Como tantas otras veces, Iris mira al cielo buscando la luna. Le gusta ver sus dibujos. Así llama a los relieves; otras veces los llama cicatrices, depende más del estado de ánimo que de una cuestión de aspectos. Esta noche no encuentra ningún nombre en particular para la geografía lunar. Sólo mira. De a ratos se toca el vientre, inconscientemente, sin un motivo que justifique hacerlo.
Piensa en los dos hijos que todavía están al cuidado de su madre, allá en Guerrero, y en las noches que se pasó viendo la luna.
Ya van cuatro años desde que partió. Cuatro años sin ver a sus hijos, sin abrazarlos. Cuatro años de privaciones en el Norte, enviando dinero y esperanzas al Sur. Le cuesta hablarles por teléfono, no porque no lo desee, sino porque se quiebra tan seguido que es difícil entenderle.
La vida de Iris siempre fue complicada. La niñez con estrecheces, la pubertad con sombras, la adultez con sueños rotos. Los errores de amor se pagan toda la vida, se repite cada tanto.
Esta noche la luna está más grande que de costumbre, más amarilla de lo habitual, más brillante de lo común. Siempre ve la luna de Chicago más cercana de lo que la veía en su Guerrero natal. Es una de las pocas cosas que la reconforta a pesar de estar lejos de los suyos. Su vida cambió bastante desde que llegó. Antes no podía ir a bailar tan seguido. Su pueblo era chico, todos se conocían. Si se quería evitar a alguien, lo mejor era no ir a ningún lado. A veces, ni siquiera al excusado. Pero la música la transforma, la lleva en las venas. No puede esconderse al escuchar algunas notas, el cuerpo le pide movimiento. Moverse, aunque sea en silencio. Moverse, aunque sea a oscuras. Moverse, aunque sea sin movimientos.
Él también iba a todos los bailes.
En lugares donde las caras se repiten, es fácil catalogar quién es quién, en especial cuando de bailar se trata. Al momento de decidir por una pareja, se tienen en cuenta muchas cosas. El bailar es cosa seria. La pareja debe tener la misma pasión por el baile y más o menos las mismas condiciones. Bailar con alguno de poco vuelo puede resultar el fiasco de la noche; en cambio, estar acompañado por un deslumbrante bailarín y desentonar, sería la razón del aburrimiento por el resto de la velada. Nadie elegiría a un perdedor de pareja.
Ambos bailaban muy bien. Era inevitable no coincidir en alguna pista de baile.
Iris estaba en una edad donde la piel es delicada, donde una sonrisa nerviosa habla por las palabras que faltan, y en una circunstancia donde la curiosidad del cuerpo hace cometer deslices, por lo general inconvenientes.
Fue una mezcla explosiva. Dieciséis y embarazada. Por un tiempo, desapareció de los bailes. Él, desapareció para siempre.
En aquellos días, la luna no le alcanzaba para reconfortarse, pero nunca dejó de mirarla.
Ya con veinte, pudo volver a bailar. La madre, alguna hermana, a veces la abuela, le cuidaban el hijo. Los bailes no la acaloraban como entonces, ahora los disfrutaba por el simple hecho de relajarse, de olvidarse de lo cotidiano, de dejarse llevar por esos momentos de éxtasis bajo la luna. En Guerrero, todos los bailes se hacen en patios. Hay garantía de buen clima y la brisa disipa las borracheras. Ya Iris tenía cuerpo de mujer. Había aprendido a mantenerse tan distante como quisiera. Muchos Él se le cruzaron por el camino. Algunos la fastidiaban. Otros, la divertían. Sólo uno de esos Él, llamó su atención. Pero esta vez sería diferente, se prometió.
Estoy embarazada, le dijo. Él se quedó con ella. Pero el precio fue alto. El primer hijo debió quedarse con la abuela. Cuestión de honor, dijo Él. Claro, ¿cómo iba a criar el hijo de otro? No tardó más que meses en darse cuenta que tampoco podría criar el propio. Él se fue, no muy lejos, pero lo suficiente como para no escuchar reproches.
Todo en Iris se desbandó. Sus creencias, sus ritos, sus esperanzas. No mostró heridas en su andar. Nadie sabe qué pasó con las heridas internas.
Y tuvo que remar otra vez. Se alejó de Guerrero observando la luna desde la ventanilla de un autobús que la llevó al Norte. Se había dicho por un año, pero ya van cuatro. El comienzo fue difícil, con deseos de volverse a cada rato. Pero con ella en el Norte todos están mejor, cree. La abuela recibe dinero puntualmente para el cuidado de los hijos; están bien vestidos, bien alimentados y bien educados. Cada vez que puede, alguna encomienda les lleva el amor que sigue postergado en el Norte. Juguetes, regalos, fotos.
La luna brilla en todos los cielos. En Chicago, hasta parece más grande. Siempre despeja después de la tormenta.
Se dio cuenta de que en el ambiente latino de la ciudad, la permisividad es algo corriente. Dejó de llamarse Iris, ahora es Claudia. Su tarjeta de trabajo falsa, al menos, dice eso. El reinventarse le ayudó a volver a empezar. Cuando conoce a alguien, ni siquiera menciona a Guerrero. Después de todo, cada uno tiene algo de qué olvidarse en esta otra vida. Con las nuevas amigas, peregrinan por los bailes de los suburbios. Siempre uno distinto, donde lucen sus dotes para la salsa, la bachata y la cumbia.
De vez en cuando, accede a alguna cita. De vez en cuando, se permite ir a la cama.
Hace poco conoció a un puertorriqueño. Baila muy bien, su especialidad es la salsa. Se divierten bailando y disfrutando algunos tequilas. Lo llama por el nombre de pila, ya no es más Él. También sabe que los puertorriqueños tienen beneficios. El beneficio de la nacionalidad, seguro social y mejores trabajos. También sabe que por ser latino le gustan los niños, como a ella. Sabe que mejorando su propia situación, mejorará la de la familia.
La luna se le acerca hasta dejarse tocar. Nunca en Guerrero pudo tocar la luna. Le gustaría tener una hija. Le hace falta compañía en la soledad que siente en el Norte. Le gustaría llamarla Luna.
Hoy la luna está más grande que de costumbre, más amarilla de lo habitual, más brillante de lo común. Hoy puede tocarla. De a ratos, inconscientemente, también se toca el vientre, no tiene motivos para hacerlo, apenas el deseo de que la luna estuviera metida en su cuerpo.
© All rights reserved Fernando Olszanski
Fernando Olszanski nació en Buenos Aires, Argentina. Ha vivido alternativamente en Escocia, Ecuador, Japón y pasado por varias ciudades de los Estados Unidos. De profesión educador, también es escritor, editor y artista visual. Es autor de la novela Rezos de marihuana, el poemario Parte del polvo, y los libros de cuentos El orden natural de las cosas y Rojo sobre blanco y otros relatos. Como editor ha compilado las antologías América Nuestra, Trasfondos, antología de narradores en español del medio oeste norteamericano y Ni Bárbaras ni Malinches, Antología de narradoras en Estadios Unidos, las tres galardonadas con el International Latino Book Award. Fue director editorial de las revistas Contratiempo y Consenso, actualmente dirige la editorial Ars Communis. Reside en Chicago, Estados Unidos.