A Sócrates Expósito, la vida nunca le había dado un abrazo. Nacido de la tormenta, ésta sería su noche, su frente, su perfil…su acompañante.
La triste composición de una partitura inacabada.
Siendo apenas un niño, una hemorragia de lágrimas le creó una herida que sería eterna, ya por entonces empezó a odiar las cenizas de aquel maltrecho mundo a punto de hundirse.
Pasaron algunos años, y cansado de recibir tantas puñaladas, decidió una luminosa mañana, poner fin a su atormentada existencia.
Con una gruesa cuerda de cáñamo, escondida bajo el abrigo, marchó de casa, orgulloso, masticando la sonrisa del predestinado.
Durante varios meses lo había estado planeando con detalle y precisión.
– Bien! se dijo, hoy es el gran día…vamos allá. Comenzó a bajar los estrechos peldaños del viejo edificio tan apresuradamente, que resbaló en un rellano encerado
– ¡qué susto, Dios!
Con suerte se sujetó a la barandilla.
– Casi me rompo una pierna, podrían colocar un cartel de aviso.
Con el corazón cabalgando, olvidó el incidente y siguió adelante, caminando por las hermosas calles de su ciudad natal. Iba obsesionado, absorto en pensamientos, contento del día que había elegido, el cielo de azul intenso, flores en los jardines, un perro que se orinó en su zapato…
-Eh, oiga, tenga cuidado, hombre, su perrito acaba de estropear mi mejor calzado, a ver si vigila dónde hace el chucho, sus necesidades.
El hombre, que llevaba gafas negras y un bastón blanco.
-Encima snob, pensó Sócrates…
El pobre hombre le tendió la mano mientras balbuceaba, nervioso.
-Por favor, lo siento enormemente.
Y se fue con prisa.
Cuando Sócrates abrió la mano se encontró con un billete doblado.
-Qué me ha dado? ¡Vaya! si con esto puedo comprarme cuatro pares de zapatos…
Le supo mal y quiso devolverlo, pero le resultó imposible dar con él, se había evaporado.
Pasó por una tienda de calzados, entró y se compró unos mocasines que le sentaban muy bien, al levantarse para ir a pagar a la caja, la chica que le atendió le explicó que no debía nada.
– ¿Cómo qué…?
-Hoy es la inauguración del comercio y a los cinco primeros clientes no les cobramos. Enhorabuena, señor. Gracias por su visita. Que tenga un buen día.
-Pero bueno, en fin, hasta luego.
Confundido, continuó el éxodo hacia las afueras de la urbe, allí entre pinos y encinas esperaba “su árbol”, alto, grueso, majestuoso, una joya de la natura que daba confianza y seguridad.
En una fuerte y gruesa rama colgaría la horca y en el aire fresco de la noche estrellada, oscilaría en paz y después gloria, y al amanecer junto a la sombra del tronco ceremonioso su cuerpo, descansaría por fin del sufrimiento que atesoraba durante tanto tiempo.
Así despistado, con el cerebro desbocado y el alma balanceándose aún, cruzó la calle con el semáforo en rojo.
Pitidos, frenazos, insultos percibieron sus oídos castigados.
– ¡Desgraciado, suicida, mire por donde va! Gritaban a coro los conductores y también los viandantes, exaltados por el susto.
-Dios, por un milagro no me atropellan, vaya racha que llevo.
Siguió caminando cabizbajo y taciturno por la acera, hasta que algo rozó su brazo, una maceta de geranios se estrelló en la calzada, la sangre asomó en la piel, miró arriba y gritó al balcón. Un señor sexagenario bajó rápidamente y le hizo subir con toda clase de reverencias, disculpó su descuido y le limpió la herida.
En una esquina de la casa había una niña bonita que le regaló su sonrisa.
Se dirigía a la periferia, a un frondoso abismo de vegetación aislado. Una densa niebla le cubrió, envolviendo sus sensaciones, creyó sin ser creyente que se encontraba ya en el cielo, pero no podía ser, olía demasiado mal para la eternidad. Un fuerte olor a fuego, a quemado…la nube era humo, giró a su alrededor, vio que, de una de las muchas fábricas, las llamas asomaban por los ventanales, el cielo convertido en infierno. Un muchacho adolescente se asfixiaba, tosía con dificultad.
Sócrates se acercó a toda prisa, trepó como un gato por los sobresalientes de la pared, llegó al piso y saltó adentro, ató la soga a un armario macizo, el chico se le abrazó desfallecido y así, entrelazados, descendieron y llegaron a tierra, sanos y salvos.
Todo el vecindario les aguardaba, ya llegaban los bomberos, se sucedieron los flashes de los fotógrafos, las entrevistas de los periodistas, Sócrates se escabulló y huyó del bullicio con la cuerda un poco más corta y chamuscada bajo el abrigo.
Quería llegar antes del anochecer a la cita. Sus pasos ahora cruzaban el anciano puerto, las gaviotas pescaban y el horizonte…pronto se reuniría con él. El agua enfurecida chocaba con el dique y las rocas salpicadas, esculpidas por una mano indómita.
¿Era un espejismo o alguien se agitaba en el agua? Fijó su mirada y descubrió el cuerpo de una mujer que se retorcía desesperadamente, ahogando gritos y sollozos. Él era mal nadador, sin embargo, no dudó en lanzarse al mar, sin pensar en nada más que en luchar contra las olas enloquecidas, vencidas éstas, alcanzó a la joven y agarrándola por la mandíbula, con mucha dificultad, apuró las fuerzas llegando a buen puerto. Le hizo la respiración boca a boca, la chica había tragado medio Mediterráneo. Al cabo de un rato, con un ruedo de gente entre ellos, los pulmones fueron achicados y la respiración normal volvió al curvilíneo cuerpo de la escultural sirena. No había podido apreciar su belleza hasta pasado el mal trago. Ella miró a Sócrates agradeciéndole su coraje. Los de la ambulancia la tendieron en la camilla y marcharon con las luces de urgencia.
Ya era muy tarde, Sócrates, se apresuró. Por fin divisó el bosque, quería hacer las cosas bien, con luz para poder trenzar el nudo del collar.
Allí estaba frente a él, desafiante “su árbol”. Subió por el tronco hasta la rama más gruesa, la rodeó cariñosamente con la cuerda, Hizo un nudo de ocho corredizo como le habían enseñado en la marina y se ajustó el collar al cuello mientras sentía que la felicidad existía.
Estando allá en lo alto, atisbó a dos maleantes quitando el bolso a una pobre anciana. Bufó y suspiró, anudó la famosa cuerda, se quitó el lazo y saltó sobre los dos criminales, les golpeó con rabia y furia por no dejarle concluir su ansiada tarea, ahuyentándoles. Recuperó el bolso y se lo devolvió a su dueña, la señora se lo agradeció con un himno de aleluyas y santiguándose, dijo que rezaría para que tuviera larga vida. Quedose solo, pensando en todo lo que le estaba ocurriendo. De repente un puñetazo le trajo de nuevo al mundo real. Los asaltadores no se habían ido muy lejos y le golpearon, pero no contaron con la fuerza de un suicida que deseaba terminar su obra maestra.
De dos manotazos y cuatro puntapiés les dejó en el suelo, yacentes. Recuperó la soga del árbol y les rodeó con ella, asegurándose de que estuvieran bien inmovilizados, les hizo recobrar el conocimiento y cansado de escuchar llantos e injurias, de sobornos y amenazas, les escoltó a la comisaría. Cuando salió de prestar declaración, la noche era más negra que su pena. De regreso a casa, se cruzó con una mujer de formas sinuosas y cara angelical, ¿A quién le recordaba…? Ella le miró penetrando en su interior y con los labios carnosos le saludó, ¡claro! era la sirena del puerto; ella sonriente le abrazó, le sujetó del brazo y atrayéndole, le besó los labios.
-Tú me has besado primero, ¿no?
Dijo la chica y continuó…
– Anda, vamos a tomar unas copas, y juntos entraron en un local, la química hizo el resto y se vieron al día siguiente, y al otro, y al otro…
“Conclusión, mensaje o moraleja: A veces la cuerda de horca destinada a la muerte puede atarte a la vida.”
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Kim Bertran Canut. Jubilado, vive en Barcelona (España)
Tiene dos novelas, relatos y escritos sociales. Hace fotografía callejera (Literaria)
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