Una ciudad es –o al menos debería ser- el lugar donde los vínculos cobran posibilidad. Desde la ciudad se pueden articular aquellos cuatro vínculos formulados por el psicoanalista francés Jacques Lacan en 1969. Estos son: el vínculo entre el amo y el esclavo (léase entre el empleador y el empleado), el de la histeria (colectiva o no) y el amo, el del saber y el universitario (o burócrata), y el del analista y el sujeto.
Ahora bien, en las ciudades globales –y específicamente en las ciudades de los EEUU donde la globalización hace su muestreo- un vínculo pareciese prevalecer sobre los otros. Este vínculo lo estableció Lacan en tanto mutación del vínculo que se da entre el amo y el esclavo. A este, Lacan le da el nombre de “discurso capitalista”. Este vínculo se da entre un sujeto en falta y un saber que produce objetos para el consumo de ese sujeto de Danaides.
En este sentido, es lo comercial –the mighty trade– el que traza los vínculos en una ciudad como Miami, como en tantas otras de la Unión. Lo comercial ha hecho homogéneo lo que estaba supuesto a ser “hetero”, ya sea por distancia o por diferencia de población. Las ciudades se encadenan en un imperativo urbanístico y social: el consumo te hace ciudadano.
Esto está presente en lo que vemos y habitamos, en aquello que aun nos persuade a vivir en una ciudad a pesar del incremento de los enlaces virtuales. En esta línea, es pertinente la pregunta que se plantea el ensayista y escritor norteamericano Jonathan Franzen: ¿Por qué las ciudades norteamericanas se toman la molestia de existir aún? Hoy Wal-Mart puede llegar a cualquier rincón a proveer todo lo que se necesite, y FedEx puede entregar cualquier objeto deseado en cualquier destino por rural que este sea. Ya quedo atrás ese capitalismo marxiano que generaba necesidades ficticias a ofertas venideras. Hoy una sola franquicia puede ostentar la ilusión de satisfacer todas las necesidades de un consumidor –cualquier consumidor. El punto es que no se trata de necesidades, y el capitalismo es un organismo “autófago” medianamente consciente de esto.
Lo que se hace difícil de digerir es que hoy la ciudad (global) reside en el vínculo comercial, no al contrario. Hay ciudad en la medida que hay un vínculo comercial. Esto es una situación que se repite como en patrones de tejidos: en el tejido social, en el tejido cultural, en el tejido urbanístico.
Poco más de cuatro décadas atrás, aun las ciudades se planificaban con estándares racionales que obedecían más a un plan científico que a uno económico (Brasilia sigue siendo un notable ejemplo). Ahora las ciudades posmodernas son cúmulos seriales donde se vehiculiza la ilusión de un objeto de satisfacción total: en algún lugar de ella daríamos con ese objeto que nos colmaría. Es lo que se le llamaría muy apropiadamente “urbanismo de la seducción” –en palabras del progenitor del posmodernismo arquitectónico Robert Venturi. Según Venturi, la fachada ya es el anuncio, es decir, el exterior de una edificación debe transmitir su intención comercial y ultimadamente atraer al transeúnte (siendo este un consumidor en potencia). A tal fin, la tradicional “caja” arquitectónica estaría decorada con motivos de su cortejo comercial. Lejos quedo la fachada como contemplación de sobrecogedora belleza de la arquitectura clásica, o el funcionalismo de la caja del international style donde más espacio era menos decoración. Esta fachada publicitaria del posmodernismo, ese gran anuncio comercial que supedita incluso a la estructura, es una nueva forma de trompe l’oeil, aunque no tanto para engañar al ojo como para seducir a la mirada.
En palabras de Jonathan Franzen, las metrópolis norteamericanas cumplen a cabalidad con un modelo centrífugo: acumulan capital en el downtown e hipotecan el “sueño americano” en los suburbios. Tal modelo arribaría a su crisis más recientemente con la caída del mercado inmobiliario, la cual vapulearía especialmente en los suburbios. Sin embargo, la sustitución de la ciudad hermosa por la ciudad rentable –parafraseando al arquitecto y ensayista Witold Rybczynski- hoy más que nunca cobra su auge.
La ciudad sigue siendo el tropo perfecto del capital (independientemente que sea o no “la Capital” –de ello es ilustrativo la típica división norteamericana entre centro económico y centro gubernamental). Así, la vida pública –el encuentro entre los cuerpos que toma lugar en el espacio urbano- sigue regida por la utilidad, “debe” tener una “utilidad” para efectos del tiempo y la distancia que transcurre en ella. Perderse en vía a un punto B, a pesar de las instrucciones que arroja el GPS, es una ineficacia que cobra su pérdida incluso en carga libidinal. Los encuentros se dilatan, se cancelan o la casualidad los precipita, pero se procuran cada vez menos.
A este respecto, ¿qué sentido tiene el psicoanálisis en la ciudad hoy día? –siendo este fundamentalmente el encuentro semana a semana de dos cuerpos inexorables. No en balde las terapias breves, basadas en evidencias editadas, sometidas a la eficacia del capital y no de la transferencia, diseñadas con la utilidad en mente y no con el sufrimiento en el cuerpo, hoy se ansían como si del último aparato electrodoméstico se tratase. Ellas también las rige una lógica manufacturada en el núcleo mismo del vínculo entre el consumidor y sus objetos de consumo.
Pero no hay consumismo sin consumidores, y el psicoanálisis mismo es partícipe de su pobre presencia en la ciudad global. En el discurso capitalista, el sujeto encarna muy bien su parte de barril sin fondo, su falta es falta de algo, y desde allí opera una oferta cíclica. Es justo decirlo, el vínculo psicoanalítico pierde peso en la medida que se gane un consumidor. No es que el psicoanálisis sea un detractor del consumo -a fin de cuentas, este opera ahí donde la propuesta comercial falla-, el punto es que el psicoanálisis es inoperante ante la ilusión de un objeto de consumo total.
Ahora bien, los consumidores son fundamentalmente sujetos embelesados en tal ilusión, pero esta ilusión tiene como prospecto su fracaso –a veces. Cuando este fracaso acontece, acontece también la posibilidad de un vínculo otro con el objeto, no ya como un objeto de consumo, sino como un objeto que causa insatisfacción o, en el mejor de los casos, deseo.
A este punto, introducir el psicoanálisis en la ciudad comercial es fundamentalmente introducir la falta incolmable y su principio de realidad. Se instaura así un vínculo en falta de uno comercial, se paga para trabajar y dejar de ser un empleado que contribuye con su esclavitud mientras más trabaja, dejar de ser un consumidor que siempre tiene la razón sin que esa razón lo incluya a sí mismo, y dejar de ser un burócrata que se consuma eficiente a costa de aplicar un saber mortecino. Un vínculo para dejar de ser, en una ciudad “desha-sida”.
Con el capitalismo, la relación del psicoanálisis es más adversa. Se introduce la falta sí, pero en tanto falta de nada, no ya la infatuación de la falta de un objeto de consumo. Pero introducir la falta de nada en un vínculo en donde el sujeto es el agente, el demandante, esa boca que pide, es rogar por un milagro. Esos milagros ocurren y se les da nombres tan diversos como: debacle económico, depresión bursátil o recesión. Dado este milagro, el sujeto solo obtiene lo que no puede. Luego, el objeto de su deseo –el deseo de recuperarse y de ser feliz- ocupa el lugar del agente. Solo hay análisis cuando la felicidad se desea pero no se puede obtener. Es en ese suspenso en el que se sostiene el precario vínculo del psicoanálisis, entre un objeto que inquiere con nada y un sujeto que le hace falta algo sin tener el saber de qué.
Es un buen momento para el psicoanálisis en el globo, no es que nos regodeamos en la miseria que es la de todos, pero hoy la ciudad engloba un poco menos, no más, no todo.
Publicado originalmente en Nagari #1 La ciudad: lírica e íconos de un espacio
©All rights reserved José Armando García
José Armando García (Abril, 1976) Originario de Venezuela. Vive en Miami, Florida desde el 2004. Sociólogo de profesión y psicoanalista de oficio, con un posgrado de Trabajo Social Clínico. Asociado activo en la Nueva Escuela Lacaniana. Más interesado en el barroco de Baltasar Gracián que en cualquier tendencia contemporánea. También las épocas son injustas con aquellos que nacen a destiempo.