A diez años de su desaparición física, puedo afirmar, sin dudarlo ni un segundo, que Ricardo Torres es un gigante del dibujo y un talentoso exponente de las artes plásticas salvadoreñas. A mi juicio, y debido a su esfuerzo en la vida y a la calidad de su obra, amerita ser tenido en cuenta en el registro del arte nacional.
El siguiente relato no tiene la intención de exponer un análisis riguroso sobre la obra de este virtuoso dibujante; más bien, se limita a ofrecer al público elementos de juicio para su evaluación. Las consideraciones que he tenido a bien presentar sobre la persona de Ricardo Torres y la figura del artista están estrechamente ligadas a trece años de profunda e íntima amistad (1994-2007).
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Escribiendo estas líneas, me encontré con la hija de Ricardo, que tiene 12 años. El velo de la ausencia ha impedido guardar en su memoria una imagen clara de su padre, pero, para mi asombro, cuando le pregunté por el nombre completo de él, me contestó con absoluta claridad: Ricardo Edgardo Torres Henríquez. Tan contundente respuesta me hizo exclamar: ¡cómo me encantaría que la niña conozca a su papá como yo lo conocí!
ORÍGENES
Se crio en el seno de una familia muy numerosa y humilde en los suburbios del municipio de Apopa, bajo la tutela de su abuela y, a falta de su progenitor, su madre, asumió la fatigosa tarea de ser madre y padre al mismo tiempo.
A pesar de los esfuerzos de la abuela por brindarles el calor que todos necesitaban, las necesidades básicas eran apremiantes y no podía darse el lujo de dedicarse de lleno a la formación integral de todos los miembros de la familia. Por esta razón, desde muy chico Ricardo emprendió su carrera de autoformación «alternativa» en las casas y en las calles de tan polémico barrio. La idea era tolerar una infancia de carencias materiales y afectuosas y a la vez aprender las lecciones de la dura comarca bajo el lema «pegas o te pegan, te defiendes o te damos». Tiempos de dura formación.
Sexo, drogas y rock and roll le acompañaron en su adolescencia; y de esto es fácil deducir la infinidad de problemas que configuraron lo complejo de su personalidad.
Con todo esto y más, nos podemos aventurar a precisar que ante semejante hoja de vida temprana de dicho personaje seríamos los último en entablar un vínculo cercano y mucho menos una amistad estrecha; pero para mí y para otras personas que fueron cercanas a él, esto sería la excepción a la regla.
EL CENAR
Hay tantas cosas que quiero hablar de este insigne amigo que no sé por dónde comenzar. 1994 yo cursaba primer año en el bachillerato en artes plásticas en el Centro Nacional de artes CENAR. Por las mañanas recibíamos las materias académicas y por la tarde, las vocacionales. Sucedió un día por la tarde, paseando por los pasillos del recién estrenado recinto de las artes, vi a un mucha-cho regordete, muy tímido, callado y reservado (¡Vaya! qué lejos estaba de aquella prematura impresión).
Torres estudiaba pintura en los cursos libres, y al año siguiente ingresó formalmente como estudiante de la institución; pero no fue hasta el segundo año que nos presentamos formalmente e iniciamos lentamente nuestra amistad. Lógicamente, al inicio no tenía mucha información de él, solo sabía que le decían “la Menche”, por su extraordinario parecido a Mercedes Sosa entre otras versiones.
En aquella época, ante mis ojos de estudiante, Torres era un chico majadero, picarón, juguetón y, por cierto, de varios vicios (práctica común en la mayoría de mis compañeros). Con todo, y a pesar de los principios religiosos que yo profesaba, me sedujo mucho su amistad y, ahora que lo recuerdo, también su rostro dulce y trato cariñoso. Ahora bien, poniendo las barbas en remojo, confieso que tampoco yo era tan equilibrado como para juzgar a «la Menche», ya que como estudiante era sumamente disfuncional, y lo que Ricardo y compañía me ofrecían era la jodarria y el vacil que tanta falta me hacían y que, como un narcótico, lograba disipar lo desencajado que me sentía.
Puedo decir que como estudiante Torres no destacó como una lumbrera académica; sin embargo, en lo vocacional era muy diferente. Un día a la hora del almuerzo (tiempo de ocio para la mayoría de nosotros), pasando por el taller de pintura descubrí con gran asombro que «la Menche» dibujaba afanosamente un cráneo de res. ¡Wow!, qué extraordinario dibujo, me dije a mí mismo, y no tuve más remedio que exclamar: ¡Loco, queeé… pelado está ese dibujo! Esa tarde platicamos y me contó que Tosimichi Nodu, profesor y amigo Japonés, se había acercado a él para alentarlo y, a la vez, proveerle de técnicas para crecer en el arte del dibujo realista.
Milagrosamente, en 1997 nos graduamos (por cierto fuimos la última promoción, ya que ese año cerró puertas el único bachillerato en Artes Plásticas en todo el territorio salvadoreño). Tan libre me sentía de horarios y tareas, que decidí visitar a mi amigo en su casa, en una comunidad en la colonia Santa Lucía, y al verlo me sorprendí muchísimo, ya que lo encontré sumamente contrariado, deprimido y melancólico por el desarraigo que sufría y la profunda pena de no ver más a los compañeros y algunos profesores de la extinta institución. Pero bien, habría que reponerse y prepararse para los «nuevos tiempos», concluimos.
LA UES
En 1999 nos inscribimos en la licenciatura en Sociología en la Universidad de El Salvador (ues), pues asumimos que ya era hora de prepararnos y fundamentarnos con nuevos conocimientos que nos permitieran sentar las bases teóricas para la creación de un arte consecuente con la realidad salvadoreña. Lamentablemente, no empalmamos bien los hábitos de vida con la vida de estudiante universitario y más tarde que temprano vino la temida deserción académica. Ambos estábamos defraudados.
Para Ricardo, sin embargo, las cosas no fueron tan fatalistas, ya que estudiando sociología, conoció a Ricardo Argueta, un joven catedrático muy brillante y cercano a los estudiantes que lo estimuló a la lectura crítica; fue así como nació en Ricardo el «hábito silencioso» de leer y, lentamente, la habilidad de sentir el sabor de nuevos conocimientos. De manera paralela a esas nuevas fuentes del saber, desarrolló el gusto por la música clásica y el cine de contenido (aunque este último, a mi juicio, como una espada de doble filo en su propio contexto).
Más adelante, y en buena forma con las artes, mi compañero de armas y yo decidimos reincorporarnos a la facultad de Ciencias y Humanidades, eso sí, con la variable de inscribirnos formalmente en la licenciatura en Historia y con la firme convicción de dar una nueva pelea, un buen segundo round. En mi caso, y a pesar de ganar un par de batallas, finalmente fui el primero en desertar, en la víspera de una espiral de acontecimientos que me llevarían a consideraciones decisivas en mi vida. Sin embargo, y contra todo pronóstico, Torres capitalizó experiencias, y con audacia y suprema disciplina destacó como un estudiante brillante con un futuro prometedor en el mundo académico. Pero los fantasmas y las consecuencias de su pasado preparaban el terreno para truncar tan anhelado y frágil futuro.
COLECTIVO HÉTERO
Cuando aún estudiaba Sociología en la UES, en sus ratos libres Torres se iba con su libreta de dibujo, acompañado de su botella de ron Castillo (eso sí, debidamente camuflada), y se disponía, como era su costumbre, a trabajar apuntes al natural. De pronto vino a su encuentro un viejo conocido, Jimmy Martínez, excompañero y amigo del cenar, acompañado de unos muchachos de la Escuela de Artes. Luego de las presentaciones y saludos de rigor observaron su libreta, y me parece que quedaron estupefactos ante semejante hallazgo. Se acercaron al huraño Ricardo para que les compartiera sus motivaciones y experiencias con relación al tema del dibujo, y fue entonces que nació el primer encuentro con Antonio Romero, Luis Cornejo y Ludwig Lemus; para este último, fue de gran estímulo para encontrarse con el dibujo.
Con el paso de los meses se acercaron a la casa de mi abuelo, donde residía, y junto a Eduardo Chang y, más adelante, Alex Cuchilla, conformamos el colectivo Hétero. Con el pasar del tiempo las ganas de hacer arte, la amistad y la química dieron como resultados: sueños compartidos, éxitos en el arte, y sobre todo plena camaradería. Todo esto nos facilitó muchísimo la producción y la difusión de nuestro trabajo y sobre todo nos otorgó las bases para la profesionalización en el futuro y, en algunos casos, la definición en el mundo del arte.
Como fruto de las dinámicas conceptuales que hacíamos con el colectivo, Ricardo inició una serie titulada “Corsé”, del cual me gustaría ampliar su planteamiento citando un texto escrito en el 2005 por Antonio Romero y Eduardo Chang:
“Con un preciosismo detallado, Ricardo presenta dibujos a lápiz de excelente factura en los cuales los personajes se observan amordazados por corsés y cuyos rostros han sido censurados y cubiertos. Los personajes se vislumbran estáticos y modelan, con notable orgullo, sus cuerpos brutalmente atados y modificados; la ausencia de una expresión real y la combinación de sus cuerpos con estos contenedores artificiales complementan a personajes vacíos e inmersos totalmente en una tortura que parecen ignorar”.
LOS NIÑOS
A pesar de haber tenido logros creativos, y para asombro de todos los miembros del colectivo, mi amigo insistía con un tema recurrente en su imaginario personal, me refiero al tema de los “los niños”.
En 1998 se organizó una exposición colectiva titulada “Cuando canta un gallo” en el Patronato Pro-patrimonio Cultural, actualmente Museo Forma, en la que participaron amigos y exestudiantes del cenar y colaboraron Sayuri Yasuda, con pinturas al óleo, y Tosimichi Nodu, que los apoyó con una escultura de gran formato. En conjunto, resultó ser una buena y equilibrada muestra.
Para Torres, fue el momento preciso de mostrar su trabajo fuera de aulas por primera vez. Presentó sus dibujos de la serie “Los niños de la calle”, que trabajó con tanto ahínco. Lamentablemente, varios de esos trabajos terminaron en un barril de basura en las instalaciones del extinto bachillerato en artes, y otros, por azares del destino, fueron rescatados por algunos estudiantes, entre ellos Renacho Melgar.
La temática de los niños de la calle, la maternidad y los niños y niñas, en sus distintos matices, son a mi juicio reminiscencias inevitables de su propio pasado: nudos emocionales, inquietantes y duras miradas, experiencias dulces de juegos infantiles o la visión nostálgica de la maternidad. Torres lo narra con silencio abrumador, ya que, como lo cuenta el poeta, “lo dice, sin decir”…las añoranzas de buenos y amargos recuerdos.
WALTERIO IRAHETA
Con el tiempo, la calidad de los dibujos de Ricardo iba en aumento, y su talento era visiblemente notorio. Sucedió entonces que recibió una llamada de Walterio Iraheta (artista contemporáneo con mucha presencia internacional) para invitarlo a su taller a trabajar en un proyecto personal. Ricardo tomó la noticia como una especie de “legitimación” meritoria a su proceso; de ahí que trabajara con grandes expectativas en la búsqueda de nuevos aprendizajes durante más de un año. Al principio, las cosas no parecían tan claras como se esperaban, pero con el tiempo fue creciendo un vínculo más estrecho y más humano.
Otra situación que fue dura para Ricardo era que Walterio le exigía mucha puntualidad y orden, y Ricardo, francamente, carecía mucho de eso. Sin embargo, el dócil pupilo estaba en plena disposición de aprender, tanto así que tiempo después, en su taller, a pesar del caos reinante, todos admirábamos su impecable disciplina y limpieza en la realización de sus dibujos.
Pasado el tiempo, le pregunté a Ricardo sobre Walterio Iraheta, y él expresó su enorme respeto y admiración por el quehacer de un artista tan metódico y ordenado en sus ideas y en su trabajo.
CONCLUSIÓN
A pesar de que Ricardo era el depositario de una personalidad extrovertida, alocada, promiscua y ruidosa con sus relaciones personales y amigos más próximos, es curioso que siempre noté que buscó con gran ahínco silencioso puntos de cambio y de apoyo. Pero casi siempre tuve la sensación de que a las personas, incluso amigos cercanos, les costaba mucho detectar ese punto, ya que les resultaba más fácil ver sus características negativas.
Dicho lo anterior, reflexiono: es indudable que en la carrera de mi amigo la compañía del colectivo Hétero fue de gran estímulo para convertirse en un verdadero agente de cambio, ya que fungió como un laboratorio previo a la profesionalización de todos sus miembros. También me gustaría puntualizar que, en alguna medida, y me sumo a esta noción, nos sentimos arropados y representados en la difícil tarea de mostrar la obra y enfrentarnos ante el público.
Otra influencia importante que aportó verdaderos cambios en su vida fue la incidencia directa de Tosimichi Nodu, Ricardo Argueta y Walterio Iraheta, por el hecho de acercarse, confiar en él y estimular su crecimiento personal; y a esto se le suma lo significativo que fue para Torres ver la figura de su padre en rostros ajenos.
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La figura de la madre no puede faltar en estas remembranzas. Un día de esos tantos que visité a Ricardo y que me quedé a dormir en su casa, después de cenar, él sacó de su escondite secreto una botella de ron Castillo y me invitó a ver la película Martín (Hache), una producción hispano-argentino dirigida por Adolfo Aristarain (por cierto, a partir de ese día, quedaron oficialmente inaugurados los viernes de película). Luego de terminada la película y la botella de ron, se creó un ambiente con una carga emotiva que solo se puede igualar al drama de la película recién vista.
Entre lágrimas y abrazos, descubrí lo mucho que resentía la ausencia de su madre en su niñez, y a pesar de que en la actualidad ella le proveía todo lo necesario para su desarrollo como artista y como estudiante universitario, no podía disimular su rabia ante ella, expresando una actitud rebelde y despreocupada. Entonces se me ocurrió la idea de formular dos sencillas preguntas: ¿Conoces la historia de ella? ¿Acaso no es una expresión de afecto y amor el proveerte todo lo necesario para tu futuro? Entonces, como por conjuro, sus lágrimas se secaron y, viéndome fijamente a los ojos, me abrazó con gran ternura y agradecimiento.
Pasado el tiempo me enteré de que inició un proceso de reconciliación a tal punto que el día de su desaparición se arregló con sus mejores trajes y perfumes e invitó a su madre a bailar por primera vez: al compás de la música, eclipsando su triste pasado y alentando un momento de eterno reencuentro entre madre e hijo.
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Hay tantas cosas igualmente importantes que se me quedan en el tintero, pero me cuesta mucho distinguir hasta qué punto ventilar su vida privada… Lo que sí puedo decir ahora es que comprendo con meridiana claridad porqué Ricardo Torres escuchaba hasta el delirio la famosa canción “Al lado del camino” del cantautor y compositor argentino Fito Páez, de la que comparto un fragmento:
Vivir atormentado de sentido, creo que esta si es la parte más pesada, en tiempos donde nadie escucha a nadie, en tiempos donde todos contra todos, en tiempos de egoístas y mezquinos, en tiempos donde siempre estamos solos, habrá que declararse incompetente en todas las materias del mercado…
¡Ricardo, la deuda está pagada!
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Este texto fue publicado originalmente en el blog de Antonio Cañas