El día que leí el último capítulo del libro, Hasta las cenizas, recibí una noticia amarga: El hombre con el que deseo envejecer había estado ingresado en un hospital y el diagnóstico era confuso.
La muerte dejó de ser una protagonista ficticia. La Parca,se encarnó en una angustia común: el miedo a perder al que amas.
Sin dramatismo y con una entereza discreta, inicié la reflexión sobre el tema central del libro de Caitlin Doughty: el miedo a la muerte, la propia y la de los seres estimados.
La “entereza” se desvaneció a los quince minutos y mi cerebro entró en una espiral obsesiva de pensamientos lúgubres. Mis muertos acudieron en mi auxilio en un desfile macabro y el comedor de mi casa se llenó de huéspedes del más allá.
Mi padre, mis abuelos, mis primos, el amigo de mi madre, el niño de Sarajevo y el peruano del taller del taller contiguo, ocuparon las sillas vacías.
Sin verlos, los miré y observé que todos conservaban la frescura de la inmortalidad.
Agradecí la visita porque su presencia calmó mi espíritu atormentado y provocó un pensamiento esperanzador: si el hombre que quiero muere, vivirá en mí cada vez que lo recuerde.
Sé que la frase que cierra el párrafo anterior es de un infantilismo aberrante y sin embargo es una creencia común entre seres humanos de culturas y credos religiosos distintos.
El sentido de la trascendencia ante el fenómeno natural de la muerte se inició con el hombre de las cavernas. Los homínidos no podemos aceptar que morimos y c´est fini; necesitamos creer y sentir que la muerte es un tránsito, una estación hacia otro estado.
Caitlin Doughty, nos muestra “la voluntad de transcender “, ilustrando al lector sobre la historia cultural de la muerte en épocas y civilizaciones distintas. La autora nos seduce con un lenguaje coloquial y culto, no exento de humor negro.
El libro puede parecer ameno y de fácil lectura pero no es banal. La autora narra en primera persona su relación con la muerte, desde el primer día que empezó a trabajar en una funeraria. Lavar cadáveres, quemarlos en el crematorio, o recoger cuerpos mutilados son algunas de las tareas habituales que practica en su entorno laboral y las describe aportando datos científicos teñidos de sarcasmo.
Las críticas al mercantilismo americano de la muerte, a la filosofía escapista de no afrontarla, o el deseo de la eterna juventud para siempre, son constantes en el libro.
A pesar de su ideario, Caitlin Doughty es dueña de una funeraria en los Ángeles y es fundadora de la Orden de la Buena Muerte. Ella, también tiene afán de lucro – como buena americana- e intenta que el cliente pueda despedirse de sus seres queridos con prácticas más humanísticas. Les aconsejo que vean sus videos del canal you-tube, “Ask a Mortician “.
La autora y yo compartimos un interés macabro y natural por la muerte, los muertos, los rituales mortuorios y las “arts moriendi” a través de la historia. Las dos nos licenciamos en historia medieval y sabemos que, las brujas, podían practicar magia negra y blanca, y que los despojos humanos condimentaban pócimas de hechizos varios.
Sospecho que al hombre que estuvo enfermo no le gustará la reseña. La hipocondría, y el miedo a la vejez, no son buenos consejeros para lidiar con la defunción y la senectud.
Sin embargo, me gustaría que recuerde los gratos paseos que ambos hemos disfrutado en cementerios y, lo más importante, decirle que, ambos, transcenderemos a la muerte porque somos mediterráneos y en nuestra tierra, los esqueletos bailan.
Ángels Martínez