Lo recuerdo como si fuera ayer. Era la voz tersa de la secretaria del consultorio que me llamaba por teléfono para recordarme que al día siguiente a las diez de la mañana debía acudir al consultorio del psicólogo. Se refería a la cuarta sesión terapéutica de hipnosis. <<Hipnosis en tiempos de navidad>>, pensé. Qué le vamos a hacer. En qué rollos me meto yo.
Aún encamado estiré el brazo izquierdo y alcancé el reloj que reposaba sobre la mesita de noche, ensanché los ojos para sacarme el sueño de encima y me di cuenta de que eran ya las ocho y treinta minutos de la mañana.
La voz de la secretaria me llega, ahora, más delgada y afilada como si poseyera un registro de soprano coloratura. Percibo su voz un poco aniñada a pesar de que yo le pongo por lo menos cuarenta años o eso me pareció en las pocas veces que la he visto fungiendo de recepcionista en la oficina de la psicóloga. Ojos oscuros y pequeñitos escondidos detrás de unos grandes anteojos. Ojos que no quieren mirar, ojos que huyen, me pareció. Un poco rara en verdad, más tímida que yo, Tal vez.
— ¿Me está escuchando, señor Néstor Núñez?—. Preguntó sacándome de mi somnolencia.
— ¡Oh sí! Por supuesto—repliqué—. Entonces le veré mañana ¿no es cierto?—Remató en tono amigable. Que pase un bonito día.
—Igual para usted—. Respondí, tratando de ponerle cierto calor al tono de mi voz para corresponderle a su aparente simpatía que me parecía sentir a través de su vocecita dulzona.
Por instantes llegué a sentirla cercana y una ráfaga de calor se coló entre las cobijas estremeciéndome involuntariamente. El hilo de su voz azucarada aguzó mi soledad que justo por la época de navidad solía envolverme de manera corrosiva.
Vivía por ese entonces en la Nueva York de los años setenta. Llevaba ya un lustro de haber emigrado de Bogotá. Y aquel tiempo lo evocaba con desacostumbrada lucidez pues era el quinto invierno que sufría en La Gran Manzana y a ese friíto que cala los huesos hasta la médula nunca me pude acostumbrar; aunque a veces solía retarlo como cuando me iba al Central Park a ver patinar en la pista de hielo, sentado en un banco de hierro forjado y madera caoba y tiritando a más no poder. Vivía en Brooklyn, distrito de Bensonhurst en un apartamento tipo estudio donde me sentía, en verdad, cómodo.
Eran aproximadamente las once de mañana y guarnecido de pies a cabeza con ropa gruesa, gorro, abrigo de paño, bufanda y guantes, estaba descendiendo al subterráneo de la estación M. del Metro que me conduciría en una hora a Manhattan y me arrojaría a la superficie helada en la estación de la calle 14. Muy cerca de allí, en el 221 West de la 14 St. se encontraba ubicada la librería Macondo donde yo trabajaba desde su apertura dos años atrás y la cual, ahora lo recuerdo con acritud, fue cerrada por orden de la Corte del décimo distrito, treinta y cinco años más tarde en el 2007, ante la imposibilidad de poder pagar la renta debido a un bajón sostenido en la venta de los libros en español.
Los peatones caminaban con paso rápido abrigados hasta las orejas y sin mirar para ningún lado. Eran sombras que exhalaban en su respiración agitada vahos de humo blancuzco como si se estuvieran quemando por dentro. Y en verdad que el frío quema, lo confirmo ahora. Bueno, yo también caminaba reconcentrado en mis pensamientos. Los dientes me rechinaban de manera instintiva, mientras me invadían unos acordes lejanos de música de blues que me enternecían sin causa aparente. Solo una cosa me inquietaba y era que la voz dulzona de la secretaria no se me salía del cuerpo. <<¿Me está escuchando, señor Néstor Núñez?>> Una sensación estúpida y agradable me acompañaba sin saber el porqué; era como si su hilo de voz en la exigua conversación que sostuvimos me hubiera inyectado en las venas, en la piel y sobre todo en la memoria un chorro de elixir extraño que me producía un efecto sedante, de felicidad, de constante expectación, vamos… de querer estar cerca de ella.
Y llegó el jueves. Fueron veinte minutos más del viaje acostumbrado en el Metro sin necesidad de cambiar de ruta. La oficina estaba ubicada una cuadra al oriente del Central Park, que lucía blanco como una sábana pues la noche anterior había nevado mucho. Subí por la escalera al segundo piso, me sentí tranquilo, eran justo las diez de la mañana.
La secretaria me sonrió con una sonrisa íntima al verme (me pareció), yo también hice lo propio. Me sonrió enigmáticamente, o así lo percibí. Me desestabilizó de momento. La sala de espera estaba vacía. Me acerqué a su escritorio y le dije: ¡Hola! Como si la viera por primera vez descubrí su rostro blanco y terso de labios macizos y facciones finas adornadas con un hermoso y bien cuidado cabello negro más bien corto que le llegaba hasta los hombros y peinado en forma de hongo. Ella me respondió: ¡Hola! Sonriendo de nuevo, cerrando los ojos por un instante y agachando la cabeza lo cual me sorprendió aún más. Esas cuatro letras <<h-o-l-a >> susurradas con ese encanto irresistible me aflojaron las piernas.
—Siéntate—me dijo con amabilidad—. En un par de minutos te va a atender la terapeuta.
—Gracias—. Atiné a responder—. Te ves muy linda hoy. Perdón, ¿me recuerdas tu nombre?
—Isabela— dijo—, puedes llamarme Bela.
—Así lo haré, Be (l) la—. Respondí con mi rostro iluminado.
Volvió a sonreír y yo me froté las manos enfundadas en los bolsillos del abrigo contra mis piernas desfallecientes. No había duda de que estaba flirteando conmigo. Un silencio se apoderó del ambiente y en efecto en cosa de segundos apareció por la puerta del consultorio la terapeuta vestida con una bata blanca indicándome de manera afable que la siguiera. Así lo hice.
Era la última sesión del tratamiento. Y a decir verdad, me sentía curado de esa horrible sensación de pánico, de vértigo y de extrañamiento que me tenía postrado y que me había obligado a pedir auxilio profesional. Ya era hora de que me sintiera más maleable. La psicóloga logró con su técnica de hipnosis restituir en mi subconsciente la imagen y la memoria de mi niñez perdida, con lo cual recuperé mi capacidad para el asombro, para disfrutar el goce lúdico y para sentirme centrado en una ciudad afamada por endurecer a sus habitantes.
Cuando abandoné el consultorio, la recepción estaba vacía.
Pasó una semana, yo me sentía muy tranquilo. A mis treinta y seis años ya sabía que la juventud era un engaño, un espejismo, una ilusión tan pasajera que la vida le jugaba a uno para hacerle creer que era fuerte. Y esa fortaleza estaba desapareciendo a pasos agigantados. Me sentía frágil e inseguro, la ciudad parecía que se me venía encima, la soledad me doblegaba. Una vaciedad emocional me consumía. La incapacidad para mantener relaciones estables me aislaba de la gente. Sin embargo, la terapia me puso otra vez como un toro y la oportunidad de entablar un vínculo sentimental con <<Bella>> en este caso, me disparó al paraíso de mi niñez de donde nunca debí haber salido. Por todo eso me refugié en el mundo de los libros puesto que la realidad de la vida exterior me era insoportable. Por todo eso la librería Macondo sustituía un hogar real para convertirse en mi hogar de ficción. Por eso viví allí treinta y tres años, hibernando como mamífero que baja su calor corporal al límite de la hipotermia en espera de mejores tiempos; encuadernado entre portadas y contraportadas, saltando de solapa en solapa. Consintiendo un ostracismo desesperante. Espiando el mundo exterior sin que me vieran, como una hoja de papel que se resguarda entre las sombras de sus hermanas gemelas.
Por eso, cuando me asaltó el presentimiento de compartir con Bella un retazo de mi existencia el corazón me saltó de manera inusual y entonces fue cuando tomé la decisión de llamarla y lo hice de inmediato. Fue cosa de abrirle mi corazón (poco a poco) para que Bella hiciera lo mismo. Ella siempre con su voz de flauta dulce conversaba conmigo y su alegría me llegaba a través del teléfono inundando mi interior de una energía como de color naranja y de mucha euforia. Las conversaciones más entrañables las sosteníamos en las noches cuando ella se encontraba reposando en su casita del barrio de Jackson Heights en Queens. Había nacido en San Juan de Puerto rico y sus padres, que ya murieron, la trajeron a la edad de seis años, junto con su único hermano, Alberto, quien ahora vive en San Antonio, Texas. Después supe que Bella nunca se había casado. Un noviazgo traumático la paralizó para siempre y no pudo emprender en adelante compromiso amoroso alguno.
Nuestra especial relación ha durado por todo el resto de nuestras vidas. Ahora ella tiene setenta y dos años y yo sesenta y ocho. Somos viejos. Nos vemos solo una vez al año— para navidad—por un lapso ininterrumpido de treinta y uno. Ella continuó trabajando por mucho tiempo hasta cuando cerraron el consultorio, siempre acompañando a la psicóloga. También supe que asistía a una sesión anual de terapia de hipnosis porque padecía de similares trastornos a los míos en especial de pánico y misantropía y era el recurso que la mantenía a flote para poder soportar el mundo que le había tocado en suerte. Bella siempre fue muy frágil igual que su voz de ángel que siempre me acompañó.
No piensen que no pretendí romper con el rito y la ceremonia de la visita anual. Lo intenté de verdad, pero no pudo ser. Ella siempre me recordaba que no quería perder mi amistad y que por lo tanto hasta cuando no se sintiera bien segura no iba a dar un paso adelante. Y para mi desamparo total, nunca estuvo lo suficientemente segura. La amistad pudo más que el amor.
Ahora, me estoy cobijando al máximo con ropa gruesa, con la bufanda y el abrigo, con el gorro y los guantes porque me dispongo a tomar el Metro y a pasar la noche de Navidad en casa del <<amor de mi vida>>. Me arropo bien porque con la edad, el helaje y sobre todo las ráfagas de viento helado se convierten en una especie de hojillas metálicas que hieren la piel. Ya tengo los labios cuarteados de tanta nevisca y el alma arrugada de tanta desolación. Vale la pena hacer el viaje. En mi memoria el tiempo no pasa y percibiré a Bella en sus plenos cuarenta años, como aquella primera vez que la vi. Me abrirá la puerta de su casa saludándome con ese ¡Hola! Sonriéndome, cerrando los ojos por un instante y agachando la cabeza.
Como dos niños deslumbrados reviviendo su infancia dichosa, platicaremos hasta el amanecer al calor de las llamas abrasantes de la chimenea que se ceban con la madera rojiza y sibilante; y la dulzura de sus palabras me engolosinará el espíritu hasta que el sueño nos doblegue.
Cuento que forma parte del libro de relatos: LOS AUSENTES
© All rights reserved José Díaz Díaz
José Díaz Díaz (1948), colombiano, naturalizado estadounidense, se graduó en Filosofía en la Universidad de Santo Tomás de Bogotá y cursó estudios de posgrado en Literatura en la universidad Javeriana de la misma ciudad. Después de unos cuantos años de ejercer la docencia en la capital colombiana viaja a Caracas en 1979 donde permanece por diez años. Su regreso a Bogotá es solo por unos lustros nada más porque en l996 emigra a los Estados Unidos donde reside, en La Florida, hasta el presente. Desde su primera juventud lee y escribe sobre temas literarios. Las Reseñas, los mini-ensayos y, más tarde la Crítica Literaria, ocuparán gran parte de su tiempo y de sus afanes. Finalmente la narrativa lo gana por entero. Ha publicado el libro de ensayos breves: Literatura para principiantes (2006); el poemario Los versos del emigrante (2008); la novela El último romántico (2010), versión ebook: Retrato de un incauto (2013). En preparación el manual: Todo lo que debe saber un escritor principiante. La temática de su narrativa, de tendencia universal más que local o nacional, gira principalmente alrededor de la búsqueda del sentido de la vida del hombre contemporáneo; de su conciencia opacada; y por su terca opción de evitar caer en el abismo del absurdo total. Los contenidos de sus relatos invitan al lector a escarbar en la conciencia—a veces oscura y a veces luminosa— de sus criaturas literarias para intuir el soporte de sus simbolismos. Sus personajes suelen ser seres descentrados, transgresores y de límite. Su escritura tiende a usar técnicas alejadas de lo tradicional y más bien se regodea en la experimentación postmoderna.