Con la paciencia de haberse refugiado en el olvido, donde ya el tiempo no duele, comenzaba de nuevo la rutina que anestesiaba sus días. Todo estaba limitado por la visión que le proporcionaba un cristal protector que, paradójicamente, también lo exponía a los ojos de los curiosos que distraían sus miradas ocasionalmente en él.
Ya estaba acostumbrado a esa monotonía consolidada que raramente se veía interrumpida. En contadas ocasiones, podía sentir el dulce calor de alguna caricia. Esas oportunidades, cada vez más escasas, no podían ser desaprovechadas, eran el único recurso a su alcance para dejar volar la imaginación y romper la tristeza de sentirse en permanente estado de letargo. ¿Qué historias ocultas movían a ese gesto desinteresado y espontáneo?
Había conocido manos hechas a sí mismas, con la rudeza de un trabajo que las desprecia. Manos que agarran y no son capaces de abrazar, dejando un rastro de aspereza. En ocasiones, era la musicalidad de unos dedos largos, dotados de un tacto de seda, la que le envolvían y con los cuales había tenido la sensación de bailar, que es como flotar en el aire y aspirar un intenso perfume. Abundaban también aquellas ausentes de identidad, anónimas en el universo de lo común y heladas por la monotonía de lo que no cambia y se repite a diario.
Había descubierto que existía todo un universo de matices que iba más allá de los sentidos corporales, de esas manos que se le acercaban. Jugar a las adivinanzas se tornaba fácil, aunque nunca llegaría a saber si su respuesta era la correcta.
Este trasiego intermitente no le permitía tener un claro sentido del tiempo. La brújula del paso de las horas ya no apuntaba hacia ningún norte al cual encaminar sus pensamientos. Suponía que ya lo había visto todo, la estrechez de su mundo no le daba para más.
Cerrando el día, cuando ya nada ocurre porque el tiempo toca a su fin, penetró un aire gélido en sus entrañas, acompañado de una fuerza incontrolada que le hizo caer. Se había precipitado al vacío, que es lo mismo que la nada, que encaminarse hacia el olvido.
La sensación, sin embargo, resultó placentera, se dejó deslizar por una suave ladera que la componía un montículo hecho con la mayor diversidad jamás soñada. Un huracán de imágenes le envolvía hasta perder la conciencia del cómo y dónde se encontraba. El desconcierto lo invadía todo. Era la primera vez que su capacidad de atención le había traicionado.
Despertó de su caos envuelto por un lamento intermitente de palabras sueltas, con distintos acentos e intensidades, que martilleaban en lo más profundo de su alma, como si le desgarrarán las propias entrañas.
Allí, en frente suya, se encontraba el origen de todo aquel caos que había puesto fin a la calma de una ventana abierta al público. Un artefacto, de enormes proporciones, se mostraba como un obstáculo inexpugnable, como aquellas sólidas murallas que había visto dibujadas y que siempre le parecieron crueles porque cerraban a sus habitantes las puertas al mundo circundante.
Una mirada más detallada le sacó de su error inicial de percepción. No era algo hermético, sin lugares por los que acceder, blindado a los desconocidos. Más bien se mostraba como enorme gruta, parecido a la boca de un dragón. Ese era el símil que vino a su mente. Una lengua de fuego, en forma de trituradora, que todo lo reducía a un polvo fino y volátil. Como las almas cuando abandonan el cuerpo.
Réquiem por la maravillosa fantasía del juego alfabético encerrado en los libros.
© All rights reserved Carlos Marchena González
Carlos Marchena González. Maestro, pedagogo y psicólogo. Inspector de Educación. Autor de numerosos artículos educativos en revistas especializadas y de seis libros sobre distintas cuestiones de esta misma temática.
Respecto a la creación literaria, autor de los siguientes microrrelatos:
· Eternidad. Revista Falsaria.
· Liturgia. Revista Alborismo.
· Suicidio. Revista Rutas.
Correo electrónico: carlosmarchenagonzalez@gmail.com