Manos al volante, la carretera se obstina en seguir su trazado rectilíneo con una persistencia que nos ancla al asfalto. Suerte de eso porque me ciega la luz. Es esa hora tonta en que el sol baja de su trono del mediodía y, no sé si por venganza, se dedica a deslumbrar a los conductores. A todos por igual. Una anomalía de lo más demócrata que nos bendice urbi et orbi sin excepciones.
De poco sirven las gafas de sol o la visera interior del coche, mísera protección contra una luz que se desborda por los parabrisas, a través de las ventanillas, que me envuelve y vela los ojos. Si intento mirar al frente, lloro. La agudeza de los rayos solares es incisiva e hiriente. Si no miro, voy a tientas por una autovía donde ni Dios baja de los ochenta kilómetros por hora, y yo no voy a ser menos. Sé que rozo la temeridad, aunque se trate de un alarde mal comprendido.
Solo puedo controlar en mi espejo retrovisor lo que va quedando a mi espalda: un mundo huidizo y ese disco solar, empeñado en perseguirme. Hermoso, ubicuo, de intensa calidez anaranjada, me ayuda a tolerar mi estado de ceguera transitoria. Es mi tótem, y a él me entrego por necesidad.
Dentro de poco, quizás tras la siguiente curva, la orientación de la carretera me libre del castigo y me permita fijar la vista en el horizonte. Dejar de sentir la herida del sol sobre los párpados y hermanarme con la trayectoria del resto de vehículos le devolvería sentido a mi viaje.
No obstante, su insolente persistencia me sugiere herejías insospechadas, indignas de un ser racional como yo. Quién sabe si, cuando Galileo abdicó de sus ideas, lo hizo por una nueva convicción y no por miedo. Opino que todo el mundo tiene derecho a cambiar de parecer, aun a riesgo de convertirse en un traidor de sí mismo.
Así que no sería descabellado plantearse, después de todo, que no somos nosotros los que giramos alrededor del astro rey. Imaginemos por un momento que sea él quien, condescendiente, solo y aburrido en su órbita eterna, nos esté circunvalando día tras día. Quizás en busca de alguna estrella fugaz descarriada. ¿No podría el genio de Galileo abjurar de su razón, fantasear ante el reflejo de una hoguera?
El sol se extingue en mi retrovisor y creo sentir un pellizco de nostalgia, pero entonces una voz ardiente me susurra: “Volveremos a vernos sin falta: misma hora, mismo lugar.” Y mis ojos, anegados todavía en lágrimas, vuelven a sonreír.
© All rights reserved Dolors Fernández Guerrero
Dolors Fernández Guerrero (Barcelona, 1968) se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona en 1992.
Es autora del poemario Mi corazón mordido por tus labios, editado por La Marca Negra Ediciones en marzo de 2017.
Autora bilingüe (castellano y catalán), ha obtenido diversos premios literarios en las modalidades de relato y poesía.
Asimismo, ha colaborado con poemas, relatos breves, entrevistas y crítica literaria en diversas publicaciones, como el suplemento cultural del diario catalán El Punt Avui y en las revistas de creación literaria Azharanía (Castellón), Tànit (Baix Llobregat, Barcelona), Nagari (Miami) y Almiar (Madrid).
También ha participado en numerosas antologías sobre poesía y relato breve.
twitter: @sibilinda