La fijación con capturar estrellas fugaces siempre me ha parecido la cosa más poética, le dije a un grupo de amigos cuando subíamos la colina hacia el radar ionosférico de Arecibo, desde donde se emiten señales sónicas en fe científica. La esperanza es que alguien la recibirá. Pensé en un poema de Emily Dickinson: «This is my letter to the world». Arecibo envía cartas al universo. O un poema sobre la condición humana.
Estamos tan solos.
Era un sábado de verano y atardecía tarde cuando decidimos que, mejor que quedarnos a hacer lo mismo de siempre en la ciudad, sería buena idea irnos a atestiguar el viaje de las Perseidas, una lluvia de meteoritos de intensa actividad.
¿Somos humanos porque miramos las estrellas o miramos las estrellas porque somos humanos?, se preguntó una vez el Filosoforáptor en Facebook. Tal vez estamos hecho de la misma materia.
En cada una de mis novelas, aparece una estrella viajante, que cae y cae, como si nunca quisiera caer, les dije a mis amigos mientras conducía.
Un silencio siempre es una respuesta cuadrada en estos asuntos, más si se trata de cuatro silencios. Ajá, escuché a Mónica decir en la parte trasera de la camioneta. Salió el poeta, añadió. Entonces, Juan preguntó: ¿Y para qué poetas?
¿Para qué poetas?
Digo, es fácil la respuesta si uno pregunta para qué médicos, abogados, ingenieros, maestros o agricultores, pero, ¿poetas?
Hölderlin elevó el mismo cuestionamiento en la elegía “Pan y vino”, y Heidegger trató de articular algún tipo de respuesta filosófica: «El poeta dice lo sagrado en la época de la noche oscura del mundo».
Sería igual de válido preguntar: «¿Para qué filósofo?», pero la filosofía se formula tan cercana a la poesía que casi redunda la una en la otra, y viceversa.
Y es que seguimos tan solos.
Es poeta verdadero aquel que, en tiempos de penuria, hace que la poesía y el oficio del poeta se conviertan en cuestiones poéticas, parafraseé.
El silencio fue mayor. Nunca pensé que ir a observar estrellas fuera una experiencia tan tensa.
Cuando llegamos a nuestro destino, la tinta de la noche se había derramado por todo el cielo y algunas nubes se aparearon momentáneamente en nuestro cenit. Temimos que el viaje sería en vano, pues se trataba de que, esa noche, desde el célebre centro de investigaciones astronómicas, se podría observar una intensa lluvia de meteoros.
Algunos países podrán observar hasta cien meteoros cada sesenta minutos, nos dijo un guía mientras nos conducía al pequeño anfiteatro donde pensé nos prepararían para nuestro viaje astral. Pero nosotros, desde nuestro punto en el universo, solo veremos unos treinta o cuarenta, afirmó un científico desde el podio antes de pasar a la actividad de voyerismo galáctico. La relatividad de la perspectiva, pensé. Viajan a más de ciento kilómetros por hora, agregó el guía.
A esa velocidad, ¿quién tiene tiempo de pedir un deseo?, comentó Ida.
Nada más rápido en el universo que la velocidad del deseo, pensé. Del deseo emerge toda la poesía del universo, postulé.
Al igual que la vida en la tierra, las estrellas contienen oxígeno, hidrógeno y nitrógeno, que se cotizan entre los elementos primarios en el universo. Es lo que Rilke llamaría «fundamento originario», puesto que es la base de lo que llamamos vida. Y es nuestra naturaleza vivir: arriesgar, conocer, entender.
Pero lo fascinante de nuestra nerd–aventura fue encontrar a cerca de quinientos otros seres humanos provenientes de diversas distancias que decidieron esa noche descansar la mirada llena de desasosiego y colgar la apatía hacia la realidad circundante para, aunque fuese por un par de horas, pensar que alguna estrella errante les concedería un deseo. Cualquiera que fuese, el deseo es el principio inamovible de la movilidad.
Me sentí en pleno milagro de una soledad multiplicada.
Debemos aclarar que no son estrellas fugaces, dijo otro de los guías de la sociedad astronómica que promovía el evento en el observatorio, uno de los más importantes del planeta. Son meteoros, fijó.
¿Y cómo piensa usted explicarle eso a toda esta gente?, le dije. Me ignoró.
Pensé que, estrellas fugaces o meteoros, todo aquel fervor científico, con sus telescopios de largo alcance, y sus charlas ilustrativas de los movimientos celestes, y las ganas de ver algo, literalmente, fuera de este mundo, no podría existir sin la incertidumbre de existir: ese acto poético donde el ser, en su vacuidad, atrae todo en sí y hacia sí. Como la necesidad de vivir en un estado de poesía, ese riesgo natural de la existencia que existe buscando un poema que habitar.
Y así es que, a su manera, la poesía vive de la contingencia.
Al final de la noche, serían meteoritos, pero para los que estábamos allí, suponían algo más: eran estrellas fugaces.
©All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
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