Algunos libros se meten en uno como un virus.
Y ahí está J.D. Salinger, con su única novela de extensión considerable, escondido tras Holden Caulfield protagonista de El guardián en el centeno. Salinger ya era mito antes de que muriera. Así, inadaptado, como el personaje que persiste la prueba del tiempo desde su aparición en 1951. Incluso yo, que superé la adolescencia, siento algo de Holden.
Holden ha impactado más vidas que el propio Salinger, quien, tras el éxito de la novela, vivió su existencia entre las apagadas sombras de la reclusión, donde nada importa y no hace falta la luz. Allí el escritor queda solo con su imaginación, con su mundo enfermo, pero afable. Holden, en muchas medidas, es Salinger. Juntos, los dos rostros de Jano. No podríamos fijar quién de los dos es más inadaptado, si Holden o Salinger. Total: ningún lugar mejor que la covacha de las memorias de un escritor. Pura autoficción antes de que la modalidad literaria tuviera nombre.
La vida pública de Salinger se redujo en la medida que se intensificaba su popularidad. Miles merodeaban su residencia con el afán de, al menos, darle una mirada al enigmático escritor. Peregrinajes y vigilias se centraban en torno a la figura invisible del creador de Holden, el adolescente que escapa hacia las drogas y el alcohol hasta paulatinamente hundirse en la demencia. Pero quizás esperaban encontrar a Holden, redimido e iluminado en una sesión de yoga, como el mismo Salinger. Quizás esperaban una contestación a la pregunta “¿Cuál es el significado de la existencia?”, y recibir una respuesta confusa y sin sentido, como se caracteriza en el habla de Holden a través de la novela. El guardián en el centeno es también una novela sobre el lenguaje y sus posibilidades transformadoras de la verdad, que conste, y cabe la posibilidad de que todos esos seguidores se martirizaran inconteniblemente ante tanto silencio de su autor.
Pero Salinger no siempre fue tan huraño. Solía tener una vida social amena, particularmente con los estudiantes de la escuela secundaria Windsor en la ciudad de Cornish, New Hampshire, adónde Salinger fue a vivir tras la publicación de Nueve historias en 1953. Una de las editoras del periódico escolar encontró la manera de hacer que Salinger accediera a una entrevista para la página escolar de The Daily Eagle, el rotativo local de Cornish. Pero los seres vulnerables rara vez se adaptan a las traiciones. La entrevista apareció publicada en las páginas principales del diario y Salinger se cerró a futuras posibilidades. En 1981, Salinger concedió su última entrevista.
Dos decenas de relatos publicados en antologías y revistas, una colección de cuentos titulada Nueve historias, y dos novelas cortas se suman a El guardián en el centeno. Es toda la obra de Salinger. “En mi opinión más subversiva, los sentimientos de anonimato-oscuridad de un escritor son la segunda propiedad de mayor valor que se le financia durante sus años de trabajo”, escribió en la camisa de cubierta de la edición de Frannie y Zooey (1961), historias publicadas inicialmente en 1957 y 1959 respectivamente.
Quizás sucedió que Salinger traicionó la primera regla de un escritor: no decirlo todo.
O quizás se trataba de que Salinger, como le sucede a Holden en El guardián, se negaba a crecer, se negaba a madurar y admitir que, en efecto, no hay nada más constante que el cambio.
O quizás, simplemente, Salinger sabía que había escrito un libro maldito y que cada lector debía encontrar las claves para su resolución y significado particular. Quizás por esta última razón, los teóricos conspiradores postulan a El guardián del centeno como una herramienta de manipulación mental utilizada por la CIA en su programa MK Ultra (Mind Kontrol Ultra), un tema que he explorado en mi novela Gracia.
Quizás por eso que asesinos como Mike David Chapman, Robert John Bardo y John Hinckley reclaman haber sido influidos por El guardián.
Quizás también esta es la razón por la cual, en la novela que ando desarrollando estos días, el protagonista es un lector de Salinger.
Quizás todo esto es solo quizás.
El poder hipnótico de El guardián en el centeno, según Salinger admitiera en una de esas pocas cartas que han logrado burlar la vigilancia de los custodios legales de la obra, reside en la voz del narrador subjetivo y para nada confiable. Parte de su preocupación es que ha crecido seis pulgadas adicionales de estatura en los últimos años y parte de su cabello se ha tornado, muy prematuramente, gris, razón por la cual decide utilizar una gorra de cazador que no solo cubre su cabello, sino también sus orejas. De plano, tenemos un personaje que crece y se esconde. Muy Salinger, por cierto.
Tras sus constantes impulsos instintivos, Holden refrena conscientemente aquellos actos que conllevan la perdida de su inocencia, como sucede en la escena en que contrata a una prostituta y luego, arrepentido, le dice a la mujer que él ha sufrido una operación reciente y que no debe sostener relaciones sexuales. Tal vez es que el mundo de los “phonies”, como describe Holden al mundo de la adultez, el plano de la experiencia, está lleno de falsedad. Y tal vez el mundo de la adultez es la metáfora de la escena literaria, y Holden el escritor que es rechazado, alienado, marginado (A Salinger le rechazaron su primera colección de cuentos y el único relato suyo que llevado al cine, “Tío Wiggily en Connecticut”, fue adulterado por el director y masacrado por los críticos).
A Holden solo le conmueve Phoebe, la hermana menor a quien siente que debe procurar y proteger. Durante una conversación con ella, hacia el final de la novela, cuando Holden la lleva a divertirse en un carrusel, el protagonista se muestra ansioso por el posible daño que Phoebe pudiese recibir de caerse del caballito de madera, mas acepta que, de ocurrir, sería inevitable, como si el destino de los niños fuese, precisamente, ese: caer de su mundo de despreocupación y diversión.
Cuando Phoebe le pregunta qué desearía ser cuando crezca, a Holden le invade la letra de una canción: “If a body catch a body coming through the rye.” Luego le confiesa a Phoebe que imagina a un grupo de niños que juega en un gran campo de centeno al borde de un precipicio, al pie del cual se encuentra Holden vigilante, presto a salvar los niños, si por alguna razón cayesen al abismo. Sería el guardián entre el centeno, “la única cosa que me gustaría ser”, dice.
Pero el mundo no se detiene. Nada puede salvarnos de la inevitable ruptura de la inocencia. Como tampoco nada salva al escritor cuya obra ya no es suya, sino de aquellos que se aprestan a devorarla. Al final, Holden advierte que Phoebe crecerá, y así como él lo hará también. Entonces, habrá necesidad de nuevos sentidos.
Como me sucede últimamente. Que mientras más escribo, más me oculto en mí mismo. Es una enfermedad.
Ciertamente, algunos libros se meten en uno como un virus.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter @elidiolatorre