Al sentir los dedos de su hija palpar su barbilla, mi hermano, Daniel, empezó a llorar. Siempre lloraba cuando tenía miedo. Mi mamá se acercó a abrazarlo, intentando compartir el gozo de lo que confundió como lágrimas de felicidad. Crucé los ojos con los de Daniel un instante. Imagino me vio difusa a través de las lágrimas. Del otro lado del cuarto, aún agotada por el parto, Mariana me hizo señas para llevarme a mi mamá del cuarto. Le hice caso. Quería estar sola con su nueva familia: con Sofía, la recién llegada, y mi hermano, el que hace mucho se había ido.
Los susurros de la noche ponían sus palmas contra las ventanas. Preguntaban si habíamos visto algo raro en nuestro patio. “Algo”. Mi hermano observó la escena desde el umbral de su cuarto, sus manos aferradas al marco de la puerta. Mi mamá, intentando ser buena vecina, insistió en abrirles. Yo me escondí detrás de sus piernas. Mi papá los recibió con una mancha de pasta de dientes todavía en el bigote.
Soy muy joven para ser tía, le dije a mi mamá al salir del hospital, y Daniel es muy niño para ser papá. Ella no respondió. Supe que estaba pensando lo mismo. Daniel, lo más cercano a un hombre en nuestra familia; el que, con cada marginal aumento de salario, con cada cambio “por la edad” en su forma de vestir -de playera estampada a camisa de cuadros, de tenis a zapatos formales-, se me hacía cada vez más lejano del gigante que yo, de niña, admiraba para convertirse en poco más que un niño disfrazado de adulto. Pobre de su hija, pensé al verlo presumir en público a su familia por primera vez. Mariana sostenía a la niña en sus brazos mientras mi hermano apretaba las pequeñas manos de Sofía, maravillado ante su fragilidad y jugueteando con apretarlas cada vez más fuerte. La niña me cayó bien desde que la vi despeinar a su madre.
Fueron gentiles conmigo por estar tan pequeña. Unos años más grande y sé que no habría sido lo mismo. A toda la familia nos llevaron a la cocina. A mis papás y a mí nos amarraron con cinta a las sillas de mimbre. A mi hermano lo pusieron al frente, de pie y sin ataduras, para interrogarlo a punta de golpes y darle la ilusión de que podía defenderse. ¿Dónde lo tienes? Él escupió sangre. A ver si así te acuerdas. Mi papá los maldijo.
Desde que conocí a Mariana, estuve segura de que ella le haría daño a mi hermano. Él, tan idiota e impresionable con su sonrisa de niño premiado. Ella tan risueña y avispada con esa mueca de asco que ponía cuando creía que nadie la veía. Al principio, a Daniel le temblaba la voz al presentarla como su novia y yo, al verlos lado a lado en la mesa, no lograba entender cómo era que ella estaba con él. Quizás por eso es que esa noche, cuando los sollozos de mi hermano en la sala me despertaron, la noticia del otro novio de Mariana no me cayó como sorpresa. ¿Cómo pudo?, se lamentaba Daniel. Mi mamá y yo nos miramos, cómplices entendiendo exactamente cómo pudo haberlo hecho. Mi mamá, luego de pensarlo, le dio un consejo que era mucho más útil entonces, cuando aún no tenía hija y el mayor miedo de mi hermano todavía era quedarse solo. Días después, cuando Mariana me saludó de sorpresa en la mañana porque “quedaron de ir a desayunar” supe que Daniel no nos había hecho caso.
¡Cobardes! ¡Hijos de puta!, gritaba mi papá tirando de la cinta alrededor de sus muñecas. Para callarlo le pusieron un trapo sucio en la boca. Las lágrimas de mi mamá empapaban su pijama; las mías se aglomeraban entre mis párpados, haciendo nudos de agua que se negaban a salir. Después de burlarse de mi papá y sus reclamos, los intrusos se volvieron a Daniel. Intercalaban los golpes con preguntas reiteradas cuya respuesta siempre, sin falla, era “No sé”. Frustrado por la estrategia, uno de ellos sacó un cuchillo y rajó superficialmente la barriga de mi hermano. Se burlaron de él, que ni eso aguantaba.
A Mariana no le gustaba que Sofía estuviera en nuestra casa. Según Daniel, decía que seguramente algo íbamos a hacer mal. ¿Qué tanto alega?, se quejaba mi mamá, si el que cuida más a la niña eres tú. Cuando mamá portaba a su nieta en brazos, le gustaba contarme de cuando Daniel era más chico, de lo mucho que me cuidaba cuando yo apenas era una bebé. Hasta los pañales te cambiaba, y sin quejarse ni repelar para nada. Mi mamá decía que Daniel se sentía orgulloso de ser hermano mayor, de ser responsable de algo; que él conmigo era bueno, cariñoso, diligente, lo mismo que lo sería con su hija. Al escucharla, mi espalda se humedecía y me preguntaba si a mí también, como a Sofía, me abrazaba como si yo fuera lo más valioso que alguna vez tuvo, como si en cualquier instante me fuera a morir. Quería saber si su voz también se hacía más aguda al hablarme y si, en aquel entonces, también le temblaba la mano cuando daba el biberón; si la ilusión de sus ojos también parecía estar siempre nublada como lo estaba desde que era papá.
Si a mi papá no le gustaba escucharme a mí o mi mamá llorar, a Daniel se lo tenía prohibido. Terminantemente. Bajo pena de muerte. Creo que por eso es que, al verlo desprenderse a la fuerza de la cinta, al verlo levantarse y correr hacia Daniel, lo primero en que pensé fue que iba a pegarle a él. Los dos intrusos apenas reaccionaron cuando mi papá les saltó encima. El cuchillo en el aire atravesaba la piel de las manos que forcejeaban por él. La sangre de los tres cuerpos en pugna se mezcló en el metal que lograron someter a mi papá. Alcanzó a pedirle a mi hermano su ayuda antes de que uno de los intrusos se hincara sobre su espalda. Daniel no hizo nada, sus ojos de pupilas agigantadas se colmaron de los colores y gritos de la escena. Ayúdame. Un zumbido en el viento. Haz algo, chingada madre, por favor.
El día del bautizo de su hija, escuché en el baño de mujeres a las amigas de Mariana compadecerse en tono burlón de mi hermano. “El cornudo valiente” como le decían. No me reconocieron al salir del cubículo y pasar frente a ellas. Regresé a la mesa en la esquina que habían escogido para mí y mi mamá. A las amigas de Mariana no las volví a ver hasta la fiesta que se hizo para el segundo cumpleaños de Sofía, ese cumpleaños cuando celebramos, de paso, mi entrada a la universidad. Mariana reía con sus amigas mientras Daniel jugaba con su hija en el tobogán. La sostenía para hacer la caída más suave ante la mirada de frustración de Sofía que creía que esa niña tenía que ensuciarse más. Fui a hablar con mi hermano para hacerle compañía. Éramos los únicos “adultos” en los juegos. Me felicitó por haber sido aceptada, dijo que iba a ser buena arquitecta. Me agradeció por ir a la fiesta y, en aquel desliz, un chillido nos hizo saber que descuidó a la niña demasiado tiempo.
Una vez escuché a mi mamá contar su versión de la historia. Debo confiar en la suya, porque la verdad yo no me acuerdo. Cuenta que Daniel les confesó del paquete, pero que solo había probado poquito. Que él se los pagaba sin importar lo que costara, que no fue su intención y que, por favor, por favor se fueran. Dijo esto mientras mi papá continuaba aplastado en el piso, la saliva desbordando por sus mejillas. Uno de los intrusos le dio unas cachetadas condescendientes a Daniel y obligó a conducirlo al cuarto donde tenía el paquete. Fueron solos. Tardaron mucho tiempo. El cráneo nervioso de mi papá repiqueteaba contra las baldosas.
Después de las suturas que le hicieron a Sofía, mi relación con Daniel se limitó a los eventos familiares. En mis cumpleaños, él pasaba a saludar durante media hora, a lo mucho, y para las fiestas de la niña apenas se dignaba en concedernos un cordial “Hola” al entrar y un “Adiós” casi con gusto cuando nos íbamos. Según ellos mismos nos contaban, Mariana y él trabajaban mucho, tantísimo, tanto, y aunque quisieran ver más la familia, preferían aprovechar el poco tiempo libre para estar con su niña. A Sofía yo la vi crecer a partir de la estela que dejaba corriendo, por el ruido que hacía con sus amigas al jugar antes de que Daniel le dijera que no tan rápido. Mis presunciones sobre sus gustos se basaban apenas en el sabor de su pastel de cumpleaños y en el personaje representado en la piñata. Las publicaciones de Mariana donde presumía las notas de su hija me dejaron claro que era inteligente, como su mamá, pero los gestos de la niña en las fotos se alejaban mucho de las expresiones de Mariana, pareciéndose más al rostro aterrado de Daniel. De sus ojos destellaba una insufrible curiosidad.
Recuperado el paquete, decidieron empecinarse con mi hermano. Lo sentaron a él y a papá frente a frente. A mi papá lo volvieron a amarrar. A él, todavía sangrando por la cortada en el estómago, le pusieron el cuchillo en la mano. Él, tú o los dos, sentenció uno de los intrusos. Mi papá entornó los ojos, se volteó hacia mí y los cerró con fuerza como para decirme que yo también lo hiciera. Daniel los mantuvo abiertos.
Sofía y yo apenas hablamos hasta que se hizo una “señorita”. La habían puesto a cantar una canción para el cumpleaños de mi mamá y a mí, la responsable del festejo, me encargaron entrenarla para quitarle el miedo escénico. Nos dejaron solas para la prueba de sonido cuando faltaban pocas horas antes de la fiesta. Nunca antes habíamos estado solas. Se veía más pequeña enterrada en su vestido ampón y largo. Esperó en el escenario mientras yo terminaba de conectar los cables. Agitaba los pies ensayando con desgana un baile. Me senté junto a ella un momento para relajarla antes de empezar. ¿Cómo se relaja a un niño?, pensé. Le pedí hablarme de su escuela. No me quejo, respondió. Qué bueno y ¿vas a clases de algo en las tardes? Sí. Qué bueno. ¿De qué? Muchas cosas. No había mucho más hilo del cual tirar entre las dos. Me disponía a levantarme para iniciar la prueba de sonido cuando preguntó: ¿Tú sabes por qué mi papá a mí no me quiere? El escenario se sintió frío al sentarme de nuevo en él. Si mi papá me quisiera, al menos estaría más tiempo conmigo. ¿No está contigo? No, siempre está ocupado y cuando está conmigo me grita. Es porque te quiere, sino no lo haría. No es cierto. Sí es. Bueno, gracias. Tomando aliento, le dije que su papá era un hombre muy ocupado, pero que eso no significaba que a ella no la quisiera más que a nadie, que su papá la amaba y lo que más quería era verla feliz y que, seguramente, a su papá no le gustaría escuchar que su hija actuaba así de caprichuda con su tía. La “señorita” perifollada asintió, se acomodó el vestido y se puso de pie para iniciar la prueba.
A veces pienso que los recuerdos se parecen demasiado a la imaginación. Mis recuerdos de esa noche penden de la historia como mi mamá la cuenta, pero en mis recuerdos de aquel instante yo no existo. Solo existe Daniel, el cuchillo y mi papá, los tres objetos en un cuarto oscuro rodeados de sombras que de vez en cuando asoman sus palmas para darles pequeñas bofetadas y moverles la boca para hacerlos hablar como títeres. Las risas como cantos de sirena. En mis sueños soy yo la que aprieta el cuchillo entre las manos, me lastima, pero no puedo soltarlo.
Yo había salido con mis amigas del trabajo el día que la niña, ahora adolescente, se escapó de casa. Daniel me llamó desesperado, los insultos de Mariana, propinados al viento, sonaban de fondo. La última ubicación de su teléfono era en el centro de la ciudad, donde yo vivía, muy lejos del fraccionamiento donde ellos tenían su casa. ¿No está contigo? La señal, recibida entonces hacía treinta minutos la ubicaba a pocas cuadras del bar donde yo estaba. Le llamé a los pocos vecinos en los que confiaba. Trece años, tan tonta y tan sola, pensé al salir del bar para buscarla. Fue una amiga mía la que la encontró sentada en una banca del parque, acomodando un suéter bajo su cabeza como almohada. Tonta, tan tonta. Llegué corriendo y la llevé a mi casa. Daniel ya iba en camino. ¿Estás idiota?, le grité a la niña apenas cerré la puerta del departamento. Ella desvió la mirada. Le solté una cachetada que no intentó responderme. Solo se arrancó a llorar. Daniel me llamó para decirme que por el tráfico aún no lograban ni entrar a la ciudad, que los esperara, por favor, una hora. Cuando la adolescente escuchó la voz de su padre, apretó una de sus muñecas y empezó a temblar. Le pedí a Daniel calmarse y le aseguré que temprano al día siguiente yo misma se la llevaba.
Mi papá le dijo que lo hiciera, se lo pidió una y otra vez. ¡Hazlo! Al escuchar el eco de sus palabras, trato de descifrar si su voz siempre sonó tan grave como la recuerdo esa noche. La punta del cuchillo, movida por la temblorina de Daniel, marcaba estelas en el aire. Uno de los intrusos le dijo al otro que ya se fueran. No hasta que termine, respondió el otro. No mames. No hasta que termine. La primera pisada de Daniel hacia adelante no hizo ningún ruido, tampoco la segunda. Pasó el cuchillo por el cuerpo de mi papá, lo escaneaba descifrando dónde sería mejor entrar.
Le serví un té a la niña. Apenas se lo entregué intentó darse la vuelta para llevárselo a algún rincón. No la dejé. Nos sentamos en la sala. Se dice gracias. No me respondió. Me levanté. Te vas a quedar en el sillón, te traigo una colcha para que no te dé frío. Gracias. Ya duérmete, hablamos mañana. Luego de casi una hora intentando dormir sentí su silueta cernirse en mi cama. ¿Me dejas quedarme? Ya te dije que sí. Pero ¿me dejas más tiempo? ¿Cuánto más tiempo? Más tiempo. ¿Pues qué te pasa? Es que no quiero. ¿Qué cosa no quieres? Ver a mi papá. Pues no tienes de otra. ¿Puedo quedarme aquí? Ya te dije que no. No es cierto. ¿Qué cosa no es cierto? Que no habías dicho que no. Ah, pues no, no puedes quedarte. ¿Puedo quedarme con tu amiga, la que me recogió? ¿Bueno pues crees que esto es un juego o qué? No… Pues no parece. Perdón. ¿Qué quieres pues? ¿Te hicieron algo? A mí no. ¿Entonces qué? A mi papá sí. Salí de la cama para verla a los ojos. ¿Qué le hicieron a tu papá? No sé si decirte. Dime. Es que no sé… Dime. Creo que mi papá no es mi papá de verdad. ¿Estás pendeja? No, no estoy. ¿Y por qué hablas de lo que no te toca? Entonces sí es cierto, ¿verdad? De alguna forma su silueta se hizo más pequeña. No lo sé, tal vez, no creo. Empezó a llorar. Sus lágrimas mancharon mi sábana. Se le notaba que era su hija.
Mi mamá gritó como si fuera a ella a la que le enterraran el cuchillo. La cobardía de Daniel al meterlo prolongó la agonía. Entró en su cuello. Salió la sangre y mi papá cayó de rodillas, sus manos intentando frenar lo que no podían. Lo hiciste mal, dijo el intruso a Daniel mientras él pedía perdón entre sorbos de angustia. Mi papá se desplomó de espaldas, la sangre emanando lenta, pero constante. La quijada de mi mamá se contrajo, su pecho deshaciéndose en llanto como si estuviera en un tambo de ácido. A la chingada. Uno de los intrusos tomó el paquete y huyó. El otro se quedó a disfrutar el gusto amargo de esa noche. Yo que tú lo remataba, dijo antes de irse y dejar la puerta abierta.
La niña se iba a sentar en el asiento trasero de mi coche. Vente adelante. Se cambió de lugar, sorprendida. Las sombras de las nubes muteaba los colores del mundo. Descubrimos que a las dos gustaban los días así, sin sol. ¿Quién fue la que te dijo?, le pregunté cuando salíamos de la mancha urbana. Nadie tuvo que hacerlo, respondió sin dejar de mirar al frente. ¿Por qué estás tan segura? Le encontré a mi mamá unos mensajes. ¿Ajá y…? Le decía cosas bonitas a un hombre que no era mi papá. Tal vez son amigos, no significa más que eso. Es que no es eso. ¿Entonces qué? Le pregunté si tenía amigos hombre y me dijo que hace mucho había dejado de tener. Bueno, pero eso no es… Si solo es un amigo, ¿porque mentiría sobre él? Bueno, niña, la gente a veces hace cosas sin motivo. Además, no me parezco a mi papá. Eso no es cierto, están igualitos. Leí el otro día que la gente puede parecerse físicamente solo por pasar mucho tiempo juntas. ¿Ah sí? Sí, yo creo que si me parezco a él es por eso. Órale… Pero yo tampoco quiero ser como mi papá. ¿Ah no? No, mi papá es un cobarde. Pues más o menos. Sí lo es. Pues bueno…
Daniel apenas estaba aprendiendo a manejar, pero mi mamá no sabía cómo, así que le tocó a él llevar a mi papá al hospital. No sé si los tres ya sabíamos que mi papá estaba muerto desde mucho antes de llegar al hospital. En el camino mi mamá y yo le estuvimos limpiando la sangre con toallas conforme brotaba, le hablamos para decirle que aguantara más. Nuestras voces, en realidad, rebotando contra su piel pedregosa. Luego de que nos avisaron que había llegado muerto, Daniel se sentó conmigo mientras mi mamá arregló los trámites. Puse la mano cerca de la suya esperando él la tomara, pero no lo hizo. Le hablamos a la funerario desde el coche de camino a casa, al llegar descubrimos que Daniel había perdido las llaves. Tuvimos que llamar al cerrajero y quedarnos afuera con nuestra ropa cubierta de rojo hasta que llegó. En el funeral, Daniel traía puesto el mismo traje de su graduación, no teníamos otro para él. Yo traía puesta una camisa sobre una falda y parecía como si fuera el uniforme de mi escuela. Al cuerpo inerte de mi papá lo maquillaron tan bien que su cuello parecía estar liso. Cuando fue su turno de despedirse, Daniel pasó la mano sobre el lugar donde metió el cuchillo.
¡Mi amor! Los brazos de Daniel envolvieron a su hija como una camisa de fuerza. Ella se retorció entre ellos hasta soltarse, entró a la casa y subió las escaleras sin dirigirle la mirada a nadie. Tampoco se despidió de mí. ¡Hija! Mariana salió de la cocina y corrió tras de ella. A media escalera volteó hacia mí para darme un sencillo “gracias”. Daniel miró las piernas de su esposa desaparecer en el último escalón, luego me vio a mí. Yo lo vi a él. Me sentí pequeña frente a la opulenta entrada de su hogar. ¿Quieres pasar? Se escuchó un grito de su hija, o tal vez de Mariana, en el segundo piso. Creo que mejor no, le respondí. Daniel lo pensó y me dio la razón. Te acompaño a tu coche. Está bien así, no te preocupes. Liliana, dijo como si pronunciar mi nombre lo cansara, te agradezco mucho lo que hiciste por ella. Que no vuelva a pasar, le dije de espaldas, las llaves del coche ya en mis manos. ¿Hablaste con ella? Me detuve y di la vuelta. Nada que sea importante. Noté lo amarillento de la piel en su rostro como si lo hubieran empapado en bilis. Bueno, gracias. De nada. El reflejo de Daniel en el cristal me conmovió. Habla con tu hija, le sugerí a su reflejo. ¿Qué te dijo?, preguntó con miedo. Tú solo habla con ella. Un ruido desde dentro de su casa lo llamó a cerrar la puerta sin despedirse tampoco de mí. En el retrovisor, a través de la entrada que daba al cuarto de Sofía, alcancé a distinguir a mi hermano deshacer las maletas que su hija estaba armando. Mariana y Daniel gritando escandalizados. Huir es más fácil, pensé, al ver a Sofía intentando armar de nuevo sus maletas. Lo último que vi antes de dar vuelta en la esquina del fraccionamiento fue a mi sobrina gritarle a su padre. Vi a su papá levantar la mano. Supe entonces que desde ese día mi familia tendría una nueva cara.
© All rights reserved Emilio Palomino
Emilio Palomino (1997) es un escritor mexicano con más de treinta publicaciones en revistas nacionales e internacionales incluyendo Ek Chapat, Muridae, Sin/Con y Gata que Ladra. En 2022 lanzó Amor, Locura y Pandemia, su primer libro de cuentos y, en 2023, fue beneficiario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) del estado de San Luis Potosí, México, para la creación de su siguiente libro de cuentos.