Enrique Molina en el recuerdo
Por Luis Benítez
Para quienes no lo conocían en persona era el maestro, una de las voces más altas de la poesía en español, la autoridad indiscutible del género mismo, al que encarnaba en vida y obra, algo muy difícil de encontrar reunido. Para Francisco “Coco” Madariaga, Élida Manselli, Oscar Portela -nombro a amigos que, como Enrique, hoy ya no están- y para mí era todo lo anterior y además, “El Gordo”. En su departamento de la calle Humboldt o en mi casa de entonces, también era yo en los ‘80/’90 vecino de Palermo, las tenidas resultaban homéricas en el más alto y fraterno sentido de la palabra, tanto por lo bien regadas como por lo bien vividas hasta el amanecer y más.
Con pocos autores, como con El Gordo, uno sentía que estaba ante un poeta tan genuino; era tan palpable su condición de tal, que incluso se derramaba esa extraña característica sobre cuanto lo rodeaba. Las conversaciones con Enrique Molina iban paulatinamente transformando el ambiente, llevándonos a una sensación intemporal, vertiginosa: las horas corrían de otro modo, nos íbamos volviendo otros o bien nos despojábamos de las máscaras cotidianas para volver a ser, ese día, por algunas horas, nosotros mismos. Esa metamorfosis –prácticamente física- alcanzaba su cenit cuando, ya en medio de un mundo que El Gordo había creado en torno nuestro, comenzábamos a hablar de poesía de modo directo, algo imposible de recrear con estas, las utilitarias palabras que estoy empleando, meras herramientas descriptivas.
Había nacido apenas un siglo después que la Argentina, el 2 de noviembre de 1910, y a los 6 años su familia se trasladó a la campaña correntina, más tarde a Misiones. Esa infancia en tierras exuberantes marcó para siempre a El Gordo, del mismo modo que a su gran amigo, “Coco” Madariaga, otro porteño fascinado por el paisaje tropical correntino, a punto tal que muchos suponen que nació en esas tierras. Retornado El Gordo a Buenos Aires en 1932, fue prácticamente obligado por su padre a cursar estudios de Derecho… etapa que culminó con su diplomatura en 1936 y que Molina recordaba muy bien: esa noche en que se recibió de abogado le entregó el diploma a su padre y se embarcó en un mercante en calidad de grumete, rumbo a España. El nombre del barco en cuestión ya se había perdido en su pobladísima memoria, pero sí contaba que fue el primero que encontró en el puerto de Buenos Aires.
La etapa aventurera de El Gordo lo llevó de barco en barco, como marinero raso, a recorrer los incontables puertos del mundo, entre Europa y las tres Américas, e invariablemente sin guardarse un centavo: otra de sus características era el derroche en las experiencias vitales, a las que se entregaba apasionadamente, aun siendo ya hombre más que maduro, como cuando yo lo conocí.
Más pobre que cuando se fue, a fines de los ’40 decidió reinstalarse en Buenos Aires y fungió como secretario de otro grande, Oliverio Girondo, quien le dijo: “el poeta debe ser pobre, de manera que no voy a pagarle mucho”; narraba El Gordo que Girondo, hombre de gran fortuna, le donaba los trajes que ya no usaba, conque “por esa época yo era uno de los poetas jóvenes mejor vestidos de Buenos Aires”. La talla de Girondo, alto y delgado, era incompatible con la fornida figura de Enrique, bajo de estatura y tan ancho de pecho. Si fue verdad la anécdota o no, carece de importancia: Molina devoraba la realidad y la devolvía transformada, metaforizada, como hacían Henry Miller o René Daumal, entre tantos otros.
En los años que siguieron y prácticamente hasta el día de su muerte, aquel 13 de noviembre de 1997, tan doloroso para la poesía argentina y para quienes gozamos de su risa, su ingenio, su inclaudicable talento, forjó El Gordo una de las obras más sólidas e imponentes del género, cuando la lírica en nuestro medio era, todavía, uno de los pilares principales y al que él contribuyó como pocos.
Una vez un poeta joven me dijo que los de mi generación nacimos en un tiempo aún maravilloso, porque vivían Jorge Luis Borges, Molina, Madariaga, Olga Orozco, Raúl Gustavo Aguirre… y quienes los tratábamos podíamos aprender de ellos, preguntarles, sonsacarles el sentido y la forma de lo que hacían. Tenía razón aquel poeta más joven que yo, solo que entonces, en esa época, nosotros no nos dábamos cuenta.
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Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay