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Abril 2020

LA BIBLIOTECA DE BRUJAS. Omar Nieto

Dice que fue un artista, que le cortaron la mano en un castigo comunitario en medio de los reclamos del pueblo. En el parque se me acerca, convencido: “Le conozco”, me dice. Yo le contesto: “No es posible”. Él remarca: “Debe creerlo”. Me mira a los ojos y se aleja. Entonces, repito: “No es posible”. Aunque intento entender. Me quedo callado un buen rato, colocándome el sombrero antes de partir…

 

Otro día me encuentro al mismo hombre en ese parque de débiles hojas. “Le conozco de antes”, me dice otra vez. Yo respondo de nuevo: “No lo creo, no le conozco”. “Yo a usted sí”, insiste. Y al darse media vuelta, se aleja como haciéndose viejo mientras recorre la acera del parque.

 

 

***

Sin más que el trino de los pájaros, el atardecer se posa en el fecundo bosque. El sonido del viento agita el ambiente. Rojo se torna el horizonte y los árboles despiden ubérrimos olores.

Hay un hombre que dice en el parque: “Le conozco”. Pero yo no a él. Aunque tengo la sensación de haberlo visto antes. Siento incluso conocerlo desde siempre y digo: “No es posible”.

 

 

***

En medio de aquel bosque hay una mujer. Piensa: “Hola, por fin he llegado”. Baja del carruaje. Brinca descubriendo sus tobillos. En el lugar, las penumbras caen, hay una enorme casa perdida entre la maleza y el olvido, con cuatro torres apuntando hacia los puntos cardinales.

Dos personajes de ojos obscuros y vibrantes me esperan. He llegado a alegrar el lugar, me dicen.

 

Hay un hombre en el parque que dice conocerme, yo digo: “No es posible”.

 

Para llegar a esa casona en medio del bosque, hay que rodear un vado con el fondo lleno de humedad. Dentro resisten helechos y serpientes. Mis anfitriones me preguntan: “¿El viaje?” Yo respondo: “Bien, gracias”. Él me ofrece el brazo. En su compañera se perciben celos. Después de la cena, la pareja me indica mi habitación. Estoy cansada por el trayecto. El viento me dice: hace frío.

 

Ahora me doy cuenta. Soy ella. Soy la recién llegada a esa casa.

 

Soy ella. Ahora soy mujer.

 

 

***

Cuando abro los ojos, trinan los cardenales. El sol dice: reina la aurora. Mis dos anfitriones me esperan en la mesa. El desayuno está servido. Ellos ya han terminado, solo esperan por mí. Luego, me conducen a una enorme biblioteca con candelabros áureos, utensilios de bronce y vasijas del Oriente. Veo también pinturas con toda la Historia plasmada en ellas. Hay esculturas y una gran colección de objetos artísticos. El lugar huele a distintas fragancias. Pareciera que se necesitan años para terminar de recorrerlo. Mis anfitriones me observan con sonrisas extrañas. Ella está celosa de mí, aunque he visto sus ojos deslizarse por mi cuello y espalda. Mi anfitrión sólo me mira los ojos y el cabello. Quizá han pasado horas enteras. Ha caído la tarde. El sol dice: sólo ahora el crepúsculo es monarca.

– Espero que estés cómoda –farfulla mi anfitrión con voz suave-. No debes temer. Aquí estás segura.

– Nos vemos en un rato en la cena -dice él. Su mujer me ofrece agua en una jarra de barro. Se esfuerzan por atenderme, fingen. La mañana y la noche han caído juntas. El clima cambia. El barro me dice: ¿En qué época estoy? El agua del jarrón ofrece descanso a mi cuerpo. Abro los ojos. Ellos ya no están ahí.

Enseguida salgo al pasillo. ¿Debo ir a la derecha o a la izquierda? Voy hacia la derecha. Hay muchas puertas, no las abro. Me dan miedo. Sigo de frente, estoy cansada, siento que llevo kilómetros andando por pasillos. ¿Cuánto tiempo he caminado? Por fin, me decido por una puerta a la derecha, de nueva cuenta. La cruzo. Hay una cama con un enfermo de peste agonizando y una enfermera cuidando de él. Están como detenidos en el aire, como pintados en el muro de fondo, por lo que aprieto los ojos, cierro la puerta y continúo. Salgo al primer pasillo. Erré: era a la izquierda. Hay una puerta al frente, la abro, y ahí están mis anfitriones cenando tranquilos. Sí. Es de noche, el sol ha caído por completo.

– Te has tardado en llegar -me dicen.

 

Después de la cena, en la que les pregunto muchas cosas sin obtener las respuestas, mi anfitriona me conduce a una habitación que no es la misma recámara de ayer. En la cama recuesto la cabeza en un almohadón de plumas y me quedo dormida al instante. Abro los ojos y todavía ella está ahí. En sus ojos hay reproche. Finge una sonrisa: que duermas bien, me dice de manera hipócrita. Pero, ¿no estaba dormida ya? El aire me dice: es de noche, ¿no escuchas a los grillos? Yo pienso: sí, los escucho, su estruendo me lastima. Tapo mis oídos para protegerme y se hace el silencio.

 

A la mañana siguiente comienzo a escribir. A eso he venido. A exiliarme para poder hacerlo libremente sin que quieran asesinarme por ello. Por la ventana veo las copas de los árboles y el sol que brilla furioso. Escribo decenas o cientos de cuartillas, hay un litro de tinta a punto de acabarse. ¿Cuánto tiempo llevo en esta enorme casona? Por el piso, a contracarrera, se deslizan los ratones; cuando los percibo, contengo el aire. En mi país me repudian por escribir. Suficientes motivos para huir. Hasta este lugar, con la única biblioteca de este continente que puede albergar a un artista en el exilio, hombre o mujer.

 

Extraño a mi familia. Recorro la extraña casona que parece decirme: aquí no vive nadie.

 

Pero sí viven. Aparte de mis anfitriones, hay un sirviente que nunca regresa tras la comida. En una de las torres escucho un violín, por el que concluyo que hay muchas más personas aquí. Parece que llevo horas oyendo sus melodías. Y lo celebro porque la música me tranquiliza el alma. Cuando me doy cuenta del tiempo transcurrido, me digo: “Detente, es hora de regresar a escribir”.

 

Hoy vi a otra persona en una de las enormes torres que coronan la casa. Eso me confirma que, en efecto, aparte de mis anfitriones, no estoy sola. Que somos varios los que estamos aquí. Desde una torre que da al poniente, los ojos de un hombre me miran por una aspillera, la rendija por donde se dispara en época de guerra. Intento buscarlo por los pasillos pero al caminar por los laberintos de esta casa, pierdo el sentido de la realidad. Después de días, desorientada y hambrienta, localizo de nuevo la biblioteca. Ahora hay un piano de cola al centro, ¿cómo llegó ahí? Luego, sin saber de qué manera, encuentro el camino de regreso a mi habitación. Por la noche, alcanzo otra vez a ver al hombre de la aspillera, con su cabello tirado hacia atrás. Sigue en lo alto de esa torre. De repente, siento el peso de su mirada. Sus ojos irradian resignación. También está recluido, o atrapado, no lo sé.

 

Aparte del violín, escucho a lo lejos hervir el metal como para crear esculturas, quizá por eso a menudo se ve humo en la parte norte de la casona, de la que ahora vislumbro su dimensión. Quien realiza esa actividad también cincela la piedra. Es mármol, conozco el sonido. Es un escultor. Pero, aunque trabaja arduamente, tampoco hay forma de verle.

 

Noto que mi piel se deteriora, mi cabello blanquea. Siento que llevo siglos aquí. Estoy más delgada, mis dedos ya no sienten lo suave de mi rostro. Hace días que no duermo. Hoy, de casualidad, me he encontrado al sirviente que lleva y trae los alimentos. Es el único al que veo de manera constante pues mis anfitriones han desaparecido. Por él supe que los cuadros de la biblioteca los realizó un pintor que vive en la segunda torre, la que mira al sur. Y en efecto, hay un violinista de apellido Zann que toca todas las noches. El criado me dijo también que el hombre que veo por la aspillera, el de los ojos de resignación, es un poeta.

 

Yo mientras tanto, escribo todos los días sobre mi patria lejana, sobre los cuadros del pintor, la música de Zann, las mañanas aderezadas con el cincelar del escultor y de los pétalos de rosa que el poeta tira por la aspillera. Pienso que quizá son un regalo para mí porque fuera de mi anfitriona, sé que soy la única mujer en este enorme lugar, en esta casa que no tiene fin.

 

El sirviente me ha revelado también que todos los artistas exiliados aquí han aportado sus creaciones a la enorme biblioteca. Mis anfitriones esperan que termine mi libro para grabar en la cubierta mi nombre con oro y aroma de benjuí. Cada escritor que ha pasado por aquí tiene una fragancia diferente, me dice. Es por eso que la biblioteca huele a todos, para que nadie los olvide. Me pregunto si el poeta tiene también aquí algún ejemplar.

 

He terminado mi libro. No sé cuánto tiempo ha pasado. Quizá meses. Busco a mis anfitriones, pero no los encuentro. Tampoco escucho ya al escultor cocer el metal o cincelar el mármol, al violinista tocar sus melodías, ni la voz del pintor. Ya sólo veo los pétalos de rosa de aquel poeta caer hasta el atardecer. Quizá me he quedado sola con él y ahora que lo entiendo, comienzo la huida pero me enredo en los laberintos que siempre culminan en la biblioteca con aquel piano de cola al centro. No he probado las escaleras que conducen a las torres y ahora lo intento.

 

Se oyen pasos desesperados. Me doy cuenta de que el poeta, el hombre de la aspillera que deja caer los pétalos de rosa, quizá para mí, también huye. Descubro que las torres comparten un túnel solo interrumpido por unos barrotes. Veo su mano saliendo de ellos. Puedo ver al fondo con la luz de la vela, un rostro amable y cálido, desesperado. Es el suyo. Sus ojos llenos de resignación se clavan en mi memoria y tomo una de sus manos, la izquierda, sin conocerle.

– Estamos atrapados –me dice.

– Sí, lo sé –le respondo.

– ¿Cuál es tu nombre? –articula con voz quebrada.

– Milena, ¿y usted? –le pregunto.

– Dime, ¿cuánto tiempo ha pasado aquí? –me cuestiona sin responderme.

– No sé, he perdido la noción –le contesto.

– Tengo que regresar, aquí ya no hay camino.

– ¡Espere, espere! ¿Cómo se llama usted? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué caen pétalos de su ventana a diario? ¿Son para mí?

 

Y con el último halo de luz veo sus ojos, apoyando el nudo de su muñeca derecha en los barrotes, sin mano.

 

***

Hay un hombre en el parque que se me acerca y me dice: “Le conozco”. Yo le respondo: “No es posible”.

 

 

***

En esa casa de la región de Brujas, aquel poeta de mirada resignada y cuyos pétalos de rosa caen desde la torre todos los días, dice:

– ¿Sabes? Siento que he visto tus ojos en alguna parte. Como si te conociera de siempre.

– ¿Su mano, qué le pasó en su mano? –le cuestiono, refiriéndome a su muñeca derecha que termina en un muñón, grabándome al mismo tiempo su mirada en mi mente.

Él regresa por el túnel, pero a lo lejos, me dice en un grito:

– Me cortaron la mano, en la plaza. Y en medio de “Virgen María, piadosa en tus ojos de barro”, me lanzaron al destierro. ¿Tú, qué haces aquí? Te he visto desde la aspillera. ¿Qué haces aquí?

– Me persiguen también, quieren quemarme por escribir extrañas historias.

– Debo irme –dice-, para buscar una salida. Tú debes hacer lo mismo. Ya no queda nadie más que nosotros. Las torres están incomunicadas. La pareja que te ha recibido se ha ido hace tiempo, pero el pueblo viene por nosotros. Van a quemarnos, creen que el arte hace que la gente olvide a Dios. Desde la torre he visto antorchas encendidas en el horizonte. Hay que huir. Hazlo.

 

Y dando la vuelta, sus ojos profundos y tiernos se pierden para siempre.

 

 

***

Hay un hombre en el parque que me dice: “Le conozco”. Yo digo: “No es posible”.

 

Sentado en la banca de este parque de débiles hojas donde lo veo alejarse con mi sombrero  en la mano, el rostro de ese hombre viejo aparece en mi mente como un duro recuerdo y por fin comprendo. En otra época nos conocimos. He visto sus ojos desde que era niño miles de veces en mis sueños.

 

Ahora entiendo. En otra vida fui mujer.

 

Hay una biblioteca en la región de Brujas que puede constatarlo.

 

Relato perteneciente al libro Fisiología del olvido de Omar Nieto. FOEM. 2018

 

© All rights reserved Omar Nieto

Omar Nieto es Candidato a Doctor en Letras por la UNAM. Es autor de Las mujeres matan mejor (Joaquín Mortiz, 2013), finalista del Premio Letras Nuevas de Novela de Editorial Planeta; Teoría general de lo fantástico (UACM, 2015), Premio Nacional de Ensayo Literario Guillermo Rousset Banda; y Fisiología del olvido (FOEM, 2018), Mención Honorífica del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en la categoría de Cuento. Ha sido profesor de la Maestría en Literatura Comparada de la Ibero Puebla, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, de la Universidad del Claustro de Sor Juana, Escuela de Escritores de México, Escuela de Escritura Puebla, Tec de Monterrey y Universidad del Valle de México. Ha sido antologado en Alemania, Austria, México y Estados Unidos. También es músico.

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