A Karla Hurtado y Winston González
Entré a formarme en Miami Actor´s Arena por la insistencia de una mujer y desaparecí con mi lápiz y libreta por la misma razón cuando se fue. Nunca quise ser actor.
En mi juventud fracasé, al ensayar morir como víctima de un asesino en el Instituto del Teatro de Barcelona: “¿Pero a usted qué le pasa por la cabeza cuando tiene que fenecer atravesado por un cuchillo de cocina?” me dijo el profesor mientras yacía en el suelo como un energúmeno sin saber como convertirme en cadáver. “Parece como si hubiera muerto en un galeón en un mar de piratas”.
El desdoblamiento del “yo” y mi yo… nunca se han llevado bien en el escenario. Ser “otro” sin ser tú: es un mérito dedicado a la mayoría de los actores. Mi inmadurez no permite, sin embargo, que me crea al personaje a quién invisto en mi interior. Y en consecuencia, los delirios durante la noche… me atrapan entre las sábanas.
Conclusión: me dedico a sentarme en la séptima fila y a observar los movimientos en escena. La dicción de los actores. Los vestidos que llevan para adecuarse a sus personajes. La manera de interferir con sus contiguos a través del movimiento. A observar como aborda el director una puesta en escena, que me permita un significado legible y justificado de la pieza. Valoro la adaptación, los útiles escenográficos como lenguaje. La luz como acento; o su ausencia como defecto. El porqué de una trama no lineal si la hubiese. El texto, desde la perspectiva de sus diálogos: la ascensión cuando aparece el conflicto, la caída en el último acto. Las transiciones (palabra sagrada para Max) al cambiar el intérprete su modo de dirigirse desde el tono. En fin, le doy al razonamiento y a la opinión sobre los hechos, desde la reseña-crítica.
Y todo esto lo sonsaqué gracias a Max y las observaciones escritas en papel junto a su pupitre. Incluso cuando éstas se dirigían hacia mí. Una afirmación del maestro: “Déjate de boberías: tienes presencia escénica así que ponte a trabajar; la próxima semana quiero verte como Eddi Carbone en Panorama desde el puente. Prepárate el monólogo de entrada. Arthur Miller estaría orgulloso de ti si estuvieras en Broadway. No ve vengas con excusas…que aquí salimos a escena para aprender y pulir lo que no sale bien.”
Max fue el oficio para mí con respecto a la crítica; lo transcendente. El hombre que deja sus espejuelos en la mesa mientras medita sus palabras ante tu sombra. Saca el sudor de su cara y, apretándola, te dice desde su asiento: “Mira, quiero decirte algo”. Entonces… uno tiembla. Sonríes frente a la desconfianza. Y mientras observas a la audiencia del curso escuchas: “Vamos señores, pónganse para el trabajo y digan su opinión”.
Lo vi por última vez de pie en el Lehman Theater. En la última fila. Enhiesto y enfermo. Con el pecho obstruido. Preocupado por su respiración silbante y la tos. Bajo el suspiro del éxito, a pesar de todo, y ávido del triunfo que le ofrecían los presentes.
Su última función de La bodeguita de Hialeah cerraba dos ciclos: el teatral y el tiempo que la Vida (Dios para el creyente) te concede para pisar este planeta.
Como agnóstico no me creo que San Pedro le abra fácilmente las puertas del cielo (me lo imagino discutiendo simpáticamente con él) ni mucho menos Lucifer le vaya a gastar una broma con su tridente de fuego por su flagrante y hermosa terquedad.
En cambio desde el púlpito que me permite esta columna en Nagari, sí sé que, su obra está hecha y cumplida aquí en la Tierra…Ustedes, los “teatristas” de esta ciudad, sois su testimonio.
Ahora se cierra el telón.
Pónganse de pie y aplaudan su memoria, su legado escénico queda para siempre en esta ciudad y en la Grana Manzana (1). EPD.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
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(1) La nota que le dedica el New York Times del 2/15/17