Gabriel García Márquez se ha transformado. Es otra forma de la materia. Se ha llevado su cuerpo y nos ha dejado las palabras. Ningún otro escritor del siglo XX ha tenido mayor impacto en la literatura mundial que el querido y bien ponderado Gabo. Hay hasta quien quiera despreciarlo, pero jamás puede ignorar su alcance. De su realismo mágico, del cual nunca se proclamó creador, me deslumbraba más esa magia realista de la cual muestra plenitud de poderes en El otoño del patriarca, novela que el propio García Márquez gustaba nombrar como su novela predilecta. La mía también.
Una obra maestra. Un reto escriturario. Un experimento compuesto por seis capítulos dispuestos en un cubismo narrativo de poco más de seis extensas oraciones y narrada desde la óptica de una tercera persona plural, cortesía del gusto faulkneriano de García Márquez.
El otoño del patriarca se publicó casi una década después de la exitosa Cien años de soledad, en un momento donde los lectores y la crítica esperaban que la nueva entrega de García Márquez ensayara la formula de su predecesora. Como decir Cien años de soledad II. Pero no. En su lugar, el Gabo apareció con un texto donde la parodia hierve a modo de palimpsesto revertido y absorbe, literalmente, los discursos coloniales de la conquista de América, los funde con la idiosincrasia de los indígenas de Hispanoamérica y crea una secuencia narrativa cuya fábula es infinitamente abarcadora. La obra transcurre en veinticuatro horas, y a la vez toma toda la eternidad. La noción de tiempo se diluye en la suspensión dentro un punto geográfico estático y genérico, metonimia de la historia de las dictaduras en América.
Eso.
La obra viene infundida de cambiantes perspectivas focalizadoras, que modulan desde la recreación mitológica hasta la crónica histórica como visitaciones fantasmagóricas que toman posesión de ese narrador que no es «yo», sino un «nosotros». Mestizaje e hibridez se textualizan en El otoño del patriarca como representación del sujeto colonizado en las Américas.
La novela de García Márquez es barroca en el linaje de José Lezama Lima: la tensión templa en la semántica y la sintaxis; el plutonismo hierve en el estilo; la plenitud colige en la suma de las partes. Es, a fin de cuentas, un intento por descifrar el código genético de nuestra desgracia política colectiva, puesto que el protagonista de El otoño del patriarca, el dictador, surge como construcción grotesca de la colonización europea en América.
El estudioso peruano Julio Ortega ha dicho que en El otoño del patriarca, el dictador se erige como un mito popular por el narrador colectivo. Su caracterización, dice Ortega, se desdobla en representación de un ser “todopoderoso y magnífico”, pero a la misma vez farsesco. Es a través de la máscara y lo carnavalesco que el dictador se apropia de las esferas de poder que en algún momento pertenecieron a Europa.
No sabemos ser otra cosa.
En su naturaleza casi deífica, el Patriarca nos dice: “yo, que los parí a todos, carajo, me los saqué de las costillas, había conquistado para ellos el respeto y el pan…”. El origen mítico del pueblo sometido se desprende tanto del discurso religioso cristiano como del código indígena. El protagonista es un ser superlativo, imponente, magnánimo; más amplio que la vida misma.
En uno de los aspectos más interesantes de la novela, la fusión narrativa absorbe en sus contenidos pasajes íntegros, a veces contado en voz indirecta, extraídos de El Popol Vuh y la Relación acerca de las antigüedades de los indios, de Fray Ramón Pané, al igual igual que los el Diario de los viajes de Cristóbal Colón, transcrito por Bartolomé de las Casas, los cuales confluyen con la mitología cristiana. De ellos trasluce, por supuesto, la concepción demoníaca del indígena y sus creencias, tal se atestigua crónicas de la conquista. Es natural que la figura mítica del dictador sea entonces una especie de cruce entre dios y demonio, un patriarca-dios pequeño que ha vuelto arbitraria la vida de sus hijos al vaciar de sentido a la historia. El dictador obra a imagen y semejanza de los que lo construyeron, un aspecto que, en el plano formal de El otoño del patriarca, mimetiza el estilo narrativo utilizado en las primeras crónicas del Nuevo Mundo y lo devuelve como vehículo del discurso del dictador, a la vez que revierte la noción de imposición y autoridad. El otoño del patriarca se convierte así en una superposición de escrituras, o, mejor dicho, “reescrituras superpuestas” que progresan en espiral como mimicry o imitación del discurso colonial europeo. La conducta del dictador es, por ende, aprendida. El personaje del dictador, hidropesía del ego, se distinguirá por sus humos de grandeza, bula de poder y magnánima crueldad de dios rabioso. Para García Márquez, el mundo indígena y en el mundo europeo comulgan con el mismo axioma: la religión es poder político.
Podríamos afirmar, entonces, que comenzamos a fundirnos como sujetos híbridos desde el primer momento que las crónicas comenzaron a escribirse. El mestizaje recurre como una palingenesia escritural puesto que las crónicas generalmente operan a manera de palimpsesto. En el caso de El otoño del patriarca, la desgracia del genocidio y la magia del mito hispanoamericano entran en un proceso histórico-dialógico cuya síntesis queda representada tanto en la figura del Patriarca como en el lenguaje mismo.
El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez constituye una de las grandes obras de la literatura hispanoamericana, y piedra angular dentro de la trinidad de novelas del dictador, junto a Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos, y El discurso del método, de Alejo Carpentier. Como recurso de la mímica, García Márquez evoca, transfiere, copia y reapropia el discurso colonial europeo. Deshila la historia sobre nuestros orígenes. La novela emerge, entre de la polifonía discursiva, con un aura de autenticidad fingida, grotesca y hasta burlesca.
Esa es la ironía.
Es la novela de los cien años de soledad que ha vivido América.
[Buen viaje, Gabo].
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
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