Como cada tarde, aún antes de que oscureciera, Luz cerró con llave la pesada puerta de madera. Puso la tranca y revisó que sus hijas hubieran cerrado bien todas las contraventanas.
Mientras prendía el quinqué, escuchó con atención: nada. Ni un ruido. Hacia ya varios días de calma aparente. Pero eso era Real del Monte y la guerra todavía no terminaba. Afuera de su casa había batallas y fusilamientos a cada rato, y no se iba a confiar nomás así: era una mujer sola, su marido andaba peleando a saber dónde, y de las tres hijas le quedaban nomás dos: la chiquita se la habían perdido las monjas el día que tuvieron que cerrar la escuela por la entrada de la bola.
Llamó a Rosa y Esther a la mesa. No había mucho para cenar, pero Luz no quería que perdieran la buena costumbre de ser disciplinadas y metódicas. Un día se acabará esta guerra, les decía, y ustedes tendrán que demostrar que no perdieron lo único que su madre les podía dar. Y las niñas la miraban sin entender qué era eso que les daba.
Esta vez sólo hubo café aguado y un pan, que Luz partió en tres partes. Se quedó con la que tenía un poquito de moho, que le limpió sin hacer aspavientos. Ordenó a Rosa que diera gracias a Dios y les puso el ejemplo: remojó su pedazo de pan en el café. Sus hijas la imitaron.
Las otras niñas no se cierran tan temprano, dijo de pronto Esther. Luz dejó su pocillo de peltre sobre la mesa y encaró a la habladora, pero la niña le sostuvo la mirada. Tenía miedo, se le notaba, pero también era terca, como su padre.
Las otras niñas y sus madres no tienen esta maldición de nosotras, contestó Luz, señalando vagamente su propia cara. Las dos la miraron sin entender. ¿Cómo explicarles que los ojos verdes, el cabello rubio y el ceceo nunca habían sido una ventaja en Real del Monte, y que ahora eran incluso un problema? ¿Cómo decirles que si por el simple hecho de ser mujeres las podían agarrar de colchón de tripas, como decía la comadre Carmelita, lo de la sangre ultramarina podía ser crimen suficiente para que un general resentido o un soldado borracho les hiciera juicio sumario por traición a la patria o algo por el estilo? Luz suspiró y se levantó a dejar los trastes en la pileta. Mañana te toca lavar los trastes, le dijo a Esther. No era su turno, era el castigo por repelar.
En eso, se oyeron golpes fuertes contra el portón. Métanse al ropero, siseó Luz. Mientras Rosa y Esther corrían a la pieza, tomó el cuchillo de la cebolla y fue a la puerta.
¡Quién!, ordenó más que preguntar, y pegó la oreja a la puerta. Unos segundos después escuchó una voz de hombre, muy débil. Abra, señito, traigo un recado de parte de Luisito, dijo la voz.
Luis era el marido de Luz. La última noticia que habían tenido de él era que andaba por Torreón. ¿Cómo iba a mandar un recado desde allá? La mujer dudó, pero el hombre del otro lado de la puerta insistió: Soy Everardo, seño.
Everardo era el mejor amigo de Luis. Su compañero de borracheras. Su alcahuete. Todo lo que Luis era estirado y temeroso, Everardo era francote y aventado. Él hacía los tratos por los dos y cobraba las deudas que Luis, librado a sus propios medios, hubiera dejado perder por timidez o por desidia. Cuando Luis decidió sentar cabeza, fue Everardo quien le llevó a ella la carta escrita con tinta sepia en un papel de olor. Tan amigos eran que entraron juntos al ejército federal, y juntos se habían ido a pelear al norte. Suspiró y decidió arriesgarse.
Quitó la tranca y giró la llave. Claro que me acuerdo de usted, dijo mientras trataba de controlar el temblor de las manos para terminar de abrir el portón. Primero abrió una rendija y vio que de veras se trataba de Everardo, nomás que se veía viejo, acabado, muy cansado y sucio.
El hombre entró a la casa y se dejó caer en una silla. Le traigo mensaje de Luisito, niña, dijo. No me diga nada con la panza vacía. Deje le hago un taco, contestó ella, altiva y brusca, aunque en realidad sólo trataba de ocultar su miedo: seguro eran malas noticias.
Everardo negó con la cabeza. Que no tenía hambre y sí prisa. Eso le pareció muy raro a Luz porque Everardo era, según recordaba, de muy buen comer. Así que las noticias no podían ser malas, sino pésimas. Espéreme tantito, le dijo a Everardo, y fue a la pieza a sacar a las niñas del ropero: lo que le fueran a decir, ellas también debían escucharlo.
Cuando regresó con sus hijas, le dio la impresión de que el hombre estaba a punto de desmayarse. Le ofreció agua, pero él negó con la cabeza. En cambio, sacó de dentro de su camisa un paquetito envuelto en una tela vieja, llena de manchas marrones. Se paró y puso el paquetito entre las manos de la mujer.
Luisito dice que las quiere mucho, que no hay día que no piense en ustedes, le dijo a las niñas. Luego miró a Luz: Y que usté, seño, vea lo de poner su restorán.
Luego se despidió y se fue.
Luz dejó el paquete encima de la mesa. Fingía desinterés pero en realidad tenía miedo de confirmar lo que ya se imaginaba: que su esposo estaba muerto, que las había dejado en la calle. Pasaron así dos días, hasta que Esther la enfrentó: O abre el paquete, mamá, o lo abro yo. Lo que más le sorprendió fue que la otra apoyó a su hermana: Tenemos derecho a saber qué mandó mi papá con Everardo, dijo Rosa, con la voz temblorosa y las mejillas encendidas.
La mujer sabía que sus hijas tenían razón. Se sentaron las tres a la mesa, Rosa dio gracias a Dios por la vida de su padre y Luz tomó el paquetito. Los rayos de sol que entraban por la ventana le dejaron ver que las manchas marrones eran de sangre seca. Se santiguó.
No pudo seguir adelante. Dejó el paquete en la mesa y miró a Esther. Ya eres una mujer, hazlo tú, que me faltan fuerzas, le dijo a la muchacha de diez años. Esther asintió con seriedad. Abrió el atado y se encontró en él las condecoraciones de Luis, su reloj de leontina y una llave herrumbrosa. ¿Esto qué?, dijo Esther con desprecio, sosteniendo la llavecita entre dos dedos. Luz la reconoció: era de un veliz viejo, por el que ella no habría dado un cinco y que varias veces había estado a punto de tirar. Fue por el veliz al ropero donde estaba y le sorprendió su peso. Al abrirlo, encontró oro suficiente para poner el dichoso restaurante cuando volviera la paz a Real del Monte. Y mientras, podría darle a sus hijas un poco más que café aguado y pan viejo.
Poco después llegó la carta del ejército confirmando la muerte de Luis, junto con una disculpa por no mandarle sus efectos personales ‘penosamente robados en medio del caos reinante la noche aquella de la batalla en Torreón’, de acuerdo con el mensaje recibido. La esposa de Everardo recibió una carta igual: a su esposo lo habían matado en la misma batalla que a Luis.
Cuando se enteró, Luz sonrió por primera vez en mucho tiempo. Ya entendí, dijo. Ni en la muerte se corrige: no le bastó con mandar a Everardo a que me dijera que quería casarse conmigo, también lo mandó a despedirse. ¿Qué no podía por una vez amarrarse los pantalones y hacer las cosas él mismo?
Con la misma sonrisa guardó en el ropero las condecoraciones y el reloj, siempre en el trapo ensangrentado. Y nunca volvió a mencionar a su marido muerto.
© All rights reserved Raquel Castro
Raquel Castro. nació y vive en la ciudad de México; es guionista y narradora. Su novela Ojos llenos de sombra recibió el Premio Gran Angular
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