Si la información es poder, preguntémonos que hay con el sexo. El amor, la fantasía y el Otro se han ido disolviendo en las maneras del narcisismo rampante con el que consolamos la mirada en el espejo. Byung Chul-Han, en La agonía del Eros, se pregunta, incluso, si el amor es todavía posible en el siglo XXI, cuando el sexo tiene más poder que la información y nos disolvemos en maneras inanes de establecer relaciones.
La idea del Otro queda desgastada por el corrimiento hacia la geografía del narcisismo. En el infierno de lo igual, el Otro no tiene espacio. Y amar es vaciarse en el otro.
El amor, en sus múltiples manifestaciones, viene a ocupar un extraño lugar en nuestras vidas y a la misma vez nos va dejando más vacíos, porque el Eros requiere un afuera sin simetría, no tanto de una media naranja. El amor es estéril desde el egoísmo, desde el Yo, porque, contrario a los manuales conductuales y de autoayuda, uno jamás puede amarse a sí mismo sin amar al otro. La idea de amarse a uno mismo es la misma que rige la endofagia. O al narcicismo. O los nacionalismos: se crean los límites interiores sin posibilidad de cruzar la imagen propia hasta que el mundo comienza a parecerse a uno mismo. Las formas de ese límite no liberan espacio para el juego entre las coacciones externas. Es decir, nos erosionamos en un agotamiento paulatino que nos expone como cuerpos de mercancía. Objetos de apreciación. Productos en escaparate. O porno, o la ausencia de lo real.
Chul Han sostiene que vivimos tiempos en que somos incapaces de sobreponer al amor -lo afectivo- sobre el sexo -lo material- porque el segundo ha perdido su cárcel moral. Digo, podríamos citar que la historia del mundo se ha escrito desde la cama, como la unificación del reino español en 1492 o la emergencia de Inglaterra como poder separado de la Iglesia Católica en 1533. Pero el Eros, no; el Eros no juega, porque es incapaz de sobrevivir en la soledad, necesita del otro, de la media naranja o del otro significativo. El sexo solo es amenazado hoy día por el exceso de sexo. Lo profiláctico, lo seguro y/o lo virtual predominan sobre la caricia, el mimo o la ternura. La respuesta es la imposibilidad del amor ante la mercantilización del deseo.
Acumular. Consumir. Ganar. Un capitalismo que des-erotiza la vida.
Los animales, por supuesto, no tienen este problema, pues el instinto de protección es eso: un instinto de preservación de la especie, que no es amor, porque el amor no quiere preservar nada. El amor es como el fuego: consume y solo puede generar más fuego. O devastarlo todo.
La vida siempre enfrentará a la muerte porque necesita morir para vivir. Cancelar la muerte es remitirnos a nuestra naturaleza animal, pues los animales no saben del tiempo y por tanto, no se atormentan por morir. Por ello, los animales no saben del Eros.
En el espectro del deseo somos, como diría Bataille, seres discontinuos en el tiempo. Y una de las maneras en que trabajamos con esa limitación es deseando un objeto externo a nosotros; algo que, irónicamente, nos hace sentir internamente.
Por ello, erotismo y religión guardan entre sí una relación jónica. Ambas se atraen y se cancelan. Cumplen la misma función. El eros conduce al alma, al interior y a la razón.
Lo interesante es cuando lo erótico se torna experiencia religiosa, y viceversa, privilegiado desde el Kama Sutra hasta Sor Juana. Nuestra búsqueda de continuidad en el tiempo bien podría ser experimentada y cuantificada.
El sexo, por supuesto, no es erotismo
Nos queda muy claro: un documental sobre dos monos que copulan es educativo; pero si son dos humanos, es pornografía. Si el sexo como tal no es erótico, el erotismo se vincula con el sexo. Como la religión, lo erótico es enteramente humano. Los animales no van a Condom World pero tampoco toman misa los domingos. Los animales no se imponen restricciones.
Los tabúes, pues, tampoco son entes fijos y naturales. En el Líbano, por ejemplo, la ley tolera que los hombres practiquen sexo con animales hembras, pero no con machos. En Guam, las mujeres, según la tradición, no pueden casarse si son vírgenes, y por ello existe el “desvirgador”, una suerte de juglar sexual que va de pueblo en pueblo y cobra por su oficio. En Hong Kong, la mujer puede matar a su marido si éste se acuesta con otra. En Maryland es ilegal vender condones en máquinas expendedoras, a menos que se encuentren en una barra que vendan bebidas alcohólicas.
Bien lo ha dicho Bataille: el tabú es patológico y neurótico, pero necesario.
De otro modo, no se cumpliría la máxima de evolución humana: transgredir los límites. O nos erosionamos en un agotamiento paulatino.
Cuerpos de mercancía. Objetos de apreciación. Productos en escaparate. Porno, o la ausencia de lo real.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre