Ícaro
Para Roberto Echavarren
El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.
Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.
Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!
En la película aparecía un viejo caserón de madera de dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción. La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que no sólo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando sólo en el frío que le atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente: un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores aún no se presentan. Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té. Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados, punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños de azufre. Por la ventana se ve sólo el manto gris de la lluvia. La cámara hace prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica, el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar, con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases, las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores, perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.
Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos intolerable. Todo contribuye a ello, no sólo el sol siempre a plomo sobre los personajes; los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo, los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire libre.
—Ciega esta luz —dice en el momento de embarcarse.
Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos.
Algo recuerda de la última carta. ¿La conservará todavía en México, entre sus papeles? Era una carta larga, quejumbrosa, irritante. Hablaba de la melancolía que se había apoderado de aquella diminuta ciudad tan pronto como el otoño comenzó a dar paso al invierno, de la oscuridad y la lluvia y la falta de incentivos, de la carencia de personas con quienes conversar. De su encuentro reciente con un viejo poeta desdentado de barba rala y larga que había preferido la soledad de un escondrijo en la montaña; su único compañero, no de paseos porque el tiempo ya no se los permitía (“el pinche frío ha sentado la garra en éste, que hasta hace una semana parecía un inmutable paraíso solar al margen de las leyes climáticas. De repente una helazón bestial comenzó a bajar de la montaña a la hora del crepúsculo…”), sino de copas, de taberna.
Por más que ha intentado pasear, perderse, despotricar a sus compañeros, ser absorbidos por la ciudad, leer un poco, dormir, pensar en la conversación telefónica con Emily, la película lo tiene por entero poseído; le ha avivado su mala conciencia. Piensa que él y otros amigos debieron haberlo obligado a volver a México, enviarle un pasaje, meterlo en una clínica de desintoxicación si era eso lo que necesitaba; en fin, algo seguramente se hubiera podido hacer, cualquier cosa, menos dejarlo morir en aquel pueblo perdido, olvidado por todos. Es imprescindible que concierte un encuentro con Hayashi, el director japonés, que le informe cómo pudo enterarse de aquellas circunstancias finales; decirle, a pesar de que no va a creerle (como buen oriental fingirá que sí, sonreirá cortésmente, pero sin ocultar del todo una expresión de tedio) hasta que él no comience a darles nombres y detalles, tendrá que decirle que no sólo fue amigo de Carlos, sino que es el original de ese muchacho un tanto absurdo, el joven ofuscado que aparece en un pasaje de la película, el que por una noche, por poquísimas horas de una noche, fue el amante real de una mujer real que vivía ahora, si es que aún vivía, decrépita, maniática, empecinada en su rencor por Carlos, recluida en una clínica de lujo de las proximidades de Londres. Que por favor le diga si la muerte de Charlie, de cuyas circunstancias nadie logró enterarse, fue tal como la describe en su película. Añadirá (¡si tuviere a la mano aquella carta para poder mostrársela!) que estaba enterado de la existencia del viejo harapiento que abandonó la gloria literaria para refugiarse en una choza en las montañas, que por favor le explique cómo fueron sus últimas semanas en las Bocas de Kotor.
Porque en la película, después del primer encuentro de los dos hombres de letras, las visitas se repiten, siempre en la taberna, junto a una ventana, no lejos de la chimenea, desde donde contemplan la lluvia. La primera vez el poeta se dirigió hacia la estufa, dejando a su paso un arroyo. Se sentó en la mesa de al lado del protagonista, el supuesto Carlos.
Cambian unas cuantas palabras; algo los lleva a identificarse como escritores; hablan un poco de literatura, muchos de los pros y contras del lugar, del paisaje y también de sus sueños, aspiraciones y proyectos. Parecen dos muchachos decididos a conquistar y transformar el mundo, el arte, la literatura, ¡la vida, nada menos! (non jef t’es pas tout seul!). Entrechocan los vasos con frecuencia; se saben hermanos, cofrades, aedas incomprendidos por los tiempos que corren; en un momento maldicen a su época y al siguiente la califican de extraordinaria, germinal, de algo que está por llegar. Una época grandiosa a pesar de la fatiga y el desaliento que sabía producir.
Y un día le confía que se encuentra en dificultades; le habla de su miseria, del cheque que no llega. La patrona lo ha amenazado con incautarle el equipaje y expulsarlo del hotel; no sabe qué hacer, no le queda dinero ni para poner un telegrama. Desearía vender algunas prendas de ropa, pero no conoce a nadie en el lugar. El poeta le asegura que no obtendrá gran cosa por los trajes; por el reloj, en cambio, podrían darle una buena suma. Pero él se resiste; se excusa diciendo que es un antiguo regalo; además, no saber la hora le hace sentir mal, le produce mareos, náuseas. El poeta insiste. Le asegura que conseguirá el dinero en menos de media hora. Por fin se desprende del reloj. Luego espera, víctima de la mayor postración nerviosa. Está seguro de que otra vez lo han timado, que esa noche lo echarán de la pensión; el reloj era lo único con lo que contaba para que algún chofer lo devolviera a la civilización; cuando regresa el otro con el dinero apenas lo puede creer. Llaman a la patrona, paga la cuenta; le sobran todavía unas monedas. Piden una botella de licor; luego otra. Se emborrachan. El protagonista escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia una imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico, aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría, y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado.
Siguen bebiendo.
Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto. Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta. Meten la ropa revuelta, en desorden, las latas de alimentos, un par de zapatos de lona; ponen los libros, las carpetas y los papeles dispersos por el cuarto en una cesta que cubren con periódicos. Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad, caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña, cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada. Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado cuerda durante varios años, reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes, excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que tampoco le permitirán volver al hotel, que ha trascendido esa etapa. La modesta pensión es ya para él tan inaccesible como los restaurantes de Tokio, el hermoso jardín de su casa en Macao, sus cuadros, su buen sastre, el champaña. Sabe que a partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero. La lluvia se ha vuelto, otra vez torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala, emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua. Ícaro ha vuelto a hundirse en el mar. En la cabaña, entretanto, el poeta hurga en la maleta. Se prueba con júbilo los pantalones, las camisas, un suéter; olfatea con deleite la bolsa de tabaco.
Por un momento el recuerdo de aquella escena le hace sentir la necesidad, la urgencia de volver a oír la voz de Emily. Está a punto de pedir otra llamada a México. Pero después de un momento de incertidumbre resuelve que sería insensato llamar por segunda vez, daría una falsa impresión. Lo mejor, pues, será acostarse, tratar de leer un poco, tomar un luminal, dormirse a buena hora. El día siguiente será, puede asegurarlo, atroz. Tiene la agenda copada de compromisos de la mañana a la noche. Ni siquiera podrá hablarle a Hayashi. Será mejor dejarlo para otro día. A fin de cuentas, ¿qué importancia podía tener el enterarse de algún nuevo detalle sobre la muerte de Carlos? Oprimió el botón de la lámpara. El paisaje de Guardi, las rameras de Carpaccio, los brocados, The Towers of Trebizond sobre la mesa de noche, el teléfono, fueron absorbidos por la oscuridad. Está exhausto. Mete una mano bajo la almohada y de inmediato se sume en un sueño que borra toda la fatiga, el estupor, la culpa o el rencor que aquel abigarrado día le había producido.
Sutomore, noviembre de 1968
Icarus
By Sergio Pitol
Translated by George Henson
For Roberto Echaverren
That evening at a showing of the Venice film festival the narrator saw a Japanese film that reveals, in an apparently unambiguous way, although the action transpires in Japan (and an episode take places in Macao), the life of a friend who died a few days ago under strange circumstances in a small city on the coast of Montenegro. He walked around, shaken, for several hours, returned to his hotel, telephoned Mexico, spoke to his wife, but nothing has been able to ease the distress caused by the final scene.
Everything exists to ensure his peace of mind and relaxation. Capable hands, provident eyes, minds designed exclusively to anticipate his every need and desire and to attempt to satisfy them, have endeavored to create that atmosphere, so necessary in those moments when a reaffirmation becomes indispensable. The telephone within reach; thick brocade curtains; a creased cretonne bedspread with soft green stripes that matches an even softer, almost imperceptible one; a Guardi reproduction, another by Carpaccio. Chrome or aluminum appointments dispersed judiciously among the dark furniture. Everything to the extent necessary to remind the traveler that he’s not alone, that he hasn’t fallen into another time, that the Carpaccio and the Guardi and the faux brocade that cover the walls are merely ambience, that he occupies his century, that one of the doors leads to a bathroom where the tile, the plastic, the metal plating, all sparkle. To remind him, in the end, that with the simple push of a button a waiter will appear and that, minutes later, a whiskey, ice and, if he wishes, a good risotto di pesce, cassata, and coffee will appear on a table.
Carlos would speak at length about the advantages that living in a hotel could provide. In reality, he spent a good part of his life in them; he was familiar with the entire gamut, from the latter to the seedier boarding houses, rooms-for-rent of an indescribable look and smell. Namely, like the place where he had spent his last days must have been! In the movie there was a large, dilapidated two-story wooden house; the bedrooms were on the upper floor, rectangular rooms with six or seven broken-down beds. In a tearoom downstairs, townspeople met to discuss current events, play cards, pass the time. It rains non-stop. The torrential rain forms—in Rashomon-esque style—a solid curtain, thick and gray, that isolates both the people and the objects themselves. The hotel is almost empty. It’s off-season, and he’s the only guest in his room. The humidity and cold torture him; cause him to feel permanently ill. He has called the landlady several times to show her the two leaks in the ceiling, but the old woman merely grimaces and does nothing. He ends up putting a laminated pot under one of them and a towel under the other; from time to time he gets up to wring out the towel through the window. He gathers the blankets from the other bed to cover himself. Days pass with periods of intermittent exhaustion. He spends hours in bed, huddled beneath a mound of covers; the only thing he can think about are his hands, frozen stiff by the cold. He has the look of a sick animal, at times moaning softly: an animal curled up to die. And he knows that winter has just begun, that he must withstand nature’s cruel joke for long months and that the worst months are yet to come. He opens a container, chews some crackers smeared with something resembling a fish paste that he moistens in a glass. He does calisthenics in an attempt to warm his body; sometimes he takes his notebook and goes down to the tearoom. The three or four peasants who come there barely speak; the dark and cold bring them together, isolate them. He’s worried about running into the other boarder and her grandson; days before she had sat beside him and unleashed a nauseating screed about her ailments; diarrhea, colds, punctures, nerves, her liver, the pus that won’t stop, shots, enemas, sulfur baths. The only think visible through the window is a dark blanket of rain. The camera masterfully recreates that world of darkness in which there is suddenly an occasional flash of light: drops ricocheting off the sidewalk like bullets on a metal surface, an old, dark jalopy driving across town in the middle of a cloud burst. Behind the car, a destitute poet, wrapped in a threadbare overcoat that goes down to his feet quickly makes his way; he flails his arms as if battling the very substance of life. On a table, next to an iron stove, whose heat seems to benefit no one, the obese protagonist (how distant now from the elegant young man from the passionate scenes in Macao!) attempts halfheartedly to jot down a few lines in his notebook, but the ideas don’t flow. He writes a few sentences, crosses them out; the pen begins to dance, to stutter, he traces lines, draws flowers and outlines of women, numbers, he stops; he begins again the task of outlining the paragraph whose progress has been painstakingly slow. In the end, he tears out the page, wads it up, and throws it away. He orders a bottle of liquor and fills a glass. At that moment, soaked and trembling, the old bard bursts into the bar.
It’s obvious that the use of light serves a symbolic function, helping both to intensify and diminish the psychological atmosphere at least. In the opening scenes, during his youth, the sunlight is radiant and becomes increasingly stronger until the scenes in Macao where the brightness at times becomes unbearable. Everything contributes to it, not just the sun beating down on the characters; the sheer, pale suits of the extremely beautiful actress, reminiscent of Paz Naranjo, the young men’s hats, the cream-colored awnings of the street cafés.
“This light is blinding,” he says as he boards.
Later, the light slowly fades until disappearing almost entirely in the closing scenes: the fishing village where the protagonist has ultimately taken refuge. The sun, the few times it appears, is like a sad parody. There is nothing but fog, rain and cold: a grayness that falls from the sky stains the rosettes and seeps through the walls. A damp cloud hangs in the air and surrounds the few patrons in the tearoom.
He remembers something from the last letter. Could it still be among his papers in Mexico? It was a long letter, whiny and irritating. He spoke of the melancholy that had taken over the tiny city as fall yielded to winter, of the darkness and rain and lack of incentives, of the scarcity of people to talk to. Of his recent encounter with an old, toothless poet with a long, thin beard who preferred the loneliness of a hideout on the mountain; he was his only companion, not a traveling companion because the weather no longer allowed it (“the bloody cold has dug its claws into this place, which until last week was like an endless sun paradise that existed outside the laws of weather. Suddenly, at dusk, a brutal chill began to descend from the mountain…”), but a drinking companion, a tavern mate.
No matter how many times he attempts to go for a walk, to lose himself, to unload on his friends, to be absorbed by the city, to read a little, to sleep, think about the phone call with Emily, the movie continues to obsess him; it awakens his guilty conscience. He thinks that he and other friends should have made him return to Mexico, wired him a ticket, put him in an alcohol treatment clinic if that’s what was needed; anyway, something certainly could have been done, anything, besides leave him to die in that forsaken town, forgotten by everyone. He must arrange a meeting with Hayashi, the Japanese director, to find out how he was able to know those final details; to tell him, even though he won’t believe him (like a good Oriental he will pretend and smile politely, but without completely hiding an expression of boredom) until he begins to give him names and details, he will have to tell him that he wasn’t just a friend of Carlos, but that he is the original of the somewhat boy, the confused young man who appears in one of the movie’s passages, the one who for one night, for a few short hours one night, was the real lover of a real women who was alive now, if in fact she was still alive, decrepit, fussy, obstinate in her dislike of Carlos, confined to an upscale clinic on the outskirts of London. He wants him to tell him whether Charlie’s death, the circumstances of which no one ever knew, was just as the movie describes it. He will add (if he only had that letter to show him!) that he knew about the existence of the ragtag old man who turned his back on literary fame to go to live in a shack in the mountains, could he please explain what his last weeks were like in the Bay of Kotor.
Because in the film, after the first encounter between the two men of letters, the visits become more frequent, always in the tavern next to a window not far from the fireplace, where they watch the rain. The first time, the poet walked toward the stove, leaving a watery stream in his wake. He sat at the table beside the protagonist, the alleged Carlos.
They exchange a few words; something leads them to identify themselves as writers; they talk a little about literature, many of the place’s pros and cons, the landscape, and also about their dreams, aspirations, projects. They’re like two boys intent on conquering and changing the world, art, literature, life, no less! (Non, Jef, t’es pas tout seul!). They clink their glasses frequently; they consider themselves brothers, confrères, poets, misunderstood by the times they live in; in one breath, they curse their era, in the next they proclaim it extraordinary, seminal, something yet to come. A grand era in spite of the fatigue and ennui it has produced.
And one day he confides to him that he’s having problems; he tells him about his misfortune, about the check that hasn’t come. The landlady has threatened to confiscate his luggage and throw him out of the hotel; he doesn’t know what to do, he doesn’t even have money to send a telegram. He’d like to sell some clothes, but he doesn’t know anyone in town. The poet assures him that he won’t get much for his suits; but the watch, on the other hand, could bring a large sum. But he refuses; he explains that it was a gift; besides, not knowing the time makes him uneasy, it causes him to feel dizzy and sick to his stomach. The poet insists. He assures him that he’ll have the money in less than a half hour. Finally, he hands over the watch, waits, and falls into a deep depression. He’s certain that he’s been cheated, that he’ll be thrown out of the boarding house; the watch was the only thing he could rely on to pay a driver to return him to civilization; when the other man comes back with the money he can scarcely believe it. They call for the landlady and pay his bill; he has a few coins left. They order a bottle of liquor, then another. They get drunk. The protagonist listens to the toothless old man, dirty and scruffy beyond description. Even in the moments of greatest camaraderie, he continues to provoke in him a certain degree of disgust (since, in a way, it’s like seeing himself reflected in a mirror that offers him a glimpse of the future, a glimpse that’s hard on his heels). He concocts—in great detail, and with a vast display of grimaces and guffaws that expose his gums and what’s left of his rotting teeth, with winks that cause his entire face to move to the point of forming a crossword of wrinkles, and dirt and hair—a future free of financial cares.
He listens to him—at first with amazement, then with a trembling desire to participate, finally with enthusiasm—narrate his experiences in that cabin where he writes when he pleases, free of worries, and from where every now and then he’d go down to town to buy a newspaper, although now he did it more frequently to converse with him, since he didn’t usually meet people from the city, much less of his quality, and he invites him to share his house. There he’ll find the peace he was looking for and will be able to finish that novel that he’s told him about so many times.
They continue to drink.
Then, stumbling, unsteady, they go up to the room. With the poet’s help, he gathers his things and places them in his suitcase, wadded-up clothes, in disarray, cans of food, a pair of canvas shoes; they pack his books, folders, papers, all strewn about the room, in a basket that they cover with newspapers. Later, under a fine rain and in the middle of the darkness, they walk along the town’s long, narrow main street (the only one), that runs along the coast. They start up the mountain along a rocky path. The rain blinds them at times; stumbling here and there, they shout curses and stop to catch their breath. They pass the bottle back and forth. Both, but especially him, are completely drunk. They continue to walk. At last, his friend’s hut appears, rickety stacked rocks, fragments pulled from the mountain itself, covered with a straw roof. The poet pushes open the door and invites him to go in. At that moment, as if struck by lightning, he understands everything. He looks at the pile of wet straw they will share that night, the remains of a fire, the dank dirt floor. He realizes, with unspeakable horror, that life has caught up with him, that the future that fate had woven for him had unraveled. He knows that the old codger was the bait that led him to the trap, that the world was finally able to get rid of him, to dot—and with such accuracy!—his i’s, to eliminate him once and for all. He knows he won’t be able to live in that pigsty, but that he won’t be able to return to the hotel either, that he’s moved beyond that stage. The modest rooming house is now as inaccessible to him as the restaurants in Tokyo, the beautiful garden of his house in Macao, his paintings, his good tailor, champagne. He knows that from the next day on, he’ll have to look for dry branches to warm himself, that he’s become the poet’s servant. From time to time he’ll go down into the town to beg and buy food and alcohol. To the people there he’ll be just another madman. His teeth will also rot. He leaves the cabin, begins to run, and takes the wrong path. The rain has once again begun to pour. He runs alongside the cliff, slips, lets out a brief cry, rather a moan. The basket floats on the water. Icarus has once again drowned in the sea. In the meantime, in the cabin, the poet rifles through his suitcase. Ecstatic, he tries on the pants, the shirts, a sweater; he delights in smelling the bag of tobacco.
For the moment, the memory of that scene makes him feel the need, the urgency to hear Emily’s voice again. He’s about to make another call to Mexico. But after a moment of hesitation he decides that it would be senseless to call a second time, it would give a false impression. The best thing, then, will be to go to bed, try to read a little, take a Luminal, fall asleep at a decent hour. He knows the next day will be awful. His schedule is full of appointments, from morning to night. He won’t even be able to talk to Hayashi. It’ll be better to leave it for another day. In the end, what difference would discovering a new detail about Carlos’s death make? He pressed the lamp button. Gaurdi’s landscape, Carpaccio’s prostitutes, the brocade, the Towers of Trebizond on the night table, the telephone, were all absorbed into the darkness. He’s exhausted. He places a hand beneath the pillow and immediately falls into a sleep that erases all his fatigue, the shock, the guilt or rancor that the disjointed day had caused him.
Sutomore, November, 1968.
© All rights reserved Sergio Pitol
© All translations rights reserved to George Henson
Sergio Pitol (1933) Escritor, ensayista y traductor mexicano. Autor de varios libros de cuentos tales como CUERPO PRESENTE, VALS DE MEFISTO. Ha publicado las novelas: EL TAÑIDO DE UNA FLAUTA, JUEGOS FLORALES, TRÍPTICO DEL CARNAVAL: EL DESFILE DEL AMOR, DOMAR A LA DIVINA GARZA, LA VIDA CONYUGAL. Entre sus ensayos se cuentan DE JANE AUSTEN A VIRGINIA WOOLF, LA CASA D E LA TRIBU, entre otros títulos. EL ARTE DE LA FUGA recoge su arte poética. Ha recibido los premios Juan Rulfo en México y el Premio Cervantes en España por su labor literaria.
George Henson is literary translator based in Dallas, Texas. George has translated two short story collections, Elena Poniatowska’s The Heart of the Artichoke and Luis Jorge Boone’s The Cannibal Night. Other translations, of writers Andrés Neuman, Miguel Barnet, Alberto Chimal, Sergio Pitol, and Leonardo Padura, have appeared in World Literature Today, The Literary Review, Words Without Borders, and The Kenyon Review. His translation of Pitol’s The Art of Flight will appear this month with Deep Vellum Publishing.
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