Quizá no está muerta, sino que se ha convertido en otra cosa. Que es como decir que esta muerta, porque ya no es lo que era. Ciertamente, en tiempos donde las lecturas ya no se consumen unidireccionalmente, plantearse la novela latinoamericana en el siglo XXI es querer más. Una ambición. Un hambre. Digo, en algún momento todos nos cansamos de comer lo mismo. Hasta que degustamos a Pedro Lemebel.
Como entretenimiento de sofá, tenemos grandes novelas escritas y por escribirse cuando es menester volverse hacia lo necesario, que es salirse de uno de vez en cuando. Mas como artefacto de apreciación estética —que nunca debe ser el valor añadido del texto— las mejores novelas del presente siglo son aquellas que alcanzan tanto un nivel de desafío en el lector igual que deja, en partes iguales, una sensación de placer. Seguramente, además de los Detectives salvajes y Amuleto de Roberto Bolaño, me parece que Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel es esa otra gran obra de la literatura latinoamericana del siglo XXI.
Lemebel resuena de diversas maneras. Cronista, ensayista, performero, pero sobre todo artista, Lemebel nos cuenta en esta novela una historia como la de las grandes historias: una historia de amor entre La Loca del Frente y Carlos, un joven universitario que planifica el asesinato del dictador Augusto Pinochet en el Chile histórico de 1986. La belleza va tomando compás de bolero entre seducción, dictadura militar y transzonas queer que se desplazan por los claroscuros de lo contingente.
Tengo miedo torero, que cumple veinte años desde su publicación, es una genialidad. De eso no queda duda. El espacio narrativo es el ovillo que sale desde el laberinto del Minotauro y se convierte en plano de trasgresión, valor y resistencia. Suena a las cosas que uno hace por amor, donde la verdad y la ficción se entrelazan constantemente para crear una historia. Cualquier historia. La que queremos escuchar, digamos, más que leer.
La situación política bajo la dictadura de Pinochet se teatraliza en paralelo con la Antígona de Sófocles, o la Antígona Pérez, de Luis Rafael Sánchez. Por un lado, hay reivindicación histórica; por otro, la memoria tatuada por un hecho de sangre fallido. En todo caso, performance y espectáculo donde La Loca pasa bajo la luz concentrada de esta puesta en escena donde se sabe que ella lleva las de perder. Y aún así, juega. Juega porque vive; juega porque si no lo hace, la existencia perdería su sentido. La edad y el tiempo pasan factura y La Loca se sabe en el irremediable, porque no hay nada que remediar; es la voluntad que ha decretado.
Si se quiere, hasta podríamos pensar de una novela que sustancia el registro neobarroco como desplazamiento textual que permite en cierto modo modular entre aseveraciones identitarias y prácticas escriturarias «como si el pedal de esa lengua marucha se obstinara» igual que le sucede a La Loca de Enfrente cuando insiste en repetir el nombre de Carlos, «llamándolo, lamiéndolo, saboreando esas sílabas, mascando ese nombre, llenándose toda con ese Carlos tan profundo, tan amplio ese nombre para quedarse toda suspiro, arropada entre la C y la A de ese C-arlos que iluminaba con su presencia toda la casa».
Carlos es el amor que sabe que no se quedará con uno. Y aún así, no nos importa. Es bueno mientras dure.
Gran recorrido del texto lo hacemos de la mano del narrador por medio de un estilo indirecto pero libre que no fatiga, y que, por el contrario, en su persistencia, ilumina la caracterización de La Loca. Es el lenguaje el lugar de protección. Es en el lenguaje que todo se puede. Es el lenguaje donde La Loca se rejuvenece, sueña, vive, crea; es la poesía de la vida el lugar donde se resguarda de la realidad asesina.
La Loca trasviste su realidad. Es decir, subvierte el orden y es su afán de vivir, amar y contar lo que censura la oficialidad, y no lo contrario. Lemebel asume la crueldad, el dolor y el sufrimiento de vivir perseguido y oprimido por la dictadura militar y por el código de conducta social «aceptable» y las procesa en un texto que es tanto híbrido como puro. El producto final es un cruce de bifurcaciones donde el carnaval también canibaliza.
Lemebel hace sonreír a Derrida: más que escritor, es un ingeniero.
Y esta novela, es una ciudad de demasías, de intensidades, de aglutinaciones. Tengo miedo torero es una ciudad de afecciones como textos. Una máquina de palabras y quizá, la ratificación de que la novela quizá no está muerta, sino que se ha convertido en otra cosa.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.