Todos los vecinos lo confirmaron, yo también: La señora era una auténtica bomba de tiempo. Tenía siglos sin saber de Mario, pero de mi primera visita a su casa lo único que recuerdo es que fui blanco de ella. Desprevenido, usé su driveway para dar la vuelta y cuando comenzaba a retroceder la vi salir de su casa escopeta en mano y vociferando insultos racistas y antiinmigrantes. Mario corrió hacia nosotros con las manos levantadas gritándole que yo era amigo de él, que él se hacía responsable por mi presencia en el lugar. La señora bajó el arma y no sin insultar también a Mario por latino y moreno regresó a su casa. Miré a mi amigo para decirle qué susto mi pana, pero me hizo señales de que me fuera lo más rápido de ahí mientras él hacía lo mismo. Después de eso regresé a casa de Mario en incontables ocasiones, no iba a dejar de visitarlo solo porque frente a él viviera una loca armada que odiaba a los inmigrantes que estaban robándose el país. Pero todas las veces me estacionaba un par de casas antes y entraba por la puerta de atrás, quién sabe si poniéndome en la mira de otro vecino loco.
Como ese, la policía escuchó varios episodios más mientras se llevaban a la señora y levantaban el cadáver de Palacios. Pobre Palacios; yo lo iba a conocer ese día, pero sabía mucho de él. Palacios, Mario y Lea, la esposa de Mario, eran inseparables desde la época de la universidad. Lea siempre contaba lo que hacía Palacios, su viaje a México, el divorcio, el regreso a Venezuela, recuperar su cargo, recomenzar los intentos para que lo trasladaran, y luego de varias promesas rotas y postergaciones inexplicables, por fin la nueva posición laboral en el sur de Florida. Y en su parrillada de bienvenida, va y toca la puerta que no podía tocar.
Yo estaba al lado de Mario cuando recibió el texto de Palacios. Movió su dedo pulgar varias veces con rapidez y volvió a estar pendiente de la carne; no más de dos minutos después se oyeron los disparos. Salimos corriendo y vimos a la triunfante cazadora en el umbral. Nos acercamos con premura pero con cuidado y a punto estuvo la señora de disparar de nuevo. Alguien, creo que un vecino que no estaba en la parrilla, la llamó por su nombre y le preguntó qué sucedió. Un wet feet, así dijo, iba a violarla, pero ella se defendió con el derecho que le daba la Constitución. Y ahí estaba el cuerpo de Palacios tirado en el piso con el pecho abierto por el doble escopetazo.
Palacios se equivocó de lado de la calle y cuando Mario le dijo por mensaje que pasara, que estaba abierto, al parecer forcejeó con la puerta, probablemente más sorprendido por su ineptitud frente al mecanismo que intentando entrar a como diera lugar. En el celular quedó un “Pero” como la poco elocuente última palabra que escribió antes de que la dueña de casa disparara sin preguntar.
Mientras Mario le mostraba a un oficial la conversación en su teléfono, Lea perdió la compostura y gritando fuera de sí le reclamó a su esposo que no le hubiera advertido a Palacios que la vecina era una loca peligrosa. Mientras lo golpeaba desahogando su impotencia, repetía una y otra vez “mi Atilio, mi Atilio”. No sé decir cuántas veces en casa de Mario se mencionó a Palacios, pero esa fue la primera vez que escuché su nombre de pila. Entonces en mi memoria se formó con nitidez la imagen de Mario levantándose a refrescar tragos o para ir al baño cada vez que Lea comenzaba a hablar de Palacios. Mi impresión, estuve seguro, había sido la correcta: Mario no se sobresaltó como todos ni se mostró sorprendido o intrigado desde que escuchamos el ruido de la escopeta hasta que vimos el cadáver de Palacios.
Si me veo obligado, volveré a poner mi grano de arena para que la señora no pueda mantenerse firme en su patio. Se lo debo a Mario por tanto cachito de jamón y palmeras que nos comimos en la panadería Latina luego de pasar toda la tarde jugando fútbol y cayéndonos a golpes en el parque M.J. Sanz. Pero por mucho tiempo los gritos de Lea no dejarán de sonar en mi cabeza, y sé que Mario tampoco se sorprenderá cuando se dé cuenta de que nunca volví a aparecerme por su vida.
© All rights Luis Alejandro Ordóñez
Luis Alejandro Ordóñez es venezolano y reside en Estados Unidos desde 2008. Entre Chicago y Miami se ha desempeñado como editor, redactor de medios, corrector de estilo, traductor y profesor de español. En 2015 publicó el libro de relatos Play y en 2014 ganó el II premio literario en español de la Universidad NorthEastern por el cuento Doble negación. Con Bibliotecario ganó el Concurso de Microrrelatos Severo Ochoa de la biblioteca del Instituto Cervantes de Chicago, y fue finalista del I Concurso de Microrrelatos para Twitter @1cmct gracias al texto Turno.