Letras bajo el volcán
Bajo el volcán es la novela que convirtió a una región de México en un hito literario. Cuernavaca, en particular, y Morelos, en general, se reconocen en ese Quauhnáhuac donde Malcolm Lowry sitúa su narración. Pero en ese mismo territorio, a medio camino entre la historia y el mito, personajes como Hernán Cortés, Alexander von Humboldt, Maximiliano y Carlota, Ignacio Manuel Altamirano, Alfonso Reyes, David Alfaro Siqueiros, Tamara de Lempicka, Pablo Neruda, Elena Garro, Gutierre Tibón, Erich Fromm, Iván Illich, Manuel Puig, entre muchos otros personajes, hallaron un espacio de sosiego y libertad que enmarcó sus proyectos.
Siguiendo esa tradición cultural, desde las últimas décadas del siglo XX, oriundos y residentes de la región —no hay distinción entre unos y otros— han nutrido un diálogo literario en el que se reúnen diversas voces, géneros y promociones. La sección “Letras bajo el volcán” en Nagari Magazine busca precisamente tender un puente intelectual entre este fluir artístico de Morelos y el movimiento literario en español de Estados Unidos. Mes a mes se presentará una escritora o escritor morelense cuyas letras gozan de luz propia. El objetivo es claro y único: que en la literatura nos reconozcamos como parte de esa patria grande y transcendental que es el castellano en el Mundo.
Abrimos “Letras bajo el volcán” con el relato El pasaje de la vergüenza de Afhit Hernández.
Xalbador García
El pasaje de la vergüenza*
No siempre quise a la Pepa. Hubo una época de humo donde lo odiaba con todas mis fuerzas. Iba a pasar de la primaria a la Secundaria Técnica número 2 de Jojutla, era más flaco que la tisis y mi única familia era él, el joto del pueblo.
A los 13 años no me interesaban más que mis amigos y la Rosa, aunque ya me había mandado a volar dos veces. Ahora, con la distancia de dos matrimonios y un hijo muerto, sigo pensando en la Rosa y su delgadez inaudita. También hubiéramos procreados hijos que morirían antes de nacer. También hubiera yo marchitado su sangre. Pero la Pepa tenía fe en mí. Era tan cursi que lloraba cuando me imaginaba de bata blanca y estetoscopio. Y yo lo odiaba tanto.
Vivíamos en la casa donde los dos nacimos. Cerca de los cañaverales que se incendian dos veces por año y lejos de todo. Mi madre lo supo siempre y lo amó más que a mí. Entre los kilos de ropa que la ahogaban, pues mi madre lavó ajeno toda la vida, le prestaba la ropa de niñas ricas para que jugara, porque sabía que nunca las manchaba nadita. Y me veo corriendo con él, entre los tendederos infinitos, sorteando los malvones floreados, con la música de Juan Gabriel a todo lo que daba la grabadora de casetes. “Yo no nací para amar, nadie nació para mí”. Él, vestido de niña, delicadísimo, de color palo de rosa, con listón, canasta y todo. Yo, muerto de risa, embriagado por el perfume de detergente Roma, olor de una felicidad que era pecado en esa tierra de calor maldito.
Cuando eres niño todo se te perdona, o no importa. Vivíamos ambos en la complicidad de un paraíso sin remordimientos. Mi madre, siempre cansada, siempre doliéndose de la humedad del vientre, es tan joven en mi recuerdo, sola, con el eterno delantal de bolsa de plástico. Nos gritaba enojada por alguna cosa y luego nos daba dinero para paletas de mango enchilado. Y así, él, vestido de niña rica, me tomaba de la mano y me llevaba a comprar la vida verdadera, que duraba solo un rato.
Pronto dejó de ser un niño. Dormíamos en la misma cama y yo oía por la noche cómo sus huesos se estiraban, mientras por mi parte me iba quedaba enano. Nos bañábamos juntos y con curiosidad veía su enorme pene negro, donde se asomaban los primero pelos enredados. Pero veía también cómo lo ocultaba entre las piernas; cómo doblaba su voz hasta hacerla parecer un papagayo tropical o una lluvia sobre un techo de lámina. Aunque ya no se vestía de mujer, comía muy poco, y se quedaba mirando sus uñas largo tiempo. Me hablaba cada vez menos. Desaparecía mucho de la casa y volvía con los ojos como si hubiera llorado y la boca hinchada de besos.
Cuando salí de la primaria, estrené pantalones y camisa. Pero no zapatos. Usé los de Pepe, que estaban en mejor estado y que me quedaban enormes. Y los odié. Lo veo llegar a mi escuela primaria con mi madre, cargando un ramo de rosas artificiales de color azul salvaje. Perfumadísimo. Y con peluca. Y minifalda. Y medias. Iba a ser “mi madrina de salida”. En la pierna tenía un corazón tatuado a navaja que todavía sangraba ligeramente.
La Pepa llevaba los zapatos altos de mi madre y yo los suyos de hombre. Y mis amigos me preguntaban si ese era mi hermano y se burlaban. Pero la Rosa me salvó al decirme intrigada, legítima, atraída: “Qué guapa es. Ojalá yo fuera así”. Mario, el amigo con el que mataba pájaros en el panteón, me preguntó muy serio: “¿Por qué tú hermano se volvió puto?”
–“Nomás para saber lo que se siente”. Le contesté.
La muerte de mi madre no nos tomó por sorpresa. Llegó como otra jota maravillosa, vestida de plumas y con las zapatillas de Thalía en “María la del barrio”, pero ya de rica, se entiende. Sus visitas eran diarias. “Yo no nací para amar, nadie nació para mí”, cantaba la Catrina, solemnísima.
Todas las noches, mi madre miraba en silencio la telenovela en la pantalla frente a la cama y la Pepa la peinaba con melancolía, mientras vigilaba el suero que creía envenado. Luego apagaba la tele para no angustiarla con las noticias. No sé si fueron meses o años los que se fueron en las carreras de la secundaria a la casa, sin dinero para la combi o para el receso, corriendo para llegar a la covacha desvencijada de tendederos vacíos. Muchas veces me agarraba la noche y encontraba a la Pepa ya arreglándose, envolviendo su flacura en licras. “Ahí te la encargo” me decía antes de que se lo tragara la calle iluminada solo por el descaro de su belleza.
Una vez llegó un trabajador cañero a buscarlo. Después de un rato en silencio, pateó el portón de láminas raídas. Traía el pito de fuera y había acabado de orinar la borrachera. Le gritó en la ventana de mi casa: “pinche Pepa, sal”. Y yo odié a mi hermano tanto. Tomé un cuchillo y lo apreté hasta que se me entumecieron los dedos. Mi madre dormía o se hacía la que dormía y sé que deseó la muerte. La del borracho, la suya, no la de Pepa, porque la quería con una profundidad que nunca comprendí. Y tampoco sé por qué pero la odié tanto.
Ahora, lo veo con claridad: todos los hombres somos putos. Pero la diferencia es que algunos aman con tanta fuerza que su amor lo inunda todo. Como un huracán, todo lo arrasan, incluyendo los cultivos, los árboles de mango; incluyendo su paz y su honra sacrificada.
Tuve esa gran certeza dos veces en mi vida. La primera fue cuando mi mujer se marchó para siempre; la segunda, cuando encontré las cartas de la Pepa en su ropero decorado con calcomanías de niña enamorada. Repetía cien veces un nombre de hombre. Lo encerraba en corazones ensangrentados y se inventaba una casa, con perros y jardín, donde transcurrían imágenes de una gloria imposible: la Pepa, cocinando para él. La Pepa, plantando malvones florecidos. La Pepa, durmiendo tranquilo en su cama de casado, tomando una mano. Toda la noche.
Toda la noche.
“Pero mi sangre está mala y la gente me lo recuerda todo el tiempo. Solo de oscuridad soy yo. Y te sigo esperando aunque me muera de tristeza”. Decía, con una ternura cursi y legítima a la vez. “Pero tú eres mi esperanza, tú y Toñito, que merece ser feliz y no ha podido”.
No leí más porque me interrumpieron los estertores de mi madre. Luego vinieron la cama vacía, los sirios, las vecinas que no pudieron llenar la casa de flores. Veo a Pepa desconsolado, llorando en pequeños lapsos, sirviendo café y pan con sumisión. Luego, lo veo acercarse, queriendo abrazarme, y yo odiándolo todo, planeando también mi propio mundo imaginado, pero saliendo al mundo real de mierda por primera vez en mi vida, libre para buscarme.
Me vine a Cuerna con el Mario, que huía de su novia embarazada. Los dos encontramos trabajo descuartizando pollos en el Adolfo López Mateos. No volví a ver a la Pepa hasta que me lo encontré en el zócalo, tres años después. Venía diario, a hacer la calle y a buscarme, o a buscarme y hacer la calle. Y ya no era tan bello. El corazón de su pierna se había encarnado hasta casi desaparecer. Me gritó con lágrimas en los ojos, porque siempre fue chillón. No le dije nada y me seguí de largo.
Lo estoy viendo bajo las jacarandas sin florecer. El verdor de la fronda matizaba el vestido de color mango delirante de ese hombre sin amor. Me estoy viendo dejándolo solo sin moverse, sin seguirme ni llamarme. Yo, el hermano del puto, volvía a dejar atrás el pasaje de la vergüenza.
La imagen que dejé era la mía misma donde estaba yo, adolescente, con hambre y sueño. Viéndolo llegar de madrugada y soltar su cabello perfumado. Quitarse los zapatos. Preguntándome por la tarea, por mi madre, si habíamos cenado. No quise voltear a ver su cara para no ser el hombre que no pudo perdonarse nunca porque nunca fue médico y se le mueren los hijos y se le van las mujeres. “Sí, Pepa, quise ser feliz y nunca pude”.
Hoy, armado de una fuerza que llegó de no sé dónde, llego al pueblo. Es temprano y dejo el carro en la entrada de la calle. Camino despacio a la casa que es muy diferente ya y tiene malvones en la banqueta. Casi no me reconozco corriendo por ese patio tan pequeño. Hay una unidad habitacional donde antes había un campo de cañas, un apantle. La casa está llena de perros chihuahua que ladran por encima de la música en inglés. Y por la ventana abierta veo a la Pepa, con cola de caballo, sin maquillaje, calzando sandalias rosas, y vestido con una playera de AMLO ceñida por un cinturón rosa pálido. Viejo y hermoso. Lleva dos platos de huevo revuelto con chile y jitomate. Vuelve para recalentar tortillas, sonriente y cantando en inglés. Y yo, descubro que lo quiero. Que la sangre negra y mi destino maldito me ha llevado a mi hermano, el puto del pueblo, esperando que comprenda que uno era joven y no entendía mucho de uno mismo, y que sí, que nuestra madre ya ha cenado y que lo quiero tanto.
Toco a la puerta. Me abre un señor muy amable que me intriga, casi tan bello como él. Viste una gorra de baseball y huaraches. Me invita a pasar haciéndose a un lado y gritando: ¡Pepita, te buscan!
* Cuento incluido en el libro La raíz de todos los males (Premio Nacional de Cuento LGBTTTIQ 2016)
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Afhit Hernández Villalba, oriundo de Tlaquiltenango, Morelos, radica ahora en Cuernavaca. Estudio Humanidades en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Realizó la Maestría en literatura clásica y es Doctor en literatura mexicana por la UNAM. Ha publicado los libros de poemas Los placeres y las ruinas, Cuerpo interrumpido, León Alado, Retrato de niño ahogado en sangre y luz, Nuevo tratado de Uranometría, El lago exilio y ha participado en varias antologías poéticas del país. Ha ganado los Juegos Florales Lago de Moreno 2016 y el Primer Concurso Nacional de Cuento LGBTTTI 2016. Obtuvo una mención honorífica en el Premio Internacional Sor Juana 2019. Actualmente es profesor investigador de literatura y español con artículos de investigación publicados sobre Poesía mística.