. Nació y ella se desplomó. Pudo poner la espalda en la cama, pudo respirar sin gritar.
-Is she pushing?
El doctor entró como un bólido, sudando y con los pelos parados. Al enterarse de que ya había nacido la niña se aproximó hacia la enfermera encargada y le dio una palmadita en el hombro. Él seguía con ella, la besó en la frente, le habló con la mejilla junto a la suya, le dijo -honestamente- que era la mujer más fuerte y más hermosa que había conocido en su vida, y fue a ver a la bebé. Él se alegró al ver que respiraba bien mientras las enfermeras la limpiaban y examinaban. En unos minutos la cargó y sonrió plácidamente.
-Voy a coser, you tore. Ma todo está bien, bellisima, todo está bien.
El doctor se lamentaba de que todo hubiera ocurrido tan rápido y de que él no hubiera estado allí para hacerle la episiotomía pero le repetía que todo estaba bien y en realidad lo estaba. Le dolería como el coño de su madre pero estaría bien. Cuando su madre fue a verla y a turnarse con él para cuidarla al hospital, le preguntó por qué no se había cortado las trompas como dijo que quería hacer. Le explicó que el doctor era muy católico y no creía en los métodos anticonceptivos permanentes. Dios podía mandar a los hijos que quisiera. Ella había planeado esperar el tiempo prudente para visitar otro ginecólogo y programar la operación. Su madre le dijo que si quería hacérsela, no debía esperar mucho. Según su madre, ella podía quedar embarazada con solo sentarse al lado de él.
-Eso no es nada, solo es indigestión.
Cuando a escondidas de él fue a comprar una prueba de embarazo a la farmacia y luego vio en el baño de su casa como rápidamente aparecía la cruz, se puso a llorar. Se puso a llorar como nunca porque no quería parir. Se repetía a sí misma que no podría hacerlo, que moriría en el intento porque el destino no le perdonaría la vida una tercera vez. Cuando él llegó a la casa la encontró hinchada de tanto llanto y entendió que nadie en la casa tenía indigestión. Con un nudo en la garganta y con un sinnúmero de flashbacks la abrazó.
-No te vas a morir, yo estaré allí para impedirlo.
© All rights reserved Naida Saavedra
Naida Saavedra es escritora de ficción, crítica literaria y docente. Ha publicado Vos no viste que no lloré por vos (2009), Hábitat (2013), Última inocencia (2013), En esta tierra maldita (2013) y Vestier y otras miserias (2015). Sus cuentos han aparecido en diversas antologías y revistas literarias como El BeiSMan, ViceVersa, y Digo.Palabra.TxT. Saavedra posee un Ph.D. en Literatura Latinoamericana de la Florida State University y su investigación aborda la Latina/o Literature, centrándose en los temas del desarraigo y la posmodernidad. En este momento estudia el New Latino Boom, movimiento literario en español propio de los Estados Unidos en el siglo XXI, sobre el cual está escribiendo un libro de ensayo que saldrá publicado en 2019. Actualmente reside en Massachusetts, donde es investigadora y profesora de la Worcester State University.