Desde su estanque, Inky hace una matemática de la libertad. Estudia el trayecto, el riesgo, el proceso. El molusco cefalópodo ensaya una operación de lógica. La compuerta de su recinto de enclaustramiento cede al golpe de los tentáculos. Más tarde, el personal del Parque Nacional Acuático de Nueva Zelanda asumirá el descuido. La tapa debió quedarse entreabierta, reclamarán. Da igual ya. El pulpo se arrastra, sale de la pecera y se desliza sin prisa por el rebosadero del tanque para recorrer el drenaje de cincuenta metros que desemboca en las aguas de Hawke Bay.
La historia, de la que recién me entero aunque ocurrió algún día de la primavera pasada, la comparto con mi hija en un café de Manhattan, en una calurosa noche de verano en la cual hablamos de las inevitabilidades y su carácter inadvertido, que llega en su forma de futuro. Nueva York vive en presente perfecto y es la ciudad idónea para especular la distancia entre lo que se pierde y lo que se tendrá.
El comercio es necesario.
Inky sabe de esto.
Para él, hay dos mundos: el mundo inteligible, que alcanzará con el intelecto, y el mundo sensible, que percibe a través de los sentidos. Platón diría que lo natural para Inky sería acostumbrarse a su entorno, asumirlo como real y aceptar que su naturaleza es vivir en el estanque, porque no conoce otra cosa.
Tal es la naturaleza de la mente sumisa. Pensar que lo inmediato es lo certero.
Para algún otro molusco o pez, el estanque sería la realidad única, la posibilidad máxima, pero no para Inky, que conocía el mundo antes del estanque. En los arrecifes, entre corrientes marinas y batallando los peces, un pescador lo rescató al notar que los tentáculos acortados del animal le imposibilitarían la supervivencia.
Entonces, la trasgresión.
Los límites se marcan para rebasarse. Es un instinto que luego toma forma racional y uno va a justificar aunque sea solo por el acto mismo de trasgredir. La vida es el viaje.
Inky sabía que su naturaleza requería de la apertura del mar.
Cuando le relato la historia de Inky a mi hija, ella parece no sorprenderse. Es obvio, papá, me dice. Los pulpos tienen cerebro.
El novelista y científico Michael Crichton escribió una vez que si los cefalópodos hubiesen resuelto el asunto de vivir fuera del agua, seguramente dominarían el mundo. Sus ojos reposan directamente sobre el sistema cerebral, que acapara ciento treinta millones de neuronas, de las cuales tres quintas partes se extienden por los tentáculos.
Y hay más.
Si los humanos nos encargamos de descubrir maneras de crear fuegos, los pulpos aprendieron, en algún punto de su desarrollo, a degustar sabores con su piel. Nosotros tenemos la poesía y la pintura, pero los pulpos crean danzas de color con la pigmentación de sus cuerpos. Nosotros tenemos la escritura, pero los pulpos… no, los pulpos no escriben, pero reaccionan a estímulos con respuestas que denotan inteligencia y, sobre todo, capacidad creativa.
Sin creatividad, no hay viaje.
Divagar propone un destino corto, pero las alegorías comprenden un modo de realidad aumentada.
Mi hija me cuenta del maravilloso caso de Mike, el Pollo Sin Cabeza, al que su dueño alimentó con un suero de agua y leche por casi un año, prueba fehaciente de que el cuerpo puede vivir sin cerebro, mas difícilmente lo opuesto podría ocurrir. Mike, el Pollo Sin Cabeza, murió cuando se atragantó con un grano de maíz.
Por nuestro lado pasa un gentío apresurado en dirección de Central Park. Se ha corrido la voz de que apareció un Pokémon en Strawberry Fields.
Nuevamente, la inevitabilidad.
Si consideramos las facilidades de Inky, podríamos decir que poseía lo requerido para la subsistencia, ¿no? Le cuidaban atentamente, con atenciones y mimos diarios. Recibía de comer con regularidad y sin mayor esfuerzo que no fuese digerir los camarones frescos y otros mariscos que los encargados del acuario le servían. Inky, demás está decir, se perdía el mar, pero estaba seguro y a salvo. Su vida gozaba de estabilidad. Nada de desafíos ni peligros ni contingencias. Su reclusión tenía beneficios, los mismos a los que estuvo dispuesto a claudicar a cambio de una experiencia.
¿Qué llevó a Inky a escoger el riesgo, el peligro y el reto a la muerte? Digo, ¿no quedaba, una vez en el mar, y como bien notara un reportero de NPR, expuesto a tiburones, focas, ballenas o hasta los mismos humanos? ¿Qué poder o fuerza indecible le llevó a pensarse fuera de los confines del estanque, a través del drenaje hasta llegar de vuelta al mar?
Eso. El deseo.
Los pulpos, se sabe, suelen crear jardines en las profundidades del mar. Me divierte pensar que la necesidad de tener un jardín de nuevo instigó en Inky el deseo de escapar del acuario. Quién sabe si hasta algún día regrese, como en un film de Píxar, y lo cuente todo.
En su libro El alma de los pulpos, Sy Montgomery propone una ontología de orden universal: los pulpos, con su inteligencia variada y sus respuestas emotivas, habitan en la dimensión moral de la existencia.
Sin riesgo, sin pérdidas, no hay jardín- no hay libertad.
Mi hija y yo observamos la gente que sigue buscando Pokémons.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre