Decidí contar unas anécdotas de mi primer viaje extendido por América Latina en el año 1971, cuentos en su mayoría felices, sin mucho conflicto ni tensión, y de los cuales no van a llevar ningún mensaje trascendente. Si no te aburren, y llegan a provocar una sonrisa, o dos, me siento satisfecho. Empezamos en la hermosa ciudad de Cuernavaca, mi primer destino fijo.
Cuernavaca está como una hora al sur de la capital de México, y por siglos ha sido un lugar de veraneo de los funcionarios del gobierno y demás gente de plata y poder. La ciudad tenía varias escuelas que se dedicaban a la enseñanza intensivo del idioma español. Una de ellas, el Instituto Cuauhnáhuac, tenía buen reconocimiento por varias facultades importantes norteamericanas, pero en los últimos años otros competidores habían sido formados por profesores excelentes que salieron de Cuauhnáhuac, cobraban menos a los alumnos, y recibían más en compensación. Eran buenas escuelas con cinco horas de enseñanza diarias y un máximo de cuatro alumnos en cada aula.
Después de un par de semanas en Cuauhnáhuac, supe de una escuela que no solo me cobraba menos sino que me ofreció también una profesora particular por la primera semana. Y era guapa. El último día de clases con ella donde aprendí el pretérito y el imperfecto en una semana, me indicó que sería bueno que viniera al cuarto que alquilaba para practicar no sé que punto que me faltaba mejorar. Pobre de mí. Te imaginas, tanto estudio. Lo bueno fue que esa clase particular en mi cuarto volvió un estudio frenético de cuerpos, y la profesora, que tenía tal vez unos cinco años mas que mis veinte añitos, me dejó enamorado. Sin embargo, ella ya tenía una pareja que trabajaba con ella en la escuela, y más intentaba yo de que me regresara a visitar, mas me dejaba claro que no hablara del asunto para no crear problemas. Me tomó tiempo para comprender que me había cogido por el gusto de cogerme, nada más. No me había sucedido nada parecido nunca en los Estados Unidos. Sabiendo que yo seguía viaje en un par de semanas, esta Ángela hermosa me dejó bobo y con ganas de más. Inclusive me da ganas ahora pensándolo. Lastimosamente nuestro enlace físico quedó en el pretérito mientras mis ganas se extendieron por un imperfecto largo y perduraron hasta el presente.
De Cuernavaca, mi dedo me llevó a la ciudad de Oaxaca, capital del estado mexicano del mismo nombre. Por recomendación de un amigo en Missouri, llegué al restaurante vegetariano de la Señora Dora que quedaba en la Avenida Vicente Guerrero, a unas ocho cuadras del Zócalo, la plaza central de la ciudad. Ella tenía unos cinco o seis cuartos en el segundo piso que alquilaba a jóvenes viajeros y me dejaba pagar la estadía con tres o cuatro horas diarios de trabajo en la cocina de su restaurante.
Tenía yo también otro trabajo, más abajo en la Vicente Guerrero con una familia que tenía cuatro hijas muy bonitas con las cuales practicaba mi español. Ellos tenían dos negocios donde trabajaba algunas horas cada día a cambio de jugos riquísimos, y de vez en cuando, un par de pesos. La mamá y las hijas manejaban una juguería de frutos naturales de todo tipo, que fue la razón por la cual las conocí, y el papá era un peluquero con unas cuatro sillas a la espalda de la juguería. Mi trabajo consistía en buscar frutas grandes como papaya y guanábana en el mercado para la señora, y limpiar los vidrios o barrer el piso de la peluquería para el papá.
Un día cuando le estaba poniendo brillo a la ventana principal, me dí cuenta que el papá estaba en la vereda al otro lado de la calle, parado con los brazos cruzados y cercado por un grupo de amigos que me señalaba de vez en cuando como parte de una conversación sonriente y animada. Yo era el orgullo del papá, un gringo trabajador. Yo creo que en la vida nadie ahí había visto nunca tal cosa. Por la manera que se conducía la conversación en la vereda de frente, me dí cuenta que para ellos yo debía ser un gringo tonto por estar ocupado en una labor manual. Pero yo me divertía. Me había criado en una granja en el estado norteamericano de Missouri, y en la granja todo el mundo tiene trabajos manuales desde que caminan. Es más, a pesar de estar en camino de obtener un bachillerato de una universidad de primera línea en Massachusetts, en los veranos todavía hacía trabajos de construcción o en barcos del rio Mississippi para financiar los gastos durante el año escolar. Me reía por dentro al ver al señor peluquero comentando con sus amigos. Esto era un trabajo muy fácil y me parecía bien que vieran a un gringo haciendo algo humilde, que supiesen que muchos somos gente como cualquier uno, que no somos todos unos hijos de puta imperialistas!
Además las hijas eran lindísimas. Las dos mayores coqueteaban conmigo sin parar y la menorcita, de unos diez años, era super divertida, burlándose de las hermanas mayores y de mí a todo rato. Yo andaba con pantalón del ejército con bolsas grandes y llevaba siempre un diccionario y un cuadernito donde apuntaba palabras nuevas para recordarme de ellas. Tristemente ninguna hija de la Sra. Matilde era como la Ángela de Cuernavaca, y todo fue una diversión inocente. Talvez haya sido por lo mejor porque el papá rasuraba bastante barba y tenía la herramienta ideal para el gringo que cogiera a cualquier una de sus bellas hijas.
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Finn Briscoe. Ingeniero y emprendedor tecnológico, apasionado por la ficción latinoamericana, que no tuvo éxito grande en el negocio pero sí un fracaso mediano, escribe ficción y no ficción creativa. [Sus primeras publicaciones salieron ahora en las revistas Calliope y Jokes Review.] Lee y cuenta historias en eventos locales. También es voluntario en NAMI (National Alliance on Mental Illness) en el condado de Broward, Florida. Algunos cuentos en inglés se encuentran en www.finnbriscoe.com