Salgo a colmarme de noche cuando hay plenilunio. La luz de la luna saca destellos de las sombras que mueve la brisa nocturna que a esa hora sopla de las montañas al mar. Mi deleite son las hojas y ramas secas que crujen bajo mis pasos. Me invaden los recuerdos cuando todo se transforma, ahí escondido entre sombras y ruidos nocturnos: los aleteos, las ramas que se quiebran, esos movimientos de hojarasca y los extraños suspiros en el cielo que tiemblan bajo las estrellas que viajan con la luna, al igual que las sombras de búhos y lechuzas que asechan en la densidad de las frondas espesas de los encinos. Su nombre resuena en mi mente como un eco oscuro y antiguo. Enrique Tambo. El Tambo, hechicero cucapá, terror de paipás y kiliwas, a quienes azoraba con sus truculencias.
Se decían tantas cosas de él, nunca comprobadas; sólo decires que se pasaban de boca en boca. Contaban que había venido al Valle de la Trinidad huyendo del Cerro del Mayor, en tierra cucapá, porque estuvo envuelto en un delito que ameritaba cárcel. De todos era sabido que la hechicería era su fuerte; y que no sólo la conocía, sino que practicaba el lado más oscuro y siniestro de ella; además, era un hombre de poder, de gran poder. Cuando se contaba esta historia, se hacía entre murmullos apenas salidos de la garganta, con miedo que aquello llegara a oídos del hechicero, no fuera a escucharlos el viento de por sí muy chismoso.
Era sabido que el Tambo conocía el lenguaje de las piedras, las hojas, las nubes y los vientos. Era difícil que no se enterara si su nombre y su historia fueron pronunciados por una boca indiscreta. Pero pese al miedo y bajo el goce de lo prohibido y peligroso, la historia se esparcía como niebla espesa que salía del mar.
Decían que el Tambo y otro, habían penetrado en los abismos de la magia oscura, de ésa que fluía de las profundas venas de la tierra, de oscuras cavernas sulfurosas, donde habitan los espíritus malignos que deambulan las noches. Aprendieron cómo regresar a un hombre que había bajado al inframundo; cómo volverlo a la vida después de tres días de sepultado. Aprendieron rituales con otros hombres de poder, ayudados de hierbas poderosas que los llevaban a otras realidades, a los reinos de demonios y espíritus malvados.
Cuando se sintieron dueños de semejante poder, convencieron a un tercero para que se dejara matar y los sepultaron por tres días; ellos, gracias a la magia lo regresarían a la vida. Fueron tan convincentes que el crédulo hombre, se dejó que le dispararán con una 38: fue un tiro que lo hizo caer sobre las arenas solitarias y calientes del desierto. Los otros dos lo enterraron y comenzaron los rituales que implicaban cantos, sonajas, plumas, fuego, brasas, datura, marihuana y peyote. No durmieron durante ese tiempo. Los gritos y sus danzas eran sombras movedizas en el desierto. Pero pasaron los tres días y el hombre no resucitó. Desesperados abrieron la precaria tumba de arena y allí estaba el cuerpo, más muerto que el primer día, porque ahora hedía a carroña podrida.
̶ ¡Entiérralo de vuelta! Y vale más que nos vayamos juidos de aquí lo más pronto posible, antes de que nos caiga la ley.
Estos eran los decires que revoloteaban alrededor del Tambo que se vino al Valle de la Trinidad, en donde se acomodó a trabajar en el Rancho El Carrizo, propiedad de Enrique Joliff, su tocayo, a quien la gente llamaba el Yale.
Era un rancho ganadero con un pie de mil cabezas de bovinos. Se ocupaban muchos vaqueros a la hora de las campeadas. Se tenía que herrar, capar, señalar y vacunar las crías nuevas. Mover el ganado a que subiera a la sierra para que comiera verde luego de las lluvias de verano, que reverdecían los valles de la sierra. Siempre había trabajo. El capataz era Felipe Jenssen, primo de Joliff, a quien ayudaba hombro con hombro su hijo Enrique Jenssen, muchacho muy simpático y el único a quien el Tambo no lo hacía víctima de sus trucos por ser apenas un chamaco larguirucho de enorme sonrisa y chispeantes ojos verdes.
Todos los vaqueros temían al Tambo, sobre todo pa ipás y kiliwas, a quienes engañaba.
̶ Mira paisano, voy a convertir los asientos de tu café en mierda de pinacate.
Y en mierda de pinacate se convertían los asientos del café. Era tanto el pavor que le tenían los paisanos, que no pasaban por los sitios en que hubiera estado el Tambo. Esa se volvió la única solución efectiva que tenían Felipe Jenssen y Enrique Joliff para ahuyentar a la Chepa, una mujer kiliwa brava y atrevida, que montaba campo para matar el ganado de Joliff y Jenssen, y alimentar a todos sus críos. Eran tan duchos en esto de matar ganado, que no dejaban el menor rastro de que allí se hubiese destazado una res hasta cecinarla con sal.
Cuando Felipe Jenssen se enteraba que la Chepa andaba haciendo de las suyas, le decía al joven Enrique:
̶ Vete al Carrizo y tráete al Tambo. Dile que la Chepa y toda su prole están en El Gárate haciendo de las suyas.
Sólo el Tambo lograba que esa india enorme, de cara tan ancha y oscura como una luna negra, se fuera para Kolew Ñimaat a sacar miel de los enjambres, a buscar piñones y a preparar atol de bellotas y cuando quisiera comer carne de res, iría a otros ranchos o cazaría venados.
Un día, Magui Castro, un pa ipá de Santa Catarina andaba muy lurio con una pistola nueva. Como todos aquellos, también Magui era altanero y presumido; se ufanaba de su buen tino, que donde ponía el ojo, ponía la bala. Así que se lo pasó tirando a cuanto blanco se le atravesara, hasta que se le puso enfrente, parado sobre un cerco, un gran tecolote, y el pa ipá desenfundó pistola y le disparó al ave que no se inmutó ni se movió de su lugar, pese a que Magui Castro vació de tiros el cargador de su pistola: tres veces apuntándole al tecolote directo al pecho. El ave no se movió del cerco ni dejó de mirar al hombre con sus ojos redondos y amarillos. Magui Castro se quedó clavado en el suelo, sin ningún tiro para descerrajárselo al tecolote, hasta que la última claridad del día se diluyó en la oscuridad. Fue entonces que el tecolote alzó el vuelo y desapareció en la noche.
̶ ¡El Tambo, manito, era el Tambo! ̵ contaba Magui Castro después ̵ Nunca más pude disparar con esa pistola; se echó a perder de a buenas, valecitos; de a buenas se echó a perder.
Siniestro y oscuro anduvo el Tambo algunos años entre los ranchos El Carrizo y El Coyote, haciendo fechorías y teniendo a la Chepa a raya con todo e hijos. No volví a verlo. Supe que había muerto, pero no me enteré de pormenores, hasta que muchísimos años después, el recuerdo del Tambo salió a relucir dentro de una conversación:
̶ Sí, valecitos, el Tambo murió en el Valle de la Trinidad. Lo velaron en Los Pocitos. Yo fui al velorio; habíamos sido muy buenos compas, pero grande fue mi sorpresa que al llegar al lugar, en todos los árboles, piedras y palos que estaban junto a la casa, se posaron cientos de tecolotes y lechuzas que viven por aquí.
Sonreí al recordarlo. Hasta mi llegó el ulular de un búho que cantaba entre las ramas de un encino frondoso. Estaba seguro que por allí andaba el Tambo y que había venido a saludarme.
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Marta Aragón R. Ensenada, Baja California, 1948. Grabadora y Escritora. Docente de educación primaria. Ha publicado la novela La misión perdida de Malaquías Verduzco (2017).