Diría Blanchot que escribir, como cuestión de escribir, no nos permite una relación con ser entendido que recibimos como tradición, orden, certeza, verdad o cualquier forma de arraigo algún día en el pasado del mundo. Pero Blanchot nunca leyó Ciudad de cristal.
En la novela de Paul Auster, Quinn usurpa la identidad del autor y busca dar con el misterio central de la novela: descifrar las intenciones de Peter Stillman, padre, quien, luego de someter a su propio hijo a un perverso experimento lingüístico, cumple tiempo en prisión y, al momento de la narración, es liberado. Es el hijo de Stillman, a través de su esposa, quien, pensando que se comunica con la Agencia Detectivesca Paul Auster, entra en contacto con Quinn, autor de novelas académicas que nadie lee pero que publica exitosas novelas de misterio bajo el pseudónimo de William Wilson (nombre cortesía de Poe), y quien a su vez ha producido un personaje de gran popularidad, Max Powers.
Paul Auster es el laureado autor de La trilogía de Nueva York, compuesta por Ciudad de cristal, Fantasma y La habitación cerrada. De todas, es Ciudad de cristal la que se desmonta como un juego cervantino. No es casualidad que uno de los personajes, un expolicía y vecino del Auster-personaje en Ciudad de cristal, responda al nombre de Miguel Saavedra.
El hábito de jugar con referencias intertextuales a los miembros de su árbol genético literario es casi un fetichismo lúdico para Paul Auster. El planteamiento del juego entre autor-narrador-personaje principal es un festín para los aficionados a las novelas difíciles, mas esto es sólo una pieza dentro del puzle mayor que es la obra de Auster, máxime si nos preguntamos: «¿Quién narra?».
Lo «irresistible» de las novelas de Paul Auster atiende dos planos: uno que asume la construcción narrativa utilizando artificios de la ficción popular y otro en el que la obra narrativa no es otra cosa que una pieza de arte construida con todo el morbo de la ambigüedad. En medio de esta mesura binaria, Auster -el autor- es el impostor supremo que se ficcionaliza a sí mismo para erigir la realidad justamente donde se derrumba el origen. Así, no queda sentido único dominante en sus textos y, por el contrario, tampoco hay noción de compleción, aún después de haber leído la última página y de haber cerrado el libro. La narrativa serpentea como una larga novela episódica que nunca acaba.
La fuente de placer en Auster proviene del entendimiento intelectual del texto. Esto nos queda de los materiales de su arte, que nos invitan a reconsiderar el valor de la literatura en un mundo consumista donde el libro puede ser una pieza de arte, un mero producto de consumo, o ambos.
Auster no es ligero; es inteligente. Su narrativa no se escurre entre oscuros pasajes de sintaxis enrevesada y de relativa incomprensión, sino que es un éxodo hacia la legibilidad, hacia el reconocimiento de que su escritura ha de ser devorada y que, en su destino, debe hacerse comestible.
En Ciudad de cristal, las posibilidades de la forma ceden a la formulación de lo sencillo, algo que es difícil. Lo saben todos los poetas, en especial los poetas que escriben novelas. Pero sí hay complejidad en Auster y la misma se cifra en los nudos argumentales de los conflictos éticos. Para ello, Auster recurre a una suerte de como elemento primordial un cruce entre la ficción policíaca, el ensayo filosófico y la autobiografía, modalidades literarias que el autor revierte, con particular morbosidad en la última para convertir su narrativa en alegoría de la novela en general.
Es así que encontramos a Paul Auster disperso por toda su obra, y de ahí que sus novelas sean un juego especular de la constante e inconclusa totalidad de la obra del autor estadounidense. Y todo lo señalado anteriormente concurre de manera orgánica, como un ente con vida propia.
Ciertamente, lo que más atrae en el universo narrativo de Ciudad de cristal es la manera en que Auster se desdobla en un juego de enunciados e intertextualidades donde se convierte en juez y parte de su novela más conocida.
El juego es perverso. E inacabable.
A Auster se le tiene la talla medida. Tiene por hábito disolverse entre personajes y desdoblarse en referencias intertextuales que se multiplican como en los relatos de Scherezada. Es un leit motif permanente. Por ejemplo, en Hombre en la oscuridad, el protagonista de Auster aparenta llamarse Blake, pero luego dice que es Blank (que es el nombre del protagonista de Viajes por el Scriptorium, otra obra de Auster). Al final, se nos revela cómo Brill, el hombre en la oscuridad que comienza a relatarnos historias al punto que no sabemos si el escenario apocalíptico de la obra es una invención más del personaje. Incluso, se especula que el lector –nosotros– es una ficción creada por Brill. Similarmente, en El país de las últimas cosas, Samuel Farr intenta escribir un libro compuesto por historias interminables sobre historias de gente acerca de la vida en la ciudad. Su apetito de todo lo lleva a crear un perfil histórico de la ciudad donde el compila las historias sin concentrarse en una u otra. Farr –un juego con el vocablo inglés far (lejano) – ha cedido ante la inmensidad de su ambición y termina con una historia tan inalcanzable como inacabable, y sobre todo, ilegible. Es una historia que jamás será completada, mucho menos dicha.
Asimismo, los dilemas éticos en Viajes por el Scriptorium, Ciudad de cristal, Timbuktú y, más recientemente, Hombre en la oscuridad, parecen no tener resolución y, por el contrario, desarrollan a manera de espiral hacia un plano mayor de confusión. En este sentido, Auster desenmaraña el género policíaco, cuyo norte es la búsqueda de la verdad.
Y de pronto, leemos un pulp filosófico sobre el origen y la adquisición del lenguaje.
En Ciudad de cristal, Quinn comienza a obsesionarse con los estudios del padre de Stillman hasta perder su propia identidad. La alegoría es letal: buscar también es perderse a uno mismo. Terminamos en medio de una Babel de confusiones y a través de diversos planos retóricos y narrativos.
O sea, lo difícil no es el decir, sino el hacer.
Toda la escritura —la de todos, si es que alguna vez ha sido escritura de todos— sería eso: afán por lo que jamás fue escrito en el presente, sino en un pasado por venir.
Ese es el juego de Auster: la memoria (el pasado) y el deseo (el futuro), coligen en la experiencia (el presente) que se textualiza en cuerpo inacabable, o ficción imprecisa.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre