Los idiomas también padecen historias y, para el español, la más trágica ocurrió en Filipinas. Al antiguamente llamado Archipiélago de San Lázaro le amputaron el alma castellana. Un alma nacida con la expedición de Miguel López de Legaspi en noviembre de 1564 rumbo al Oriente, y cuyas embarcaciones partieron del puerto de Barra de Navidad, Jalisco; un alma que soñaba con sus hermanas siamesas en Latinoamérica; un alma donde Cervantes en algún momento fue origen y destino.
Parte de la última oleada independentista en los territorios españoles, Filipinas logró separarse del imperio en 1898. Como todas las luchas decimonónicas, la del archipiélago se nutrió de sangre y héroes. José Rizal —dramaturgo, novelista, poeta, librepensador— fue el faro que guio ideológicamente a su pueblo para encontrar la libertad tantos siglos anhelada. A su muerte, en 1896, y consciente de la amenaza que representaba la política intervencionista de Estados Unidos en la zona Asia-Pacífico, Rizal legó su testamento en castellano. Previendo la debacle y una noche antes de ser fusilado, escribió:
Adiós, patria adorada tierra, región del sol querida,
¡Perla del mar de oriente, nuestro perdido Edén!
A darte voy alegre la triste mustia vida,
Y fuera más brillante, más fresca, más florida,
También por ti la diera, la diera por tu bien […]
Rizal pudo haber redactado su texto en tagalog —idioma que hasta la fecha amalgama lingüísticamente al país—, pero decidió hacerlo en español, dotándole al idioma la promesa de futuro. Durante los años por venir Filipinas presumiría al castellano como el espíritu cultural de su pueblo. En el corazón de Asia se escucharía nítido el español. Sin embargo, los deseos del poeta se desmoronaron y el peligro se hizo presencia. Luego de los tratados de París de 1898, el naciente imperio estadounidense asumió el mandato en el archipiélago. Una de las decisiones más agrestes de los norteamericanos fue sustituir al español por el inglés como idioma emblemático del país.
Ante la embestida anglosajona la pluma se convirtió en arma de lucha, y la literatura se percibió como la base para construir una identidad filipina propia. Entre 1900 y 1946 se vivió una intensa actividad intelectual en castellano. Junto a los diarios hispanos en las ciudades de Manila, Cebú, Bacólod, Zamboanga, Vigan y otras, se fundó la Academia Filipina de la Lengua Española en 1924. En el plano literario se estableció el Premio Zóbel para reconocer las obras que se escribían en castellano y que dieron como resultado la denominada “Época de Oro” de las letras hispanofilipinas. Una gran variedad de tonos y textos se agruparon durante este lapso: poesía clásica, relatos de tradición oral, ensayo literario, novelas río, de crecimiento e históricas.
Manifestaciones tan interesantes como el Modernismo encontraron asimismo eco en el archipiélago. El máximo representante fue Jesús Balmori (1886-1945). Bajo la estrella de Rimbaud, a los 17 años publicó un libro revolucionario para las letras filipinas: Liras malayas (1904). Le siguieron Claro M. Recto con Bajo los cocoteros (1911) y Fernando María Guerrero con Crisálidas (1914). Es cierto que los textos se circunscriben al ocaso modernista en América —Enrique González Martínez pugnaba por torcerle el cuello al cisne en 1911—, pero también es innegable que los autores asiáticos se endosaron al movimiento, tanto en sensibilidad como en recursos estéticos, con la salvedad que el Modernismo en Filipinas sirvió además como un vehículo encaminado a reflejar un sentimiento nacional.
A la par de la poesía modernista, la narrativa también fue una herramienta de cohesión social ante la vorágine estadounidense. La oveja de Nathán, novela de Antonio M. Abad, publicada por entregas a partir de 1928 en el periódico La Opinión, ocupa el lugar más alto de la literatura del periodo. Con claras reminiscencias bíblicas, la obra es heredera de las obras realistas decimonónicas. La novela sigue las rutas trazadas por Galdós, Tolstoi y Dostoievski. El refugio y paternalismo literario que Abad encontró en estos autores indicaba ya la lejanía de los filipinos para seguir puntualmente la evolución de las letras en castellano que se daba en España y Latinoamérica.
Ninguna extrañeza puede verterse ante la situación. No existe otro ejemplo en la historia del español donde el idioma estuviera condenado a morir. Los literatos hispanofilipinos fueron conscientes del significado de escribir en castellano en un momento donde la oscuridad del mutismo matizaba el horizonte. Sus letras trascendieron objetivos meramente estéticos, a fin de situarse en un lugar único, a medio camino entre el ideario político y la propuesta artística.
Con el español como instrumento social, Antonio M. Abad fue el más entusiasta impulsor de la literatura en castellano en Asia. Además de promover las clases de español en diversas universidades, a finales de la década de los 50 inició un proyecto editorial en el que publicó el poemario Kaleidoscopio espiritual de Evangelina E. Guerrero. Además, anunció la posterior aparición de Pantílicas de Cecilio Apóstol y la novela El campeón de su autoría. Sobre su propósito escribió: “este es parte del esfuerzo de los hispanistas filipinos de demostrar que aquí se lucha con la palabra y con la acción por conservar el idioma y la cultura española. […] tendremos ciertamente un arma muy poderosa si logramos demostrar que la producción literaria filipina en español circula en el mundo hispánico”.
Con el afán de conversar su alma castellana, ni Abad, ni los otros escritores de la Época de Oro cesaron en su defensa del español. A lo largo de su vida siguieron escribiendo textos donde ponían en relieve la importancia de defender el idioma como sustento de la identidad filipina. Pese a los esfuerzos, para 1960, Antonio M. Abad sabía que el español en el archipiélago, y con él la literatura en este idioma, había perdido la batalla contra el embate anglosajón. En 1965 escribió una carta a su amigo Pablo Lislo, radicado en México, con quien había compartido la aventura del periodismo en Manila: “¿Recuerda los tiempos aquellos donde fuimos compañeros de La Opinión? El periódico ha muerto ya, y el español en Filipinas, si Dios no lo remedia, va a seguir su suerte”.
Intereses políticos, aislamiento geográfico y olvido histórico provocaron que la literatura filipina en castellano se diluyera y que, hasta la fecha, sea la gran desconocida en los países hispanohablantes. Frente al silencio, las últimas décadas han sido de una labor constante de reconocimiento y rescate de autores, obras y corrientes. En torno al Instituto Cervantes, una docena de investigadores —la mayoría españoles— no cesan en su tarea de mostrar el tesoro que significa el bagaje literario en el archipiélago. Uno de los proyectos emblemáticos es la colección Clásicos Hispanofilipinos, cuyas ediciones críticas pueden descargarse en línea. Sus títulos son Cuentos de Juana de Adelina Gurrea; Los pájaros de fuego de Jesús Balmori, El campeón de Antonio M. Abad y Relatos de Enrique Laygo.
Con el mismo afán de difusión, en 2015 y bajo el auspicio del Programa de Estudios Literarios del Colegio de San Luis, Mercedes Zavala y quien esto escribe, organizamos el 1er Coloquio Internacional de Literatura Hispanofilipina, con la participación de investigadores de Europa, Asia y América. Un acto similar se llevó a cabo en 2018 en la Universidad de Amberes (Bélgica) con especialistas de renombre internacional. En la misma institución y con financiación de la Unión Europea y apoyo de las universidades de Clermont-Auvergne (Francia) y Paris Nanterre (Francia); Rey Juan Carlos y (España), y la del Ateneo de Manila (Filipinas) se estableció el proyecto DigiPhiLit, que pugna por visibilizar la literatura hispanofilipina. Por último, en el marco de su 30 aniversario el Instituo Cervantes inauguró el mes pasado la exposición “Na linia secreto del horizonte. El legado de Filipinas al mundo hispánico: la literatura hispanofilipina”, compuesta por 94 libros y publicaciones que datan de 1840.
Investigación, difusión, presencia digital, revitas académicas, edición de libros, formación de expecialistas, son algunas de las trincheras desde donde sigue la batalla por el castellano en Asia. Tan loable como quijotesca labor prefigura un solo objetivo: descubrir la riqueza de una zona aún desconocida por nuestra patria grande, la patria que vive y sueña en español.
* El presente texto fue publicado anteriormente en La Jornada Semanal (México: 16 de mayo de 2021).
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.