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enero 2025

EL PODER DEL OLVIDO: La policía de la memoria, de Yōko Ogawa. Elidio La Torre Lagares

Cuando mi abuela empezó a perder el lenguaje, mi hija apenas comenzaba a balbucear las palabras con las que, eventualmente, construiría su propio mundo. Era un contraste que no podía ignorar: una vida que se desmoronaba al mismo tiempo que otra se ensamblaba, palabra a palabra. Me encontré pensando en esto más de lo que quería admitir, como si en ese vaivén de memoria y olvido hubiera algo que se suponía que debía entender.

Estoy convencido de que, si estamos hechos de algo, es del pasado, de ese archivo desordenado que llamamos memoria. Ahí residimos. En la memoria, que no es lo que queremos creer que es. No se trata de un espejo que refleja las cosas con exactitud, sino que es más bien un caleidoscopio, algo que transforma, que distorsiona, que reordena. Está llena de sesgos, de emociones que no podemos controlar, de expectativas que nunca se cumplen del todo. Es decir, si la memoria es adaptativa, es también manipulable. La memoria es reconstrucción, no reproducción. Y en esa reconstrucción, hay un poder.

Así ocurre con La policía de la memoria de Yōko Ogawa (Okayama, 1962), una novela que podría haber sido concebida tanto hace cien años como ayer, porque las preguntas que formula —sobre la memoria, el olvido y el poder— son tan antiguas como humanas. Publicada en Japón en 1994, traducida al inglés en 2019 y publicada en español en 2021, esta obra, casi silenciosa en su narración, ofrece un retrato inquietante de una isla que, sin dejar de existir, parece desdibujarse poco a poco, tanto en su geografía como en la conciencia de sus habitantes.

En el corazón de la novela late una serie de desapariciones de objetos cotidianos y, con ellos, las palabras que los nombran, las emociones que evocan y las historias que los acompañan. No hablamos de la pérdida de un individuo ni del secuestro de una identidad específica. Se trata de que, de un día para otro, algo tan trivial como un sombrero o tan esencial como los pájaros se esfuma, primero físicamente y luego del recuerdo colectivo. Y los habitantes de la isla, resignados a este fenómeno, aceptan lo irreparable con una indiferencia que asusta, pues quizá sea más cómoda que resistir.

Pero ¿qué es lo que desaparece realmente cuando desaparece algo? ¿Es solo el objeto o la red de significados que lo rodea? ¿Desaparece el mundo, o desaparecemos nosotros un poco más, nos hacemos más vacíos?

Ogawa no responde estas preguntas, porque no parece querer responderlas; más bien, las enreda en el hilo de su narración para que el lector las arrastre consigo. La protagonista, una escritora sin nombre, se convierte en el último reducto de resistencia silenciosa al esconder a su editor, R, un hombre que conserva intacta su memoria y, por ello, es perseguido por la enigmática policía de la memoria, que tiene a su cargo arrestar aquellos que recuerdan algún objeto desaparecido por el Estado.

R, por supuesto, no es solo un personaje. Es el símbolo de aquello que aún se aferra a la existencia: la memoria como acto consciente, el lenguaje como testigo de lo que fue, el registro humano que se niega a desaparecer. Su contraste con la protagonista, que olvida al ritmo que dicta la isla, muestra dos formas de enfrentar lo inevitable: la lucha constante por recordar, que trae consigo dolor, y la aceptación del vacío, que promete calma, pero también despersonalización.

Ogawa, con una prosa contenida y deliberada, construye una alegoría sobre el poder. La policía de la memoria no es solo un aparato represor que elimina objetos; es un sistema que borra palabras, recuerdos y, con ello, la posibilidad de rebelión. Su presencia, tan eficiente como insidiosa, recuerda los regímenes totalitarios de la historia, aquellos que reescriben el pasado para controlar el presente.

Lejos de lo didáctico, Ogawa no parece culpar únicamente al poder, sino que sugiere que la complacencia de los individuos, su voluntad de olvidar, es también un engranaje fundamental en esta maquinaria del vacío.

En esta isla sin nombre (que pudo llamarse Puerto Rico), el lenguaje ocupa un papel central. Cada desaparición implica no solo una pérdida física, sino también un empobrecimiento del léxico, una disminución de la capacidad para nombrar el mundo. Las palabras, que deberían ser eternas, se desvanecen con la misma facilidad que los objetos que designan. La protagonista, como escritora, enfrenta esta paradoja: escribir sobre lo perdido es resistir, pero también es admitir que lo perdido no volverá. Su acto de creación es a la vez una lucha contra el olvido y un testimonio de su inevitabilidad.

Es en este acto de escribir donde Ogawa entrelaza sus temas de forma más brillante. La escritura, nos dice, es frágil, pero también poderosa. No puede detener la desaparición, pero puede resistirla, puede registrar lo que ya no está.

La protagonista lo sabe, aunque nunca lo verbalice.

En un mundo que se deshace, su insistencia en llenar el papel con palabras es casi un acto heroico, una manera de afirmarse a pesar de la disolución general.

Lo mejor de la obra es que no hay maniqueísmos debilitantes de la caracterización ni heroísmos grandilocuentes que la hagan inverosímil. Todo ocurre en susurros, en silencios prolongados, en pequeños gestos que hablan más que las palabras. Las desapariciones no son abruptas ni espectaculares; son inevitables, como la muerte, y por eso aterradoras. Cuando los pájaros desaparecen, el mundo sigue adelante, pero más silencioso, más incompleto. Cuando desaparecen los recuerdos, los personajes también siguen, pero algo de ellos mismos queda atrás, como si un hilo invisible los sujetara al pasado que han olvidado.

En La policía de la memoria, aunque el énfasis está en la desaparición de memorias, el concepto de implantación podría ser una extensión lógica del control narrativo del régimen. Si la memoria puede desaparecer, también podría reconstruirse según los intereses de quienes ostentan el poder. Este acto de creación artificial no sería solo una manipulación del pasado, sino una reconfiguración del presente y, por tanto, del futuro..

Quizá lo más inquietante de La policía de la memoria no sea su mundo ficticio, sino lo reconocible que resulta. Ogawa no describe un futuro distópico, sino una posibilidad demasiado cercana: la fragilidad de la memoria colectiva, la facilidad con que los individuos renuncian al pasado y, con ello, a sí mismos. La novela, como sus desapariciones, deja más preguntas que respuestas. ¿Qué queda de nosotros cuando no podemos recordar? ¿Cómo sobrevivir en un mundo que insiste en desdibujarse? La respuesta, si existe, está en las palabras que aún podemos escribir, aunque nadie las lea, aunque también ellas estén destinadas a desaparecer.

 

 

 

 

 

© All rights reserved Elidio La Torre Lagares

Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.

En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.

En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.

 

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