Cuando adolescente, solía visitar a mi abuela por cuenta propia, que yo recuerde, no le avisaba que la visitaría. Simplemente tomaba el transporte colectivo y tocaba a la puerta. Siempre que la visitaba me ofrecía algo de comer, fuesen aceitunas, queso o galletas, o bien, me cocinaba, en cazuelitas de barro y con aceite de oliva. Pero el alimento esencial giraba en torno a nuestras conversaciones, ella era una lectora voraz, hablábamos de política, libros, pero sobre todo de nosotros mismos, de historias familiares o incluso de los sueños de la noche anterior. Pudiera parecer una digresión comenzar esta reseña con una anécdota personal, pero no lo es, Hormigas en la lengua de Lena Yau, trata precisamente de ese universo que se construye alrededor de los alimentos, el lenguaje y la memoria. De esos recuerdos que cuando los reelaboramos se vuelven ficción.
A través de los alimentos Yau nos muestra la clase media alta venezolana de los setentas con sus diferencias de clase, su racismo soterrado, ese que señala el color de piel o una profesión de fe distinta. Retrata a los inmigrantes europeos avecindados en el país sudamericano, como el tío Johan que gusta comer salchichas alemanas o Filo la italiana dueña del abasto de la esquina que “Le basta ver lo que cada quien lleva en la canasta para saber qué pasa en sus hogares, en sus sentimientos, en sus cuerpos.” Los venezolanos de la diáspora para quienes las golosinas de la infancia devuelven ese espacio que se niega permanecer a la distancia.
Hormigas en la lengua nos relata también la historia secreta de aquello que consumimos, de nuestras fobias y filias. Lo que comen o dejan de comer sus personajes son pistas, que, como el rastro de Hansel y Gretel nos conducen a edificios que nos sorprenderán al saber que guardan en su interior.
La lengua como vehículo sensual que se propaga en la palabra oral y escrita, en las conversaciones a través de blogs, correos electrónicos. Como medio para reinventarse y protegerse durante la niñez como el caso de Douglis la chica de bajos recursos que estudia en una escuela de monjas. Esa lengua que después retomará para reivindicarse una vez que ha logrado el éxito material al que aspiraba. El lenguaje también como muro y purga en el caso de Jordi y sus conflictos sexuales irresueltos.
Lena Yau, nos ofrece un banquete con su novela, porque también hay que decirlo, es una celebración, es el autodescubrimiento de Pino Chica al partir el pan, con sus padres, amigos y abuela porque:
“La palabra y la comida devuelven a lo perdido.
Lo perdido es la tierra.
La tierra es la infancia.
La infancia es el habla.
El habla la comida.”
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