Si el tiempo es la medida del cuerpo, la nostalgia es la enfermedad del alma. En cualquier caso, nos confirma como seres de tiempo, porque el tiempo es lo que pasa y marca el paso. Su fuga nos delega la añoranza de lo que se tuvo alguna vez y cuya presencia persevera en la memoria, pero que ya no es. «El tiempo se detiene/ clama el amor/ acecha mi vida/ como la calma/ que precede la tormenta», proclama la voz que une el más reciente poemario de María Juliana Villafañe, Aires de tormenta, publicado en edición bilingüe con el título de Storm Winds, bajo el sello de Editorial Literarte (Bilbao, 2022). La nostalgia corre en marcha opuesta a nuestro paso por la experiencia, por lo que su antídoto lógico es la detención del tiempo.
Es la nostalgia un olor en el poema. Invisible, pero perceptible. Por tanto, en reafirmación de su existencia.
María Juliana Villafañe es una poeta con una trayectoria poética en flujo constante. Ha destacado como compositora de canciones, traductora y escritora galardonada internacionalmente. Dimensionada en diversos haberes, María Juliana tiene una propensión a evitar el materialismo contemplativo, que cancela la percepción sensorial como actividad de nuestra naturaleza. Es decir, a María Juliana le afana la búsqueda de las formas abstractas por medio de la experiencia (extra)sensorial.
Teme a las abstracciones, prescribió Ezra Pound en la poética que dictó el curso de mucha de la poesía del siglo XX y donde lo abstracto -idea, concepto o generalización- se disocia del plano concreto. Wallace Stevens, en cambio, favorecía lo abstracto, porque, según él, es el territorio de la poesía. En lo abstracto -amor, poesía, deseo- somos verdaderamente libres -otra abstracción-. Como en el poema «Verdadera libertad», donde la libertad es la paz. En fin, son estas cosas las que nos mueven por la vida y no tienen dimensión física.
El cuerpo -lo material- es la jaula: «Observo el camino/atrapada en el cuerpo», dice la poeta en «Atrapada». Lo material es lo que se deja atrás. Lo vamos suplantando con iteraciones de la memoria, de lo abstracto, de lo que ya no es y, de algún modo, sigue siendo. Las pérdidas se guardan como luciérnagas en un tarro de cristal para iluminar el camino.
Por medio de la ilación concatenada, María Juliana surca por los poemas entre estos semas primordiales: tiempo y materia (el cuerpo) entre los cuales ocurren los poemas de Aires de tormenta, cuyas palabras preliminares quedan a cargo de la escritora Gloria Hernández.
«Nunca he sido una mujer de miedos», inicia el poema «Perdida», y no hay razón para sentirlo, excepto que «hoy/un frío que no debo sentir/ en este clima tropical/ sopla vientos tenebrosos». La tormenta y sus aires se aproxima. Y no es miedo lo que siente, sino la idea de lo tormentoso como iteración de lo trágico. Lo tormentoso nunca es un vaticinio de lo venidero, sino un residuo de lo que ha sido.
El poema trata de componer con palabras (que nunca son lo que son) la experiencia final de la materia física, que es la muerte de la cual, por algún designio que la ciencia no alcanza, ha regresado. «[M]e pueblan vestigios/ de ese lugar al que llegué/ lugar desconocido/ fuera del cuerpo» dice la voz en el poema, que observa su propio cuerpo con si fuera el de otra persona, y termina siendo ambas. En «Un sábado más», la voz transita en ese afán de pactar coexistencia con la mujer que fue.
Montaigne decía que la muerte era la meta de nuestra carrera. Si se experimenta ese momento y se devuelve uno a la vida, ¿qué nos queda? El poema se enfrenta a esta gran encrucijada que queda entre los que hemos tenido experiencias similares. El silencio del que provenimos -como decía Epicuro- es tan ensordecedor como el silencio hacia el que vamos.
Conocer la muerte antes de lo debido provoca una inmensa soledad que agobia, como en el poema «Dardos», donde la proximidad del deterioro del cuerpo lleva a la voz a ponderar sobre su destino inefable. O como en «Espíritu errante», donde el hecho de conocer el destino final de la vida deja la noción de andar como errabundo espiritual, y «me alejo de todo y de todos» en búsqueda de la sanación.
A veces las pérdidas se sienten por mera empatía con el sufrimiento de otro ser humano, pero en Aires de tormenta tienen la forma de la compasión. La empatía y, por ende, el amor, son los caminos a poder sentir el sufrimiento ajeno, o ser compasivo, que es un estado de la existencia al cual se aspira, y que en el conjunto de poemas que nos presenta María Juliana Villafañe habitan en las vulnerabilidades de la maternidad trunca, la orfandad del alma, la entrega de los afectos y, sobre todo, la esperanza.
La esperanza es un dios de mil rostros.
La esperanza en el amor para volver a amar. La esperanza de encontrarse y unir los pedazos de existencia que hacen a uno. Esperanza de hacerse uno en la totalidad incontenible del universo. «¿Cómo no renovar la esperanza?», se cuestiona la voz en «Horas muertas». Esperanza en que de pronto el mundo cobre sentido de unicidad, como en el poema «Universalidades», con el que inicia el segundo movimiento del libro, titulado «Tempestades», donde el amor es sentimiento, sí, pero también es silencio, extrañeza y entrega. El amor es morir en el otro para seguir viviendo.
Pero vivir no queda exento de los horrores. Los poemas suscitados por desastres naturales –el huracán María, los tornados- y desastres del acto inhumano -Ayotzinapa- propician que la voz que une este poemario se fije en los poemas que regala la vida: una tortuga resiliente, un tucán que se alimenta de lagartos -los «hijos de otras aves», Lima y el río Negro en Brasil. El tránsito se dirige hacia la última sección, titulada «Ráfagas», donde la brevedad de los versos se ampara en la reivindicación de los temas anteriormente expuestos en las dos secciones previas, y que imprimen un aire de sabiduría desde la cual se suplanta la necesidad de registros narrativos o expositivos. Es decir, se dice lo menos con más.
Aires de tormenta, de María Juliana Villafañe, es un libro donde el pasado -lo que ya fue- solo puede ser reconquistado desde el futuro, que es lo posible. En la contigencia. En el párpado de la tormenta.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.