Hay libros de memorias infantiles que no deberían ser catalogados como literatura para niños. Y es que, en realidad, por sus contenidos esencialmente personales y reflexivos, así como por su gran calado filosófico, son sencillamente libros para adultos. A pesar de eso, muchos de ellos llegaron a ser muy populares entre niños y adolescentes. Pienso, por ejemplo, en Corazón, de Edmundo de Amicis, o en El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, tan entrañables para muchos de nosotros.
Sin embargo, esos son la excepción. Los verdaderos libros de memorias infantiles son obras repletas de lejanos recuerdos, casi siempre escritos en el ocaso de la vida de sus autores, en los cuales intentan descubrir los engranajes sentimentales de su niñez. Es decir, el amor de sus padres, los indestructibles lazos familiares y aquellas situaciones extremas que cambiaron sus vidas. Y también, muchas veces, a través de la recreación de sus países. Es en ese tenor, pero mucho más amplio, en el que se enmarca El reino de la infancia, memorias de mi vida en Cuba (eRiginal Books, 2021), de Uva de Aragón.
El libro está estructurado cronológicamente en capítulos cuyos títulos le permiten al lector seguir, paso a paso, las huellas que la autora fue dejando mientras recorría los distintos caminos del “reino de su infancia”. En cada uno de ellos, como testimonio gráfico de ese viaje inicial, están incluidas antiguas fotografías en sepia que reflejan momentos esenciales en los primeros quince años de su vida.
El reino de la infancia está escrito en diferentes tonos narrativos. El primero de ellos es tremendamente íntimo, como corresponde a un libro de memorias: “Después de comer, Gilda nos repasaba las lecciones y nos leía en inglés. Lucía y yo la adorábamos; pero había algo que no entendíamos. Muchos en la familia no la trataban”. El segundo parece pertenecer al ámbito de las novelas históricas: “Después del fracaso de las elecciones, Carlos parecía un león enjaulado. Pidió a sus abogados que reclamaran ante el Tribunal Supremo el fraude electoral”. Y el último, utilizado en los segmentos más descriptivos, tiene la marca de las crónicas periodísticas: “Ese mismo 13 de julio de 1959, cuando mi madre, mi hermana Gloria y yo nos fuimos de la Isla, se declaró el asilo de Carlos Márquez Sterling en la embajada de Venezuela. Días después, el 25 de julio de 1959, el embajador Nucete Sardi lo llevó en un automóvil por la pista del aeropuerto hasta la escalerilla del avión”.
El reino de la infancia es un libro escrito no solo con mucha honestidad, sino también con mucho amor. Algunos de sus capítulos, con los que cualquiera de sus contemporáneos pudiera identificarse, son realmente conmovedores. Otros, como el que sirve de cierre, poéticamente contundente: “Ojalá este pequeño libro pueda algún día publicarse en Cuba, y, sobre todo, que cuando ya no esté, la niña que fui logre al fin regresar a jugar a la sombra de los almendros, a corretear por las arenas finas de la mano de Pilar y a dormirse arrullada por las nanas que cada noche le canta la mar”
Manuel C. Díaz