Me propongo realizar un análisis del valor simbólico de la calavera y su importancia en el universo de las artes visuales. Para ello me referiré a diferentes períodos de la Historia del Arte en los que el objeto está presente, hasta llegar a su “ausente presencia” en el discurso estético del arte conceptual. En él, la calavera como símbolo sagrado reafirma fuertemente su presencia, más allá de su ausencia objetual.
El campo de las artes visuales es sumamente atractivo, no solo por lo que nuestros ojos registran en el momento de la contemplación, sino también por su lado oculto, al que podemos llamar invisibilidad poética, esa que dota la obra de la belleza necesaria para autenticarla como obra de arte.
La inclusión de la imagen de la calavera en una pintura, un dibujo, un grabado, una fotografía, no hace más que reafirmar la poderosa capacidad que tiene el arte de hacer presentes a los ausentes, a los cuerpos que ya no están. La materialidad ha quedado atrás para dar paso a la espiritualidad del alma de la obra.
Si pensamos en un lenguaje metafórico-simbólico, podríamos decir que el valor simbólico que una imagen u objeto adquieren en el campo del arte, supera sustancialmente su valor de uso. Este corrimiento de valores, nos remite a una muerte, esa que engendra otra vida en el campo de lo poético.
Susan Sontag en su libro Sobre la Fotografía afirma “que todas las fotografías son memento mori y que tomar una fotografía es participar en la mortalidad de lo fotografiado, en la medida en que se congela un instante, un tiempo que no volverá jamás, que ha muerto tanto para el fotógrafo como para el fotografiado”. Estas palabras de Sontag podemos vincularlas con lo mencionado anteriormente, dado que esa ceremonia de mortalidad de lo fotografiado, no hace más que potenciar la presencia de una nueva vida, la que se genera a partir del lenguaje poético.
Haciendo un recorrido por la historia del arte, vemos que un símbolo como la calavera, con o sin cuerpo, trasciende los límites de su significado histórico.
¿Presencia o ausencia, caducidad o renacimiento?
Preguntas que nos interpelarán a lo largo de este texto.
La imagen de la calavera como símbolo de la caducidad del ser humano hace su aparición en la Edad Media con Las Danzas de la Muerte, género caracterizador de este período. Calaveras y esqueletos conforman la gran danza. El elemento plástico opera muchas veces como plataforma esencial de las producciones literarias, a tal punto, que el relato literario está subordinado a la sucesión de imágenes narrativas que acentúan su carácter aleccionador.
Continuando nuestro recorrido, encontramos este símbolo en algunas obras de Durero, tanto en El Caballero, la Muerte y el Diablo como en San Gerónimo. En la primera, la calavera no hace más que realzar el personaje de la muerte: ella aparece en el sector inferior izquierdo, cerca de su característico monograma. Los tres personajes protagónicos dan título a la obra; complementan la escena varios elementos extremadamente compactados, que no hacen más que conjurar el”horror vacui”.
En la segunda, observamos que en un ángulo de la mesa hay una cruz. Si trazamos una línea imaginaria desde la cabeza de Gerónimo hasta la cruz, la mirada del espectador se dirige hacia una calavera que se encuentra cerca de la ventana: dos objetos asociados entre sí que se relacionan con dos temas: la resurrección y la muerte.
En la pintura La Magdalena de las dos llamas, de George de la Tour, vemos la transformación de Magdalena La Prostituta, en una nueva persona, desconocida ante nuestros ojos; allí la calavera representa la muerte de una forma de vida. Asistimos al momento de transformación de María Magdalena, en otra que, sin embargo es ella misma; ha dejado de ser una prostituta para ser una Santa. En sus brazos, en lugar de un niño vivo, aparece la calavera, símbolo quizás de esa muerte, de aquella que fue: la prostituta ya forma parte del pasado, ya pasa a ser un recuerdo.
La meditación junto a la calavera cobra fuerte ímpetu en algunas obras del Renacimiento acompañando a veces la figura de algún anacoreta, alcanzando su máxima expresión en el Hamlet shakespiriano. En Los Embajadores, misteriosa y enigmática obra, ejemplo de intertextualidad en la pintura, Holbein disfraza la imagen de la calavera y obliga al espectador a internarse en los secretos de la obra, los que conforman un poderoso laberinto. Acá el ser o no ser del príncipe Hamlet frente a la calavera de su bufón pone de manifiesto los interrogantes esenciales del hombre en relación con su esencia y existencia.
Recordando lo mencionado anteriormente, si en la Edad Media la calavera fue un símbolo que recordaba al hombre que la muerte reina por doquier, en el Barroco se convierte en el símbolo de la piedad.
En un comentario a los Ejercicios ignacianos de 1687 se exige que la primera meditación se realice con las ventanas cerradas y delante de una calavera para excitar la imaginación. Por eso es habitual encontrar en la iconografía barroca a Santa Catalina de Siena o a San Francisco de Asís reflexionando junto a una calavera.
Esta iconografía en su aspecto objetual despliega un abanico de conjeturas y misterios propios del pensamiento humano. En el caso de Goya, la lucidez racional que emplea para liberar su imaginación, le da lugar a expresar lo grotesco, lo ineludible, lo siniestro: las miserias humanas deambulan sin pedir permiso.
Observemos Los campesinos de la serie Pinturas negras; al detenernos frente a ella nos encontramos con una escena aterradora, escalofriante: dos campesinos son sus protagonistas, dos campesinos que por su aspecto sepulcral parecen asexuados; el de la izquierda parece una vieja casi desdentada; allí la fealdad y la crueldad limita con lo grotesco; su aparente rostro queda cubierto por un velo. Lo real y lo fantasmagórico atraviesan la obra.
El de la derecha es visualmente cadavérico, su cara no hace más que mostrar su semejanza con la de una calavera, sus cavidades oculares parecen estar vacías y su boca una oquedad. Lo que vemos delante parece ser papeles, quizás un listado en el que está señalando quienes serán los próximos en morir, tal vez ha llegado su momento. Un escenario temible y terrible, acentuado por una paleta baja en la que el fondo oscuro contrasta con algunas expresiones de los rostros en tonos más claros; su pincelada gestual se funde en grandes manchas, acentuando el clima del que hablamos.
Saturno devorando a sus hijos, el “tiempo-muerte” –Cronos- por eso mismo, por ser “tiempo”, es el gran símbolo de la ausencia- presencia.
El clima que atravesó la obra de Goya también se instaló en algunos artistas de fines del siglo XIX y principios del XX, como es el caso de Ensor, en su apelar a esqueletos y calaveras para expresar una humanidad vacía, compatible con el tiempo que le tocó vivir. Esa vacuidad también es sugerida por un escenario en el que las máscaras se adueñan del espacio; máscaras que pululaban en un negocio familiar de juguetería y cotillón situado en Ostende, Bélgica. En sus obras el artista nos traslada al escenario más temido y temible del ser humano, la muerte como finitud, como huella de nuestra existencia.
En el caso de Munch, nos encontramos con una obra emblemática, El Grito. En ella la sátira descubre lo siniestro como falsedad y también como en el caso de Goya, las miserias humanas se instalan en el lienzo, una verdadera herencia del artista español.
En el caso del mexicano José Guadalupe Posada encontramos gran similitud de actitud en cuanto al uso de esta iconografía: apelar a las calaveras y su fuerza expresiva para denostar las mismas ambiciones y falsedades políticas y sociales por la que atravesaba la humanidad.
En el siglo XX, la calavera va adquiriendo otras simbologías. Salvador Dalí la incorpora a su corpus visual; no solo como símbolo de la muerte, el sexo, el placer y el erotismo se apropian de esta imagen otorgándole a sus obras un sentido diferente en cuanto a su simbología.
En Bailarina en una calavera, vemos una chica con actitud evasiva y seductora; aquí el artista recrea la estructura del un cráneo humano, el que parece ser un ánfora resquebrajada y de importante tamaño; su boca la observamos abajo tras la chica. Los brazos doblados de la mujer y la mantilla negra forman los cuencos oculares de la calavera; los orificios nasales que se desmoronan están configurados por el pañuelo negro alrededor del cuello de la fémina; a su vez el volante del dobladillo del tutú es la dentadura poseedora de dientes ya en estado casi de putrefacción.
Aquí aparecen algunas de las obsesiones del pintor: esta imagen muestra un símbolo muy fuerte en cuanto a la actitud de Dalí y su relación íntima con las mujeres: la bella seductora capaz de contagiar a su hombre alguna enfermedad de transmisión sexual. El temor que experimenta en su obra este artista también fue motivo en algunas de las producciones de Picasso.
En el mundo contemporáneo, el artista británico Damien Hierst, es famoso por sus calaveras cubiertas de diamantes, además de tiburones y vacas metidos en formol.
La vida, la muerte, lo humano y lo animal, forman parte de los conceptos de Danto en Abuso de la Belleza, conceptos claves en el arte de este tiempo. La desacralización queda expuesta e invita al espectador a adueñarse de ella: la provocación forma parte de la obra.
Este corpus no hace más que ratificar aunque con diferentes simbologías la presencia objetual de una imagen que prolongó su protagonismo a través de los siglos. La mirada actual nos permite hacer visible lo invisible también antes de ahora como ocurre al ver la obra de Goya hoy.
Sin embargo, en la obra de la artista argentina Liliana Maresca (1951-1994), la muerte es protagonista, es su propio escenario, el que conforma gran parte de su producción.
En 1991, Maresca expone Vulcano, instalación compuesta por perturbadores féretros de cremación donde la artista aborda con crudeza y desolación la temática de la muerte. Un año antes, en 1990, Carrito de Cartonero contiene una gran carga de desperdicios, objetos tomados de la realidad de aquella década, que no hacen más que señalar el anquilosado intelectualismo y la marginación social que lideraba en los ‘90. Lo que el viento se llevó fue otra de sus instalaciones: muebles de jardín derruidos, sostenidos solo por sus débiles esqueletos, sirvieron a la artista para poner de manifiesto la melancolía, desde un discurso sugerente que ocasiona la conciencia del devenir.
La aparición de una nueva realidad social encarnada en los cartoneros, en el solo hecho de su fijación a partir de la transposición también a una nueva forma de manifestación estética-la instalación-, muestra una muerte que da lugar a una nueva vida precisamente por la ausencia de la primera: la presencia ausente equilibra la ausente presencia.
© All rights reserved Adriana Gaspar
Adriana Gaspar, nació en Buenos Aires, Argentina. Licenciada en Artes Visuales. Profesora Nacional de Bellas Artes (especialidad pintura). En el año 2010 obtuvo el título de Especialista en Producción de Textos Críticos y Difusión Mediática de las Artes, en al IUNA. Actualmente se encuentra cursando la Maestría en Crítica de Arte, también en la misma institución. Docente de Educación Estética (taller de Artes Plásticas) en Instituciones pertenecientes al Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Artista Visual y Performática. Desde hace más de veinte años realiza muestras individuales y colectivas en el país y en el exterior. Ejerce desde sus comienzos, en 1988, la Sub Dirección de la Revista Generación Abierta, director Luis Raúl Calvo (Letras-Arte-Educación), Declarada de Interés Cultural de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en el año 2000 y está a cargo de la Sección de Artes Visuales. Conferencista en Congresos y Jornadas de Arte y Literatura. Investigadora de Arte Contemporáneo. Escribe ensayos, prólogos y artículos para la Revista Generación Abierta, libros y otras revistas culturales del país, como así también para sitios Web. Es columnista permanente de la Sección de Artes Visuales del programa cultural Generación Abierta en Radio, desde sus comienzos en el año 2007 (F M Cultura, 97.9 MHZ). Ha realizado ilustraciones de libros de poesía y ensayos.
Actualmente integra el Grupo Némesis, dirigido por Leonor Calvera.