La ciudad de Cholula tiene la pirámide de base más grande del mundo precolombino. A sus pies se encuentran los municipios de San Andrés y San Pedro Cholula. Llegar al basamento de la pirámide y bordearlo representa una de esas extrañas imágenes de lo mexicano que suelen atravesar la literatura nacional – pienso en la serpiente ave híbrida de Revueltas o en el Ajolote de Bartra-. No, no son los turistas. Es la mezcla de turistas, estudiantes de múltiples nacionalidades y de cholultecas de cepa lo que genera una percepción extraña, como de bebida embriagante que no acaba de digerirse. Es la pirámide que ya era mítica en época mexica y donde Cortes realizó una masacre solamente para mostrar su fuerza. Son los galerones para venta de artesanía, los corredores iluminados que bordean una solitaria plaza, mismos que hablan de la nunca bien ponderada incapacidad del estado para la gestión comercial. Los pequeños cafés y bares para turistas que normalmente dependen de fuereños. Los tacos árabes que por fin se franquiciaron. Y más adelante, en los portales de San Pedro, esa extraña ruralidad que hace mucho tiempo conjunto los globos y el parque de pueblo con las dificultades para el estacionamiento y las bicicletas en pelotón solicitando una ciclovía.
Hay una Cholula más profunda. No me refiero a la de los entierros de olmecas xicalancas que un día pueden cortar la circulación en la calle principal – ésta tradicionalmente lleva el nombre de un prócer de una revolución cuyo sentido agrario hace mucho se perdió, en gran medida por la acción de otros próceres de calles paralelas- sino a la lenta pervivencia del mundo indígena en esta urbe donde los estudiantes de las más importantes universidades privadas del estado y las élites económicas locales suelen escoger su esparcimiento. Más allá de los portales, el mercado abre una experiencia similar a la de muchos otros poblados de raigambre indígena en el país. Una serie de naves donde artículos de abarrotes, piñatas colgando del tejado, verduras y frutas de temporada reciben al caminante. Por fin, las cocinas. Lo usual es que una mujer de estatura reducida pero gran corpulencia ofrezca los platos tradicionales, casi siempre los mismos, sólo diferenciables por la confianza que se le tenga o no a la cocinera.
Si bien los vegetales tienen una impronta indígena – quelites, nopales, elotes, guajes y chilacayotes suelen ofrecerse al viandante- los guisos de origen animal dependen de la cocina española y burbujean la grasa, las vísceras arregladas con fuertes condimentos o cocidas en la tierra. La gente es la gente de siempre. La que compra hierbas medicinales, la que acude a la misa dominical. La que se educa en la cabecera del municipio y de un vistazo sobre el horizonte sabe predecir el clima. En esta urbe antigua, fraccionada, repleta de concreto, cruzada por vehículos que se arraciman en el tránsito de la tarde, hay un ritmo normalmente inasible para el recién llegado. Del sofoco del tráfico a la placidez del campo en sólo media cuadra. El auto de lujo a la sombra del sabino. Y por otro lado, las mercancías ofrecidas en el piso, las mayordomías, el eco de la pertenencia a un barrio. Son los que participan en las procesiones, aquellos cuyos abuelos podrían haber aparecido en el Viva México de Eisenstein. Hacia el frente de esa pirámide, los cerros, los volcanes, espacios que ya no son meros accidentes geográficos: D.H. Lawrence, Malcolm Lowry, Carlos Fuentes y muchos, muchos otros han construido este espacio con palabras casi con tanta pasión como con insistencia la piqueta se ha posado sobre sus edificios y las autoridades municipales han tratado de desplazar a su gente.
Hace décadas entre Puebla y Cholula se extendían campos de cultivos particularmente fértiles. Hoy, donde antes se posaban las garzas, se extienden casas en un apilamiento de desarrollos y urbanizaciones. Donde existían nopaleras se observan tejados. Universidades, colegios, corporativos crecen como festones de musgo donde alcanza la vista. Más allá de San Pedro y rumbo a Huejotzingo o San Andrés Calpan continua la especulación, los terrenos que lo mismo son expoliados para hacer ladrillo que fraccionados para venderse por los desarrolladores. Si antes una mirada le bastaba al lugareño para predecir la lluvia, cada vez más le basta un vistazo para predecir las tolvaneras.
Por otra parte, Cholula tiene para Puebla ese carácter de modernidad que para el DF tiene Santa Fe, Boca del Río para el Puerto de Veracruz y Guadalupe para Zacatecas. A principios de los ochentas, antes de que todo ese mosaico de concreto y lámina se extendiera ante los ojos del mundo, la Universidad de las Américas convirtió al municipio de San Andrés en la puerta de entrada a una modernidad que no podía asomarse a la universidad pública copada por los rescoldos de una guerra fría que tuvo días candentes en la capital. Cholula pasó de ser un poblado a las afueras a un escape, una vivencia, un espacio de cosmopolitismo y, paradójicamente, encuentro. Sus días lentos se eslabonaron en la rapidez de la Recta y terminaron siendo las noches efímeras, los escapes estremecedores, el vaivén y la apertura. Luego con los movimientos de los expropiados y la construcción de la nueva zona urbana, un nuevo tiempo lento, el de una actualidad fragmentada, llegó para quedarse.
Hace una década, un operativo descubrió a una familia de connotados narcotraficantes viviendo en la zona. La leyenda de zona refugio que empezó a adquirir la entidad frente a la violencia de otros estados de la República, viene de ese antecedente no tan lejano. De nuevo, el futuro, sus amenazas y sus promesas toman cuerpo en el espacio que todavía corona la Iglesia de los Remedios en la cúspide de la Pirámide. Esa pirámide que ya para los mexicas era un misterio. En sus estribaciones, a la vista de las grecas prehispánicas y frente al lento deambular de extranjeros de piel enrojecida y mexicanos que quizá sepan menos de esas piedras que los mismos extranjeros, se detiene el tiempo sólo para recomenzar. Es el nuevo tiempo de Cholula, uno donde lo vertiginoso se condensa y disipa sobre la piedra milenaria y el concreto.
Marco Antonio Cerdio Roussell. Escritor y profesor universitario. Radica en Puebla, México. marco.viajero@gmail.com
twitter: @Marco_Cerdio